Rompan todo. El filtro mediático en AL

Por Raciel D. Martínez Gómez

 

El santoral rockero que propone el documental Rompan todo tiene, finalmente, un filtro mediático que le impide, por más ínfulas incluyentes exhiba, agotar con un índice onomástico la escena musical en América Latina.

En este filtro mediático hay una especie de ventriloquía en la forma de archivar el hilo del registro. Aunque aparezca como una de las fuentes de consulta, como testigo circunstancial, músico y productor después, Gustavo Santaolalla prevalece sin duda como el enfoque mismo de la serie por encima del creador Nicolás Entel y director Picky Talarico.

La sumisión se entiende en un sistema de producción como Netflix tan dado al oportunismo de aglutinar, lo mismo se interesa por el último suspiro de Orson Welles, producir Mank (2020) de David Fincher o difundir raras piezas para su perfil de audiencia como Ya no estoy aquí (2019) de Fernando Frías de la Parra, donde se visibiliza la cultura cholombiana en el norte de México.

Claro, hablamos del Rey Midas del rock latino, impulsor de grupos y ahora destacado arreglista de cine junto a un bracero de lujo, como Alejandro González Iñárritu, o acompañando a exquisitos directores como Ang Lee; y ahora en Rompan todo mantiene, sobre todo en la recta final de los episodios, su manera de ver el rock continental.

Digámoslo así: Gustavo es una suerte de antologador, con todos los asegunes que ello entraña pues impone, en esta citada recta final, el barómetro del éxito -fenómenos musicales de la globalización-, como onza que balancea sus criterios incluyentes.

Curiosamente en Rompan todo, se subraya en los años noventa el trabajo de Santaolalla como productor de bandas como Caifanes, Maldita vecindad, Los prisioneros, Café Tacuba, Molotov y La vela puerca. Esta década fue discutida por la omnipresencia del mainstream que domesticó y cooptó la rebeldía juvenil, así como lo había reflexionado Herbert Marcuse en El hombre unidimensional.

Podríamos crucificarlo por no atender manifestaciones varias que recorren callejuelas, antros y tocadas donde destacaron grupos que no ocuparon la palestra de los famosos con un video en MTV o no se transformaron en hits de radio, si es que ello fuera el único pasaporte para el cielo donde los ángeles del rock son electos. Es decir, Gustavo podría llevar en su pecado mercantil la penitencia social.

Sin embargo, no defenderé a Santaolalla, sino a los aciertos de la serie, que los tiene sobre todo al ser una especie de arqueología de los orígenes y ser contacto primigenio para los espectadores nonatos en Netflix; y, coincido absolutamente con Juan Pablo Zebadúa, la serie abreva en el imán político de la cultura rockera como una expresión artística y musical que sublima la frustración juvenil en las sociedades modernas.

Ninguna corriente musical se ha erigido en bandera generacional como lo hace el rock, antitético por antonomasia: el versus constante frente a las buenas costumbres y las correcciones estéticas, por ejemplo.

La ausencia de futuro en el capitalismo de la posguerra, catapultó la anarquía de los jóvenes que rechazaron un modelo de vida que, se empecinó, tenía su edulcorada idealización en una comunicación mainstream.

Por supuesto que la era de la posguerra quizás tenga semejanzas entre Inglaterra y Estados Unidos (no obstante Manchester y Liverpool son diversos frente a Los Angeles), pero las asimetrías crecen cuando las comparamos con América Latina y esta, a su vez, en el interior de un continente hallamos matices entre los gobiernos totalitarios del cono sur y la dictadura perfecta de México (asimismo, al interior de México se expresa el rock de modo distinto entre ciudades como Tijuana, Monterrey o Ciudad de México).

Rompan todo esboza este álbum de familia, donde el periodo de la macana de finales de los sesenta, se despliega con particularidades represivas diferenciadas y resistencias de la cultura rockera en las grandes urbes con el sello que le imprime cada país en búsqueda de su identidad como la tragedia de la pampa, el folclor andino o el vernáculo mexicano, todo lo anterior con una base electrónica en permanente irrupción.

La lección ya la sabíamos, pero Rompan todo nos la recuerda con su batidillo selector: No hay canon ni fórmulas para el rock desde que un Bob Dylan precoz tomó distancias. La esencia y la nación tampoco valen para la marca de un deber ser. En este sentido el boom latinoamericano en literatura fue una entelequia, representó a un grupo, dispar, y excluía a diversas manifestaciones literarias. Y así de igual pasa con el rock en América Latina que, de tan mosaico multicolor, no cabe en un cartabón ni en un solo código (y si no, pregúntenle a Calle trece que en el documental se muestra como oveja negra).

En consecuencia, el rock, o cada rock nacional, responde a un contexto y a un imaginario periférico. Esta visión masiva se singulariza en cada país, según los iconos que sustentan esa frustración. De ahí que en la viña del rock la ausencia de futuro encuentre garbanzos de firme politización, como el compromiso social de Los redondos, y que al propio tiempo nos topemos con otros lenguajes más crípticos, viscerales, metafóricos, evasivos o hasta en un existencialismo pequeño burgués que, en apariencia, no va a ninguna senda.

Es improbable que un documental aspire a una antología total del rock en América Latina; vamos, ni siquiera por nación. Cada país en Rompan todo muestra a los grupos con mayor cobijo mediático, pero se invisibiliza una cauda importante de grupos de rock que abonaron a esa historia soterrada de la incertidumbre juvenil contemporánea.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

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