Las guerras necesitan motores y gasolina, la paz solamente una bicicleta

Cortesía: Bicimovilízate.

Por Rogelio Ramos

A todas y todos los que padecieron los hechos violentos en San Cristóbal de las Casas el 14 de junio de 2022

 

“Siempre que veo a un adulto encima de una bicicleta

 recupero la esperanza en el futuro de la raza humana”

H.G. Wells

 

Matar la ciudad

Vivía en Michoacán cuando ocurrió la que más tarde fue conocida como la “primera muerte del Chayo”, un lugarteniente mafioso que lejos de haber caído abatido aquella infame tarde de diciembre de 2010, ordenó, como reacción a los intentos institucionales de captura, un despliegue criminal que paralizó prácticamente todo el territorio estatal. La Morelia de aquella noche era un sepulcro, sus calles estaban convertidas en corredores de silencio, flageladas por detonaciones dispersas, aturdidas por humaredas de vehículos en llamas y sumidas en un miedo colectivo que podía palpar desde mi bicicleta mientras pedaleaba a casa.

La tarde del 14 de junio de 2022 en San Cristóbal de las Casas me revivió todo aquello. Incluso la lluvia que se alargó hasta el ocaso se sintió distinta, al parsimonioso bisbiseo con el que el agua se suele desprender del cielo estimulando la vida en los bosques de los Altos chiapanecos, lo reemplazó un manto gélido que cayó como plomo sobre los viejos tejados del pueblo. El ánimo mismo de los habitantes se percibía como poblado de nubarrones, en una noche que, como escribió un poeta, pareció desplegar sus sombras para cubrir delitos.

Es desconcertante ver a Chiapas contagiarse de esa violencia criminal que acecha con cada vez mayor inquina la vida pública de sus sociedades, que padecen impotentes la pérdida de los bienes comunes. Porque, si bien detrás de hechos como el de la zona norte en San Cristóbal resta aún mucho por desentrañar, en el estruendo de las balas hay al menos un mensaje bastante claro: cuando se usa a las calles como campo de batalla, lo que muere primero es la ciudad.

Ahora bien, si a esa forma de matar a la vida pública sumamos otras que están también en curso, como la contaminación ambiental, la inseguridad pública, la pérdida del patrimonio ecológico, el tráfico creciente, la falta de empleos, la exclusión social, etc., tenemos como resultado a una ciudad en vilo, aniquilada lentamente no sólo desde las organizaciones criminales sino desde las formas en que la habitamos, basadas en buena medida en la adopción de lógicas y tecnologías que hoy se nos revierten a costos alzados.

 

Los rostros del crimen motorizado

El fortalecimiento de la organización y poder de fuego de las mafias locales no es una cuestión desligada de los modelos de desarrollo bajo los que se ha ordenado el aparente progreso y la vida urbana de nuestras ciudades. Por el contrario, la dinámica actual de las calles, determinada sobre todo por los intereses del mercado y autoridades cómplices, ha proveído muchos de los medios que el crimen requiere para su expansión.

Para peatones y ciclistas, por ejemplo, el zafarrancho de la zona norte de San Cristóbal podría considerarse como una más – una especialmente brutal – de la larga lista de violencias que ya nos hace padecer cotidianamente el sistema de movilidad local. O, dicho de otra manera, podríamos presentar lo que ocurrió como el corolario de los múltiples costos de tener un desarrollo urbano profundamente excluyente. Porque, a fin de cuentas, tampoco se pueden ignorar las facilidades que los desarrollos urbano y tecnológico centrados en el uso del vehículo particular le han abierto a la delincuencia organizada. No hay en realidad que profundizar mucho en ello, está a la vista de todos, es incluso expuesto en series y productos de cine o televisión: a nivel material el crimen organizado tiene como precondición para su existencia la motorización. Es decir, los sistemas de movilidad basados en energías fósiles representan uno de los sustratos en donde germina también la gran delincuencia.

