El murmullo de las bicicletas

Foto: Rogelio Ramos Torres

“Allí, donde el aire cambia el color de las cosas,

donde se ventila la vida como si fuera un murmullo.”

Juan Rulfo

Lo declaraban los sociólogos ya desde la mitad del siglo pasado, el automóvil simboliza el triunfo del objeto sobre el espacio. Se trataba, decían, de un simbolismo contorneado por una industrialización feroz como el rugido mismo de los motores, cuyo avance tuvo en la máquina y en el petróleo las espadas a blandir sobre una naturaleza que debía de ser dominada como prerrequisito para el progreso.

Los artífices de la tecnologización nos dijeron, entonces, que los desiertos, las montañas, los descampados, eran páramos que convenía colmar de asfalto para mejorar la conexión entre las personas. Irónicamente, la “petrolización” de los caminos contribuyó a la disolución de un nexo más básico, el que conecta a lo humano con el resto de las formas de vida en su entorno, un nudo simbiótico y milenario sin el que la evolución de la vida no puede explicarse. Ese lazo existencial, era particularmente estorboso para un proyecto modernizador cuyo único interés sobre la naturaleza era el de convertirla en fábrica. Una de las guillotinas de ese nexo fue la velocidad, la abrumadora fuerza de asalto con la que la mecanización del mundo puso a la naturaleza de un lado, y a los seres humanos del otro.

Con ingredientes como la velocidad, se consiguió que el contacto de las personas con la naturaleza estuviera cada vez más supeditado al uso de los dispositivos y de los materiales del industrialismo. De pronto, las rutinas cotidianas se enclaustraron entre muros de concreto, la vivienda se convirtió en frontera y los desplazamientos se encapsularon. Nacía, así, una cultura del embalaje que se estrenaba colocando a los seres humanos en envoltorios impermeables.

Ese aislamiento, alimentó las brechas materiales e ideológicas, necesarias para abstraer a las personas de sus entornos y reducirlas, como escribió Sábato, a funcionar como engranes de la gigantesca maquinaria del capitalismo moderno. Pero, en este caso, el “divide y vencerás” tuvo además un correlato biológico, algo que los ecólogos Omar Giraldo e Ingrid Toro describen como el accionar de un freno que inhibe el contagio empático de la vida. Esto ocurre, en su opinión, cuando se coarta la posibilidad de tocar y dejarse tocar, de que la materia pueda sentir a otra materia, de que un mensaje emitido por un cuerpo sea captado por otro cuerpo. El distanciamiento físico, fue el sustrato donde germinaron valores como el individualismo, el privilegio, la competencia y el consumo, que llevaron al triunfo del proyecto modernizador capitalista, el cual, tuvo en aspectos como el de la propagación del coche particular, o el automovilismo de masa – como lo llamaba André Gorz – su corolario.

Actualmente, el desgaste de esos modelos ha dado pie al surgimiento de formas alternativas para satisfacer las necesidades humanas, entre estas la de movilidad, protagonizada, sobre todo en los contextos urbanos, por un uso creciente de la bicicleta. En esta, viajan también hoy un buen número de mensajes con una importante carga simbólica.

Entre estos, está lo que ya no se puede negar. El uso de la bicicleta es una de las reacciones más racionales posibles ante modelos urbanos manifiestamente agotados, que tienen en los sistemas de movilidad el mejor reflejo del desinterés de los gobiernos, para contrarrestar los impactos de industrias rapaces, como la automotriz y la del cemento, que son en enorme medida responsables del orden que hoy nos tiene en el quicio del abismo.  Ante esa debacle, la bicicleta ha emergido como una silenciosa crítica a un estilo de vida que muestra signos de agonía, como la hereje insumisa que sin invitación se coló a los templos del credo automovilista para desacralizarlo, para oponerse a sus estertores humeantes y a sus ansias dictatoriales.

En esa faceta, la bicicleta se erige como símbolo de lucha en la defensa del mayor de los bienes comunes, la ciudad. A esa disputa, entra por la puerta grande ondeando el estandarte de la desaceleración, un argumento armónicamente alineado con los postulados del decrecimiento, esa filosofía que busca erradicar la idea de que crecer – económicamente – es igual a mejorar. Esta idea, dicen los exponentes del decrecimiento, es responsable de haber enriquecido minorías a cambio de haber endosado al resto costos como el de la mala salud, los horarios extensos de trabajo, la congestión vehicular y la contaminación en las ciudades. Tal como lo proponen los ideólogos del decrecimiento, quien monta una bicicleta no aspira a hacer menos de lo mismo, sino a hacer, en esencia, lo mismo con menos.

La locomoción ciclista, es, por tanto, en sí misma, un acto que replica la premisa toral para decrecer: “no se busca hacer esbelto al elefante, sino convertirlo en caracol” (Kallis, Demaria, D’Alisa). Esa reducción es pertinente, no solo porque los saldos del aceleramiento de la producción y el consumo los medimos hoy en imecas, en ríos muertos e innumerables problemas sociales, sino porque esos procesos se alimentan también de la velocidad que nos insensibiliza y aísla material e ideológicamente. Esto quiere decir, que la catástrofe civilizatoria en curso funciona también mermando las capacidades que le permiten al ser humano hilvanarse en comunidades, conformar bloques de fuerza ante las amenazas y compenetrarse a niveles que aseguren la preservación de la vida.

