El espíritu olímpico: Un mundo paralelo

Chiapas paralelo

 

 

Por Raciel D. Martínez Gómez/ A través de su historia, el espíritu de los Juegos Olímpicos ha cumplido las funciones imaginarias de un mundo paralelo. En la era moderna, resulta que cada cuatro años los Juegos Olímpicos prospectan qué tan humanos solidarios, empáticos y tolerantes podemos ser en medio de una feroz sociedad alienante todavía absurda en sus negaciones y más irresponsable en sus permisividades. Así, tan es necesario este ideal utópico que semeja de alguna forma un responso global que ofrece paz interior -aunque, curiosamente, convertido en espectáculo-, y genera una especie de conciencia en donde nos obliga a reflexionar el valor del individuo más allá de las etiquetas.

Se trata de un modelo aspiracional con mucha inercia positiva que, entre más profusa es su cobertura mediática, más mensajes asertivos emana, como advertimos en Tokio: la diversidad sexual sin inhibiciones (la cultura gay en el softbol y en clavados), resistencias contra la cosificación corporal (las noruegas se niegan al uso de bikini), rechazo del darwinismo estético (critican a nadadoras inglesas por musculosas y en respuesta posan en lencería; la propia gimnasta Alexa Moreno buleada en Río 2016 y ya calló bocas), visibilización de la mujer (en esta ocasión representan el 48.8% del total de participantes) y eliminación de fronteras (Filipinas gana su primer oro en casi 100 años; taekwondoines egipcios entrenados por mexicano), entre otros aspectos que marcan la singularidad por encima de propósitos homogéneos.

Este mundo paralelo va a contracorriente, por ejemplo, de un público bárbaro y nacionalista como el del futbol, copado por una industria mercadológica donde el soccer se transforma en deporte único en contraste con las múltiples disciplinas que se practican en una Olimpiada y que no son motivo de espacios informativos ni de opinión más que cuando se acercan los juegos olímpicos.

Sobre todo en la actualidad donde prevalece el híper consumo, niveles de despersonalización en las grandes urbes, violencia simbólica y física extrema, los relatos que giran alrededor de este mundo paralelo nos congojan por ser símbolos de superación personal frente a situaciones políticas, tensiones raciales o agravios de género.

Recordemos algunas postales históricas de este espíritu olímpico que nos contagia como un no lugar al que todos deseamos llegar en determinado momento: más diverso, más inclusivo.

Una gran prueba política y social fue la XI Olimpiada realizada en Berlín 1936, durante el periodo del Tercer Reich en Alemania. Berlín fue un sonoro revés para el mito de la superioridad de la raza aria. Adolf Hitler tuvo que aceptar que el atleta estadounidense, Jesse Owens, fuera la estrella de los juegos al ganar cuatro pruebas, entre ellas la reina de la pista, los 100 metros, y el salto de longitud.

Que un negro ganara a los blancos fue afrentoso, era obvio que Owens no fuese felicitado por Hitler, aunque dice el propio Jesse que posteriormente recibió un comunicado del gobierno alemán. Lo paradójico, es que el presidente de Estados Unidos, Franklin Delano Roosevelt no lo recibió en la Casa Blanca, como suelen hacerlo con los triunfadores de la justa, demostrando el todavía conflicto racial en aquel país y que, por cierto, en la Olimpiada de 1968 en México, se manifestó el Black power en el estadio de Ciudad Universitaria cuando Tommie Smith y John Carlos ganaran oro y bronce, y alzaran sus puños con guantes negros y las miradas bajas en una de las fotografías de protesta de mayor orgullo.

Inspirada en el título de Jerusalem, verso de William Blake, Chariots of fire o Carros de fuego (1981), película dirigida por Hugh Hudson, se basa en una anécdota real de atletas británicos preparándose para la Olimpiada de París en 1924. Es una trama conmovedora donde se aprecia el clasismo y la complejidad religiosa que se cruza en la isla. Eric, evangélico, humilde, de Escocia, terminó de misionero en la China ocupada; y Harold, judío, supera los estigmas cuando entra al equipo de la Universidad de Cambridge.

La banda sonora de Carros de fuego quedó como un hito tanto para el estilo cinematográfico como para ceremonias: quien la vio, seguro recuerda a Vangelis con su innovador toque electrónico acompañando los entrenamientos de la pareja en la playa, descalzos entre las faldas del mar. El filme reunía imágenes de los amigos cortando el aire y alentados por el grupo para rebasar la meta, sí, competencia, pero al mismo tiempo se reflejaba el compañerismo y, sobre todo, la superación. Es Carros de fuego una oda al deporte (que utilizaron para la entrega de preseas en las Olimpiadas de Londres 2012) y que, como buen espíritu olímpico, disipaba ideologías, razas, credos o estatus en el mejor de los mundos posibles.

Otra estampa, esta sin duda epifánica, incluso en el top cinco, se dio en Montreal 1976 cuando una menudita gimnasta de Rumania, después de un ejercicio en las barras asimétricas, obtenía la calificación perfecta. Nadia Comaneci obtuvo el primer diez en la historia de la gimnasia olímpica a la edad de 14 años (en Tokio 2020, Momiji Nishiya se convirtió en la medallista de oro más joven al ganar en Stakeboarding a la edad de 13 años). La televisión captaba, en efecto, el rostro de una niña muy seria, acaso concentrada en su férrea disciplina que la llevó al podium. Años después sabríamos que tras esa cara adusta en cierta manera se ocultaba o, más bien revelaba, una circunstancia política que distinguió a las naciones pertenecientes a la llamada Cortina de Hierro.

Lola Lafon en La pequeña comunista que nunca sonreía, narra la fugaz vida de deportista de la Comaneci -porque es corta la carrera de las gimnastas-, elevada a la categoría de heroína nacional durante el régimen del dictador Nicolae Ceaușescu, calificado de lo más brutal entre los sistemas totalitarios. En medio de este inflexible culto a la personalidad, Nadia estuvo vigilada por la Securitate del gobierno y asediada, según Lafon, por Nicu, el propio hijo del déspota delirante, como escribió Eduardo Galeano. Comaneci huyó de Rumania por la frontera de Hungría para llegar como refugiada a los EU, donde tampoco le ha ido bien a la Hada de Montreal.

Jordi Soler, en referencia al libro de Lafon, trae a cuento la tragedia de las colegas soviéticas de Nadia. Vera Caslavska acabó liada con la ley cuando su hijo asesinó a su ex marido; Zinaida Zoronina fue esfumándose en un limbo alcohólico, similar al de Tamara Lazakovich, con el agravante de que ésta terminó en prisión; y Olga Korbut, la reina destronada por Nadia en Montreal, fue arrestada en 2002 por robar 19 dólares en comida de un supermercado en Atlanta.

En fin, desde aquella primera edición en Atenas, Grecia, de 1896 hasta Tokio 2020 -salvo  las suspendidas en 1916, 1940 y 1944 debido a las guerras mundiales; y postergada la de 2020 para 2021, por la pandemia de COVID-19-, el espíritu de los Juegos Olímpicos seguirá cumpliendo las funciones imaginarias de un mundo paralelo que opera como acicate de lo que se puede ser. Es el romanticismo amateur contra los vicios del profesionalismo. Es un sacrificio que no busca la recompensa económica. Mientras que en otros espacios hay una exacerbación por ganar, aquí sí basta competir. No hay hipocresía por donde se le busque: los deportistas ganan oro por su disciplina, pero también por sus batallas ciudadanas.

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