Para confirmarlo en nuestra realidad local basta echar una mirada a lo ocurrido el 14 de junio. El grupo criminal más despreciable, principal protagonista de los eventos de ese día, se mueve en motocicletas que suelen no observar ordenamiento de tránsito alguno; las calles fueron bloqueadas usando tráileres; los líderes se movían por los alrededores en autos desde los que amenazaban a los demás conductores; se usó gasolina para dar fuego al auto sobre la carretera a Chamula; el lugar – ya tradicional – de congregación criminal es un estacionamiento, un espacio pensado para albergar máquinas más que personas. Es decir, con excepción de las armas, la infraestructura material del conflicto la puso la ciudad.

No estoy diciendo que tendríamos que erradicar por completo al automóvil o a las motocicletas de las ciudades, pero sí que, sobre todo en lugares como San Cristóbal, podemos utilizarlos de forma mucho más inteligente, pensándolo también como medida de prevención ante el fenómeno de la violencia. De la misma forma en que a un bosque no le hace falta la instalación de bombas para producir oxígeno, tampoco se necesitaba atiborrar de vehículos de combustión un lugar en donde ya era fácil moverse mediante otras formas. Habitamos una ciudad de distancias cortas, en donde, de recuperar las condiciones adecuadas, las personas podrían rodar, pedalear o caminar sin mayor problema como la gente lo hizo por muchos años. Tampoco estoy diciendo que hacer esto último solucionará de una vez para todas los problemas actuales de la ciudad, pero sí afirmo que el darle a un pueblo la posibilidad de desplazarse de forma segura, sostenible e incluyente abre posibilidades para la convivencia social que redundan en una mayor seguridad.

Esperar a que esto suceda mientras se mantiene un sistema de movilidad centrado en el uso del vehículo de motor particular no es sólo improbable sino ingenuo. El automóvil, hay que decirlo, nunca ha sido una herramienta para la convivencia o el fortalecimiento comunitario; se trata, por el contrario, de un objeto diseñado desde las lógicas económicas del individualismo, el poder y el control. El estudio del urbanista Donald Appleyard en San Francisco fue revelador en este sentido, en él se demostraron dos cosas fundamentales: 1 entre más vehículos tiene una calle más desagradable y peligrosa se vuelve; 2 el tráfico motorizado mata las relaciones sociales, por lo tanto, entre menos autos hay en una calle es más fácil hacer amigos.

Por lo demás, pensando en la relación entre las formas de movilidad y la inseguridad, hasta la fecha no he oído de algún disturbio ciclista armado, o de un grupo delincuencial que se mueva en silla de ruedas, y sí en cambio con mucha frecuencia de agresiones en motocicletas, de camionetas en caravana amedrentando pueblos y ciudades, de furgonetas traficando armas, de camiones transportando cadáveres, etc., etc., etc.

Esa que nos han vendido como “ciudad moderna”, y que profesa devoción a un símbolo de estatus tan probadamente ineficaz para la movilidad como el automóvil, se rige por reglas que hacen de este vehículo el jerarca indiscutible de la vía. Hoy, cuando vemos a los criminales valerse de esa hegemonía de los motores para embestir la vida pública, podemos por tanto pensar que el auto no es ya solamente ese cigarrillo, como dice el urbanista Jaime Lerner, que mata lenta y cotidianamente a la ciudad, sino que también, con las condiciones sociales dadas, puede ser el verdugo que la guillotina intempestivamente con unos cuantos pisotones al acelerador mientras empuña un arma.

Continuar ignorando la necesidad de tener espacios urbanos accesibles y transportes públicos de calidad, manteniendo en contrapartida el impulso irresponsable al uso irrestricto del vehículo de motor particular, seguirá, por su insostenibilidad inherente, encaminándonos como ciudad a la inhabitabilidad a la que ya nos dirigimos. Si a esto además sumamos las facilidades que, en el contexto actual, el sistema vigente de movilidad abre a la delincuencia, estamos entonces acelerando ese paso al colapso. Ya sabíamos que el automóvil es uno de los medios en que viaja la crisis ambiental, el deterioro en la salud pública, hoy nos consta que también el terror y la inseguridad lo hacen. ¿Qué otros elementos necesitamos que se acumulen para sentarnos a discutir seriamente si son más los beneficios o los males que el abuso del automóvil particular ha traído a ciudades como la nuestra y empezar a proponer soluciones de fondo?

