Juegos Olímpicos: enredos reflexivos sobre la nación y el televidente

Por Homero Ávila Landa

Los Juegos Olímpicos apelan a nuestras sensibilidades y subjetividades, a los estados psicosociales y sociopolíticos de rango variado, desde lo personal y familiar, pasando por lo comunitario y ampliándose a nuestro lugar en la globalidad. Los esfuerzos físicos, en estos casos, suelen derivar en estado emocionales intensos, ya sea cuando vemos ganar algún competidor con el que nos identificamos (o no, pero empatizamos con su esfuerzo), o cuando alguien pierde en último momento, incluso cuando alguno se accidenta o pierde la clasificación por errores técnicos. En ese sentido, esos juegos unifican no tanto como ciudadanos de los Estados-Nación, sino como miembros de la humanidad.

Esos eventos son de interés de estudiosos sociales, ya que operan como ventanas y formas en que ocurren representaciones, diferencias, desigualdades, luchas y reivindicaciones de las naciones. En este último modo, hemos podido ver, que esos juegos son un sitio donde ciertos mecanismos socioculturales rechinan. Uno de los actuales ocurrió con el skateboarding femenil, disciplina novedosa ganada por el país anfitrión. Según algún medio, practicar ese tipo de patinaje callejero está prohibido y es mal visto, y sin embargo es allí donde Momiji Nishiya de 13 años de edad ha ganado medalla dorada (plata la ganó la brasileña Rayssa Leal también de 13 años, y el bronce Makayama Funa, de 16). La gloria olímpica, en este caso, contrasta una desavenencia, digamos cultural, entre lo prohibido o moralmente condenado y lo legítimo en Japón, vehiculado por sus nuevas generaciones portadoras de otras visiones del deber ser y del mundo; una lucha simbólica entre jóvenes y adultos.

Desde luego, este no es el único caso donde los juegos presentan las culturas nacionales como no armónicas, sino como áreas de conflicto; incluso como oportunidades de manifestaciones políticas. En estos juegos, más que nunca, me parece, están siendo lugar de reflejo de luchas sociales, de ambientes culturales tensos y de agendas políticas varias. Hemos podido ver las polémicas por el uso de uniformes que sexualizan a competidoras; la crítica de una atleta a un competidor por su forma de vestir no masculina; la demanda simbólica por la no discriminación; la puesta en tema público de la salud mental que conlleva la alta competición; la aceptación honorable de empatar y compartir el oro; el desdén a símbolos anteriormente representantes de lo sagrado; la fuga de entrenadores y competidores que buscan participar y destacar fuera de sus lugares de origen; además de las historias constantes de atletas económica e institucionalmente muy limitados, que a pesar de no ser apoyados sino maltratados, orgullosos financian su entrenamiento y compiten por sus amados países, alcanzando ocasionalmente formas de heroicidad inherente a las medallas que quizá no se entienden en naciones hegemónicas en estas competencias.

En la escenificación olímpica se transmiten sentidos sobre un orden social externo, entre las naciones, que hacen parte de nuestro entendimiento del mundo a partir del deporte; y hay también un ordenamiento de la subjetividad individual desde, o alrededor de, esos juegos. Por una parte, aún refieren a la idea de que el deportivismo une al mundo, donde toda nación tiene el mismo valor o reconocimiento y oportunidades de ganar; son la muestra del concierto de las naciones. Es quizá donde la ONU está más cerca de ser. Pero en cuanto a construcción de subjetividades y de imaginarios nacionales de y entre las naciones, lo que se genera es una especie de afirmación de la superioridad y hegemonía de algunos países en el mismo concierto mundial; y en contraparte, abonan a un orden internacional donde la mayoría de países ocupan lugares subalternos. El orden geopolítico, parece muchas veces, reflejarse en las Olimpiadas; pero no en todos los casos, como podemos ver en la pista de atletismo.

