Las olimpiadas y el “chillar”
Por Mirna Alicia Benítez Juárez/
Chillar es una palabra “poco afortunada” para iniciar un texto y expresar mi sentir ante la inauguración de las Olimpiadas de Tokyo 2020-21. Lo sé pero … chillé.
Ya pasadas algunas horas, cuando evoco las imágenes, nada más lloro.
Eso no es extraño. Así me sucede ante la inauguración de este tipo de competencias en los últimos 20 años, si bien no fue así en la primera que vi por televisión, la de México 68 y dos o tres más.
No intente sacar cuentas de mi edad, soy modelo clásico 1958 y, casi obvio, tenía 10 años cuando escuché que Enriqueta Basilio encendería el pebetero olímpico y lo inusitado del hecho. (En ese entonces no dimensionaba lo sucedido unas semanas antes, en Tlatelolco y, tampoco, el simbolismo encerrado en esa mujer responsable de encender el fuego sagrado). Pero bueno, mi exaltado espíritu nacionalista –generado por mis padres y mis libros de primaria- se regocijaba al escuchar “el son de la negra” y al mirar esas faldas multicolores de las bailarinas y el traje negro de charro portado por sus parejas. Mi memoria es flaca, en ese y otros sentidos, pero no recuerdo mucho más pues, creo, no estaba acostumbrada a ver televisión pues ese aparato tenía poco de haberse instalado en la sala de la casa y solo la prendía con permiso de los mayores pero, esta mañana -casi madrugada para mí- el escenario ha sido muy distinto. Considero muy probable que muchas personas -en solitario- miráramos el esperado espectáculo ya inmerso en una especie de competencia entre los países responsables de tal evento con la pretensión de demostrar “quién es quién” ante los ojos del mundo. Y así fue a partir de las 6 am en adelante.
No creo necesario explicar por qué esta competencia es distinta a todas las anteriores, tan solo me limitaré a compartir una especie de desolación experimentada por varias razones: el “casi” vacío del estadio; el marchar de delegaciones poco numerosas (aunque permitió una relativa celeridad) y el desconcierto ante su aparición en función de un orden alfabético incomprensible para mí; la historia repetida de los competidores rusos imposibilitados de ir precedidos por su bandera (y los comentarios maliciosos de Niño de Ribera al insistir en el “dopaje de Estado”); y la necesidad de otros deportistas -gratamente cobijados por el Comité Olímpico Internacional- que competirán como parias por razones inhumanas (o tal vez, por razones humanas de grupos muy pequeños representantes de mezquinos intereses).
Como contraparte me reconfortó, y mantuvo pegada a la transmisión, la apreciación del orgullo recorriendo los cuerpos de las mujeres y los hombres que lucharán por ser los mejores en cada una de las pruebas, si no estoy mal, 50 en esta ocasión; el porte –casi retador- de algunos deportistas de pequeños países expresando sus propias realidades en su atuendo, musculatura y algarabía; la alegría por llegar al Olimpo después de años de entrenamiento y renuncia a otras actividades realizadas por casi cualquier persona; el cuidado –hasta donde es posible- para no contagiarse de Covid 19 y perder la gran oportunidad en su vida deportiva (o la vida misma); y la siempre inconmensurable participación de los voluntarios que se suman por la emoción de contribuir a una gesta que sin ellos sería imposible.
Pero lo que hoy me conmovió y me hizo chillar -casi hasta moquear- fue la activación, nuevamente, de las emociones humanas asociadas a la esperanza; a los intentos por buscar la paz mundial –aunque sea durante poco menos de tres semanas-; a la inclusión de los hombres y mujeres viejos; de los humanos con capacidades distintas; del reconocimiento abierto y la aceptación de las distintas formas de amar entre los deportistas y demás personas; del apoyo a los que huyen de sus países por razones de “diversidad”. Todo esto que la mayoría de la gente desea, en cualquier parte del planeta, es lo que me estalla en el cerebro y el corazón ante la posibilidad, real y manifiesta, de poder vivir así cada 4 años (aunque ahora se postergara casi una vuelta al sol). Porque, para mí, eso significa la transportación -por relevos- de la llama que Prometeo les robó a los dioses para que los humanos fuéramos como ellos -veleidosos pero indestructibles- y no pudiéramos matarnos unos a otros. De ninguna manera aspiro a la inmortalidad pero sí a no asesinarnos por razones impuestas por la incesante “necesidad creada” de un consumo absurdo (como el turismo espacial, por señalar el caso más obsceno).
Punto y aparte el espectáculo montado por los japoneses: desde la muestra de su inveterado teatro (muy masculino) contrastado con la maravillosa ejecución –casi irreverente- de una pianista muy joven, o “la representación” de los íconos de las prueban deportivas -en unos cuantos segundos- con un delicado minimalismo y mediante “el hacer” de dos personas, hasta la magia de su portentosa tecnología mostrada con poco más de mil drones “construyendo” el mundo que vivimos o, también, acercándonos a los cantantes de 5 continentes interpretando “Imagina” de Lennon. Después, para regresarnos a la competencia, la antorcha y sus distintos emblemáticos portadores hicieron el recorrido para que, Naomi Osaka –tenista japonesa haitiana- subiera el “monte Fuji” y encendiera el hermoso pebetero. Todo esto, en resumen, es lo que me hace chillar.
Hoy, gracias a mis amigos -a quienes pregunté a quemarropa si ellos también lloraban al ver la inauguración y me dijeron que sí- me atrevo a creer que lo que representa el olimpismo nos mueve –todavía- a muchas mujeres y hombres de buena voluntad.
- A. B. J.
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