 

Contra el crimen motorizado, una paz pedaleante

En estas circunstancias, no es una exageración decir que desde los pedales de las bicicletas se alcanza a vislumbrar una ciudad que no se ve desde el asiento de un automóvil. Y ante el desmoronamiento de la ciudad, esta tiene hoy en sus ciclistas uno de los pegamentos sociales más efectivos. Sacar su presencia a relucir es importante porque en términos de movilidad la bicicleta es una solución democrática y sostenible, pero, sobre todo, en el contexto actual, también porque es una opción de paz.

Lo es, porque Impulsar el uso de la bicicleta desde las políticas públicas reduciría los espacios para la velocidad, que hoy es aliada del crimen, pero, principalmente, porque en un sentido más profundo su operación en sí misma constituye una respuesta antagónica a la violencia perpetrada cotidianamente desde los clanes motorizados, usuarios de tecnologías que individualizan, contaminan, ensucian, aplastan, estorban y matan. El ciudadano pedaleante en cambio, incluso sin saberlo, no es perpetrador de una movilidad que amenace las fuentes de las que se alimenta la vida de la ciudad. Por el contrario, su desplazamiento es un noble y sutil performance de armonía, que no busca imponerse sino amoldarse a los entornos.

Y por eso a episodios como el de la sublevación criminal del 14 de junio, que parecen encaminarse a dominar el espacio público, es factible destacar, para alimentar la esperanza, ejercicios ciudadanos como el que días antes protagonizaron cientos de personas de todas las edades, géneros y sectores sociales, que, en un paseo ciclista multitudinario, también tomaron por asalto las calles de la ciudad. Este, que empezó como una rodada para celebrar el día mundial de la bicicleta, terminó convertido en una entrañable interacción entre las personas en bici y un pueblo que a su vez sacó a relucir lo mejor de sí, colmándonos de sonrisas, saludos, fanfarrias y hasta claxonazos festivos y amistosos.

Muchas ventanas y puertas se abrieron esa tarde para ver de cerca la caravana, vendedores, empleados, señoras, niñas, viejos, muchachas, artesanos, turistas, caminantes con sus perros, y un largo etcétera de personas celebraron el paso del contingente. Sus vítores, seguramente, más que para el grupo rodante lo fueron para aplaudir la atmósfera de familiaridad y armonía que entre todas y todos pudimos devolverle, por unas cuantas horas, a un pueblo que entre sus recuerdos más nostálgicos tiene también el de un pasado bicicletero no muy lejano.

Para los tiempos de violencia que vivimos, esa rodada fue la prueba de que la tranquilidad podría ser un ejercicio cotidiano susceptible de fortalecerse si existieran las voluntades políticas. Fue la comprobación de que la ciudad es un ser vivo que responde a estímulos, y cuando se le interpela desde una multitud no motorizada, esta despliega sus colores a la manera de los pavorreales y entrega sin reserva sus aromas a dulce y a café, su música, las risas de sus habitantes y los ladridos de sus perros. Hay ahí pues un poder curativo silencioso que la ciudad libera cada que nos movemos de formas que nos permiten convivir. Y por eso, en tiempos de guerra y violencia fratricida, en que las tecnologías son usadas para infligir la mayor cantidad de miedo y daño posible, una persona en bicicleta no es solamente un ciclista, sino también un augurio de paz.

 

Imaginar soluciones rodando lluvia adentro

La tarde del 14 de junio estaba parado bajo un denso aguacero a pocos metros de un auto en llamas que minutos antes había servido como barricada de uno de los grupos armados de la batalla. Mientras contemplaba la escena, tres trabajadores en bicicleta descendían, cautelosos, por la carretera hasta llegar cerca del fuego. Luego de detenerse unos segundos, entre la zozobra y la lluvia, bordearon el vehículo y el siseo de su pedalear continuó su camino. Ahí va ya un poco de antídoto corriendo por las arterias envenenadas de la ciudad; no bastará, la han dejado malherida, necesitamos más, muchas más bicicletas en sus calles, me dije mientras montaba a la vez la mía para regresar a casa.

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