Sombras del Bicentenario El mito de la excepcionalidad costarricense a contrapelo


De moles y demoliciones.
Fuente: Eugenio García (@EugenioGarciaFoto), 10 de noviembre de 2021, https://www.facebook.com/EugenioGarciaFoto/photos/a.673517849361151/4557265874319643/

Por Dra. Laura Álvarez Garro[i]

Discutir el estado de cosas que enmarca la conmemoración del Bicentenario de la independencia en la región, y en particular, en Costa Rica, supone ir más allá del lugar común que quiere observar en el país la excepción de la región centroamericana. Implica reconocer que estas odiosas comparaciones funcionan como un espejismo, que oculta y distorsiona la experiencia concreta, a la par que fortalece una construcción mítica nacional que impide observar los problemas y retos que tenemos como Estado. Si bien el Bicentenario se conmemora en el Triángulo Norte en medio de brutales condiciones políticas y socioeconómicas, junto con Nicaragua y El Salvador presentando derivas dictatoriales; el hecho de que las circunstancias en Costa Rica sean diferentes, no significa que se tenga que suspender el pensamiento crítico en aras de proteger una imagen idealizada y así, contribuir al desconocimiento o minimización de los riesgos que penden sobre nuestra vida política y social.

Por esta razón, y en aras de evitar en estos lugares comunes, a continuación expondré algunos de los principales retos y problemas que estamos enfrentando, no solo en términos de la democracia como forma de gobierno, sino en términos de la fragilidad del lazo social.

Es de sobra conocido que el país ha construido una narrativa histórica nacional bajo la cual nos identificamos como democráticos, entendiendo la democracia desde una mirada bastante reducida: el ejercicio democrático se limita a la participación electoral y al respeto de los derechos civiles y políticos de primera generación. Ahora, si bien es claro que este escenario es favorable si se compara con otras experiencias políticas, el resultado de esta operación comparativa es pernicioso e impide mirar más allá de la superficie del fenómeno.

Sin ahondar mucho en la experiencia histórica particular, es claro que Costa Rica no puede ser pensada fuera de las grandes turbulencias que acompañan los procesos políticos y sociales en el mundo. El rechazo a la diferencia, el creciente aumento de movimientos y partidos con plataformas explícitamente xenofóbicas y machistas, la criminalización de la protesta, el aumento exacerbado de la desigualdad económica, agravado severamente por la pandemia, son fenómenos que están presentes en nuestro país. En medio de todo esto, la presencia cada vez más visible del discurso religioso en el escenario político enciende las alertas. En otras palabras, a nivel local se reproducen las contradicciones políticas y sociales que han generado que, en buena parte de las democracias, el discurso religioso parezca imperar y cuestionar los imaginarios modernos ilustrados.

Esto fue particularmente palpable en las últimas elecciones. Si bien el candidato que encarnó este movimiento, Fabricio Alvarado, perdió por amplio margen en la segunda ronda, esto no derivó que en términos sociales y culturales su discurso haya perdido fuerza. La presencia constante de discursos religiosos en el marco de la Asamblea Legislativa da cuenta de esto. Las amenazas constantes contra los derechos de las mujeres, de poblaciones LGBTI+ y poblaciones minorizadas, indican la presencia de ideas que afirman una aparente superioridad masculina, blanca y heterosexual; las cuales, a su vez, están siendo apoyadas por amplios sectores de la población.

Lo anterior se vio evidenciado a través de los resultados que arrojó una investigación reciente sobre el proceso electoral[ii]. En ésta se hicieron entrevistas a profundidad a más de 200 personas a lo largo del territorio nacional, con hallazgos perturbadores. El primero, es que existe una profunda fisura entre los representantes y sus representados. En general, la ciudadanía observa con profundo desencanto lo que identifican de forma amplia como “la política” o “clase política”. Consideran que han sido “olvidados”, “abandonados”. Esto es particularmente visible en las zonas rurales y en las costas, sectores que han padecido la negligencia histórica de un Estado que se dirige mayoritariamente a administrar el Valle Central, donde están las principales cabeceras de provincia. Ahora bien, esto no ha tenido por consecuencia un aumento considerable en los niveles de abstención electoral, justo por la profunda asociación que existe entre una supuesta identidad nacional y la democracia, lo que tiene por efecto que se siga votando, en tanto, se considera un valor moral. No obstante, no podemos saber con certeza si este sostén mítico seguirá funcionando si las condiciones de existencia siguen empeorando. Los sonados casos de corrupción de los últimos meses pueden contribuir al aumento de la erosión en la confianza al sistema.

En segundo lugar, frente a la ausencia del Estado, muchas de estas personas han acudido a las iglesias, en particular las de corte neopentecostal, no solo para recibir servicios, sino para encontrar algún sentido a las circunstancias vitales que les atraviesan. Es importante destacar que esta presencia de lo religioso en lo político no es novedosa, porque a lo largo de la historia la democracia en el país se ha representado como cristiana, y como es de conocimiento público, somos uno de los pocos países en el mundo con religión oficial – la católica –; empero ahora parece adquirir mayor fuerza en el debate público, de la mano de posiciones de corte conservador en materia de Derechos Humanos (DD. HH). Un ejemplo claro de lo anterior, fue la estrategia discursiva sobre la cual Fabricio Alvarado basó su campaña política en el 2018, focalizada en la oposición al fallo de la Corte Interamericana en Derechos Humanos (CIDH) que garantizaba el matrimonio igualitario y el respeto a la identidad de género, asunto que lo llevó inclusive a plantear como objetivo de gobierno el retirarse de la Organización de Estados Americanos (OEA).

Finalmente, se encuentra que los afectos que enmarcaron la experiencia electoral fueron hostiles: apatía, enojo, tristeza. Este último aspecto alerta, dado que parece mostrar que hay una desesperanza aprendida: todo va a seguir igual, nada va a cambiar, lo único que puedo hacer es sobrevivir. No se identifica ninguna posibilidad real de injerencia o acción por parte del pueblo en la toma de decisiones. De esta forma, en general se observa una profunda desafección con respecto a la vida política, un rechazo a la participación y, por tanto, una gran ausencia de propuestas de articulación comunitaria y social.

En suma, estos tres grandes rasgos dan cuenta de condiciones mínimas para que haya un mayor deterioro a lo interno de la democracia como forma de gobierno y, con esto, que se abra la puerta a tendencias de corte autoritario en el país. La popularidad que han alcanzado candidatos que apuestan por emular acciones al estilo Jair Bolsonaro, Nayib Bukele, o más recientemente, José Antonio Kast, da cuenta de lo anterior.

Así, los 200 años de vida independiente llegaron marcados por décadas de abandono y exclusión social, condiciones agravadas sustancialmente por la pandemia; en conjunción con una clase política que parece haber perdido el interés por establecer vínculos con sus representados, y por ende, con pocas posibilidades para escuchar las múltiples demandas políticas y sociales de su ciudadanía. Estas sombras parecen opacar el futuro y dibujan un horizonte incierto, con lo cual las posibilidades para un escenario con mayores niveles de conflicto están abiertas.

[i] Psicoanalista. Doctora en Humanidades con énfasis en Filosofía Política y Moral. Profesora en investigadora del Instituto de Investigaciones Filosóficas (INIF) y del Centro de Investigación y Estudios Políticos (CIEP), la Universidad de Costa Rica. Colaboradora del Observatorio de las democracias: Sur de México y Centroamérica.

[ii] Laura Álvarez Garro (ed), Imaginarios, subjetividades y democracia. (San José: CIEP/UCR, 2021).

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