Cándilo

Cándilo tenía la cabeza llena de pájaros. Toda su casa estaba llena de jaulas con aves cantoras en cautiverio. Aquel jolgorio era parte del paisaje sonoro de un fragmento del barrio de Pueblo Nuevo donde Miguel Riverón Serrano, que es su nombre de pila, y su madre Belén, eran conocidos, considerados y queridos por todo el mundo.

Vivían en una modesta casa de madera y láminas de zinc en la esquina entre Roloff y Pintó. Entre calles bautizadas con los nombres del general de las guerras de independencia de origen polaco-estadounidense y del catalán, conocido por algunos como “Mongo,” abolicionista y conspirador por la independencia de la isla de Cuba del imperio español. La modesta casita de dos aguas, con portal al frente hacia Roloff, se prolongaba hacia atrás para definir una cocina y dar acceso a un patio con algunas matas de plátano y un arbusto de buena sombra. Era un solar grande que hoy ha dado espacio a varias viviendas. Allí Belén daba gritos a su prole: a Cándilo, al nieto Papo —que no salió muy buena cabeza— hijo de su otra hija Cocó y a la propia prole de Cándilo, un niño muy parecido a él, muy espigado, y una niña bella, idéntica a Belén, que hoy son dos adultos de bien, trabajadores y comprometidos socialmente. Belén siempre tenía dos trenzas hechas con su pelo blanco en canas, raramente andaba con zapatos, gustaba de preparar pescados y mondongo con leña o carbón vegetal, calentaba el agua poniendo el cubo al sol tropical y hablaba de una manera no tan fácil de entender: “¡Muchachooo! ¿Qué tú tá hace…?”

Cándilo es altísimo, cabezón, menos prieto que Belén, calza el 9 o el 10 y siempre ha andado en chancletas de no tan “brillante plástico negro labrado,” como prometía su publicidad. Nació a mediados de la década de 1940 por lo que tiene 75 años de edad. Muchos lo saludaban jocosamente al pasar en bicicleta frente a su casa gritándole “¡Cándilo Bembón!” y, aunque el adjetivo no lo ofendía en lo más mínimo, respondía siguiendo la rima musicalmente en este tenor, si no habían damas cerca o disculpándose con ellas: “¡Agárrame el mandarrión!”

Alfredo Sosabravo, Personaje con pájaro. 2006, Oleo y collage sobre lienso, 31.4x 23. 8 pulgadas

La pasión de Cándilo eran los pajaritos. Él dominaba todo el arte de la caza. Elaboraba artesanalmente jaulas sencillas, con trampas de caza y para el traslado o la exhibición en casa. Las hacía grandes, medianas y chicas. Sus balancines eran preciosos, ligeros, bien equilibrados, amplios y siempre cuidaba sus cantinitas para agua y comida que era fundamentalmente alpiste, harina de maíz o frutas. Siempre elaboraba las jaulas con güines o canutillos de caña o plantas de los ríos, varillas de hojas de cocotero o palma, tubitos finos transparentes de sueros, alambre dulce para los amarres. También, las confeccionaba todas de alambre. Sus presas eran las aves cantoras de los potreros, sobre todo los tomeguines del pinar, los azulejos u otras especies autóctonas y endémicas de los campos cubanos como el sinsonte. Asimismo, aves de paso como azulejones, cacatillos, gorriones y negritos mexicanos, mariposas, degollados, verdones y mayitos.

Cándilo procuraba un ingreso extra al vender algunas jaulas y aves, aunque su fin era prácticamente la alegría sonora, el ornato y el deporte. Para él la sociabilidad con otros cazadores furtivos y con la pandilla de niños que lo seguían era muy importante. Entre esos discípulos era fiel mi hermano a quién le regaló su primera jaula y su primer cantor, así como muchos más cada vez que se le escapa alguno. Nunca lo vi protagonizar crueles peleas entre pajarillos con fines de lucro. Sí, concursos para ver cuál ave cantaba más alto y más tiempo sobresaliendo en el conjunto de la parvada con espacio de vuelo restringido. Al paso de los años, él se alejó de la afición porque la depredación y el tráfico de aves fue volviéndose más intenso con un mercado ilegal donde se manejan grandes cantidades y se especula poniendo en peligro las trayectorias migratorias de las aves, su reproducción misma, su importante papel como controladores biológicos y la diversidad de la fauna.