Aremi Fuentes debutó en unos Juegos Olímpicos en Tokio 2020. Cortesía: Aremi Fuentes / Twitter

Las olimpíadas nos convocan aún a un mundo organizado/divido en naciones; por su parte, el Estado-Nación, aunque destejido, aún sostiene su función ordenadora, contenedora, legalizadora. Todavía tiene lugar relevante en luchas sociales, en la construcción de sentidos, discursos y prácticas institucionales de lo nacional. Por eso molesta el asunto de los uniformes desechados, la fuga de atletas medallistas, las fotos de jugadores con el uniforme del equipo de la liga y no con el de la selección… Es evidente que el nacionalismo en el deporte no ha desaparecido. Está en revisión, en reformulación, en adecuación y cambio.

 

Mediaciones desgañitadas del deporte/la nación

A lo largo de la historia muy poca gente ha podido asistir a unos juegos olímpicos. La mayoría los hemos visto por televisión y leído por la prensa tradicional, y ahora también podemos seguirlos a través de medios electrónicos. En mi caso, sigo teniendo la tele prendida en los canales 5 y 7 donde dan resúmenes cada vez más pobres de lo que acontece en los juegos. Allí, se muestran cada vez más desgastados en su forma de mediar ese evento; sobre todo por no tener los derechos de transmisión. Su alternativa ha sido ofrecer demasiadas barras de humor chocante y cápsulas culturales insulsas, muy parecidas entre una y otra televisora.

En mi experiencia, seguir a la delegación nacional por la televisión abierta es, las más de las veces, fastidiosa. No tanto por los atletas, sino por las mediaciones que siguen atadas al discurso patriotero mexicano. En específico, en TV Azteca sus comentaristas fijos gritan cada jugada, y más si nuestros competidores van claramente perdiendo en sus pruebas (Terrible situación para los especialistas invitados; siempre serenos). “Porristas”, les ha dicho Luis García a Enrique Garay y Antonio Rosique, pues pierden total objetividad (si alguna vez la han tenido) y terminan convirtiendo en fantasías lo que es evidente para los televidentes. El insistir que un competidor notoriamente errático va a remontar, es faltarle a la evidencia; es tratar de sostener una “emoción positiva” sin asideros, es jugar al adivino de la contradesgracia, es invitar a unirse al club de los optimistas irracionalmente. Allí, los narradores se erigen como pésimos psicólogos, como amortiguadores de la cruda realidad que quisieran modificar a grito pelado. En cierto modo, son sostenedores de la mexicanísima “¡Viva mi desgracia!”, pues ante derrotas definitivas, siempre queda el orgullo mexicano, lo luchadores que somos por cuestiones de raza e historia adversa; perder escandaliza, pero entraña esperanzas para el próximo suplicio.

Cuando las delegaciones ofrecen resultados tristes, nuestros comentaristas se alteran aún más y se presentan como críticos y demandan a las autoridades un sistema deportivo de calidad; siendo que son la mediocridad misma y promotores de esa subjetividad nacional subalterna  que, “ahí pa’la otra”, alcanzará el Olimpo. El país no es mejor si gritan ensordecedoramente, las revanchas de la vida -deportivas o cualesquiera- no es la histeria amplificada, el autoengaño ni el revanchismo emocional. Eso ha sido especialidad de los políticos del deporte. Los ciudadanos y televidentes merecemos mejores medios y mediaciones. En esto, es evidente es la alternativa de Claro Sports en estos juegos.

Cada cuatro años olímpicos, reafirmamos nuestra falta de organización del sistema deportivo, la corrupción en varias federaciones, la discontinuidad de programas, el pobre relevo generacional… Pero también, cada ciclo olímpico renueva posibilidades de mejora, nuevas chances para demostrar avances en lo deportivo; y volvemos los televidentes condicionados, construidos ya como aficionados eternos, a esperar las medallas que nunca llegarán. Volvemos a esperar “de México” un resultado ejemplar; y si no, al menos a desear que ganen países de la región; o ya de perdis que triunfen países no política ni económicamente hegemónicos.

 

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