El buen Cándilo sabe hacer de todo en la construcción. Se incorporó formalmente a una brigada del giro perteneciente a la Empresa Constructora de Obras de Arquitectura (ECOA) número 14 en 1971. Cuando inició la larga crisis conocida como el Periodo Especial, los obreros de la construcción siguieron festejando su día cada 5 de diciembre a pesar de que muchos devinieron en trabajadores agrícolas para el autoconsumo de las mismas empresas constructoras que mantuvieron algunos contingentes de hombres y mujeres en obras estratégicas. Este cambio no le gustó mucho a Cándilo, ni a mi padre que por muchos años fue el jefe de ambas brigadas. Por eso durante los períodos vacacionales, viajé algunas veces con ellos en el camión que los llevaba a las obras y los traía de regreso. Muchas veces al pasar frene a la casa de Cándilo había que darle el de pie porque no oía el cantío de los gallos, no tenía reloj despertador y, generalmente, se quedaba dormido; luego, dando zancadas, nos alcanzaba por el camino hacia el punto de recogida. Siempre me llamó “Alai” y fue de los primeros en abrazarme con toda su humanidad cuando llegué un día a casa con las cenizas de mi padre, de su amigo, jefe y compañero que “no era fácil” y “era muy serio.”

Alfredo Sosa Bravo, Con la cabeza llena de pájaros, 1996. Óleo sobre lino 75 x 100 cm

Un día, de regreso de Lutgardita —una tierra prodiga por su fertilidad que pertenece al vecino municipio de Quemado de Güines en el noroeste villaclareño—, donde construían un reparto de edificios para los pescadores de la cooperativa de la playa Carahatas y los trabajadores agrícolas damnificados por uno de los tantos huracanes que asolan el caribe, el camión fue detenido en un retén policial. Fue inspeccionado el vehículo y sometidas a escrutinio las bolsas de cada exhausto trabajador que luego de más de ocho horas deseaba llegar a su hogar distante aún por aproximadamente una media hora de viaje. Calviño, el famoso jefe de la policía local, desvió el camión hacia la estación y se cebó poniendo multas de hasta 40 pesos a todos los portadores de una mercancía de dudoso origen: plátanos.

Luego del almuerzo, en el horario de descanso, los obreros tenían la costumbre de salir con un saco al hombro para comprar en la placita local algunas viandas o los dulces frutos de las muy conocidas plantaciones de la zona y, si no habían surtido, incursionaban en los cuidados campos para procurarlos. Ergo, todos viajaban cargados, pero al primero que le tocó perder fue al negro bembón. El oficial se ensañó con él porque reconoció como propio un saco donde iban dos hermosas manos de plátanos maduros. Cándilo declaró que habían sido un regalo de la familia a la que le estaban terminando su casa con los últimos toques de pintura y que, por favor, eran para su hija que le había pedido unos platanitos. Mientras más o menos decía estas palabras, Cándilo se fue poniendo muy nervioso, tartamudeaba más y se le entendía menos de lo normal. Mi padre que estaba atento tratando de mediar entre los policías y sus trabajadores, le pidió al oficial su comprensión porque era cierto que la comunidad les obsequiaba lo que tenía y producía de la tierra y el mar —más de uno se encomendaría a los santos y las vírgenes, porque esos dones algunas veces incluían hasta pequeñas colas de langosta que, aunque eran de descarte, estaban prohibidas—. El oficial no entendía de razones y exageraba para cumplir la norma acusándolos de tráfico especulativo. Los hombres y la mujer, que era la cocinera del grupo, pudieron negociar la continuidad del viaje sin mayores consecuencias, pero no pudieron evitar el decomiso de la “mercancía” y las multas que triplicaban el jornal diario. Cándilo lloró sin consuelo de coraje e impotencia porque insistía en el deseo especial de su hija. Todo el mundo sabe lo que es llorar entre tantos hombres de la construcción que, luego de algunos chistes machistas y contra el abuso de autoridad, apostaron colectivamente por resolver la afrenta con honor. Un rato después, antes de caer el velo de la noche, el camión se detuvo frente a la casa de Cándilo y éste se bajó cual Baltasar con plátanos maduros para cumplir el deseo su niña y con otros regalos del mar que alegraron especialmente a Belén.

Cándilo nunca jugó con qandíl, candela o candil encendido. Siempre ha sido humilde, pobre, decente, sencillo, alegre y digno. La misma decencia y honradez de Belén. Su afición por restarle la libertad a los pájaros fue, quizá, una manera de poner en valor el precio de la libertad que le quitaron por siglos a los suyos desde que fueron esclavizados, negados como seres humanos y tratados como animales y mercancías. Una manera de estar en medio de la naturaleza negociando con ella, sujetándose mutuamente. Por eso, les hablaba a sus cautivos, los cuidaba y, a veces, dejaba ir a algunos prisioneros. Así fue hasta un día en que, ya jubilado, se le cayó encima su casita de toda la vida y se tuvo que mudar a vivir con su hija al barrio San Juan.

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