Ahí reside, quizá, la parte más trascendente del florecimiento de la bicicleta en los ámbitos urbanos, pues el pedaleo interrumpe las dinámicas de guerra que los modelos capitalistas le han declarado a la naturaleza, para relanzar no solamente los puentes que permiten el regreso de las personas a esta, sino las capacidades de conexión inherentes a la corporalidad. Se integra, de este modo, la potencia del cuerpo al proceso de resistencia, y haciendo eco de una de las sugerencias de los ecólogos (Toro y Girlado), la sensibilidad, las emociones, la estética y la empatía aparecen conformando la primera línea de batalla. En la opinión de los investigadores antes citados, sólo así se puede actuar en contra de la destrucción planetaria desde su medula misma.

En ese sentido, la bicicleta es el caracol de los ideólogos del decrecimiento, la vida bajando sus revoluciones para reconectar con la vida, las personas renunciando a la cultura del embalaje, y reapropiándose de la posibilidad de experimentar el mundo sin intermediarios, valiéndose de sus propios sentidos, de sus propios sistemas de conectividad. El pedaleo se convierte, de este modo, en la flama útil para la explosión de todas las posibilidades presentes en la esfera de lo sensible. Sobre el sillín, las células del ser humano se sumergen en el imperio de los elementos y reaccionan al tictac de los relojes biológicos de los demás seres vivos. En el desplazamiento sin coberturas, la química del cuerpo estalla y el chispazo ilumina las conexiones con el universo, haciéndolas perceptibles. Las personas se redescubren entonces como parte de una constelación de seres sintientes y actantes que dialogan, que intercambian mensajes, ensanchando, así, una sensación de familiaridad, de pertenencia, de arraigo, que sería imposible desde la cabina de un automóvil.

Quien pedalea no necesita, para moverse, arrasar con lo que tiene enfrente, derribar árboles, aplastar animales o personas, ni vaciar sobre el terreno toneladas de concreto o regular artificialmente las temperaturas. Por el contrario, todos esos aparecen tras el manubrio como elementos con los que se puede convivir y negociar sin que esto implique su eliminación. La bicicleta crea, de esta forma, territorios en los que personas y naturaleza no se encuentran en dos polos distintos y distantes, sino en planos en los que diferentes formas de vida coexisten y se interconectan permanentemente.

En términos sociales, propiciar ese tipo de contactos, se traduce en acercamientos interpersonales que suceden no desde el privilegio o la protección que ofrecen los empaques o los dispositivos mecánicos, sino desde los rasgos más básicos que nos distinguen como humanos, desde la fragilidad corporal, desde los frentes vulnerables. En esa cercanía, aumentan las posibilidades de que las personas se reconozcan como similares, y, por lo tanto, de agruparse en esquemas en los que el “nosotros” alcance la potencia suficiente para desplazar al hoy omnipresente “yo”, que es punta de lanza en la avanzada capitalista. Es decir, la bicicleta propicia interacciones horizontales, y por eso se convierte en un objeto sumamente amenazante para las racionalidades basadas en la individualización y el escalonamiento social. Por esa misma razón, su promoción se atora en la garganta de los apetitos neoliberales, que se nutren de la verticalización de las relaciones sociales y del fomento de valores como el de la búsqueda del éxito personal.

Como emisario de este tipo de mensajes, capaces de revertir varias de las inercias que nos arrastran hoy al despeñadero, la bicicleta es un instrumento revolucionario políticamente inflamable. No es casualidad, después de todo, que algunas miradas desde, por ejemplo, la ecología política, ubiquen a los movimientos ciclistas urbanos junto a otros de destacada profundidad crítica, como el de Yasuni en Ecuador, cuyo lema de combate es el de “dejar el petróleo en el suelo”, o como aquel que en algunos lugares del mundo anglosajón se conoce como Guerrilla Food Gardening, que impulsa la siembra anárquica de alimentos o flores en espacios públicos. Es decir, al activismo ciclista se le llega a ubicar como una expresión disidente, capaz de resquebrajar los modelos de territorialización depredadores, industrialistas, capitalistas y patriarcales impuestos desde arriba.

Por todo eso, la proliferación de bicicletas en ciudades de nuestro país y el mundo puede ser también interpretada, a nivel simbólico, como el de una humanidad que busca la recuperación de su esencia entre los pesados polvos del industrialismo. El académico mexicano Víctor Toledo sostiene que no fue fugándose de la naturaleza que el ser humano se afirmó como tal, al contrario, fue en el encuentro y en la fusión con los ecosistemas que lo rodeaban, que este logró trascender material y espiritualmente. A ese regreso, contribuye hoy, modesta pero eficazmente, la bicicleta.

De ahí que el nuevo mensaje que emite el creciente número de ruedas sobre las baldosas de las ciudades sea, fundamentalmente, un clamor de simplificación de las cosas. Un lance que no está necesariamente inscrito en la conciencia, sino en impulsos vitales, en la pulsión natural de capacidades humanas innatas, que se despliegan como lo harían las alas de un ave que estrena su libertad luego de un largo periodo en cautiverio. El ser humano al manubrio es el pregón de una naturaleza – humana – que defiende su equipamiento biológico más elemental, y que no está dispuesta a ser solamente espectadora en el proceso de diseño y construcción de un mundo que sabe también le pertenece. No busca, en suma, triunfar sobre el espacio, sino preservarlo.

En todo caso, el de las bicicletas no es un mensaje estridente como aquel con el que los motores proclamaron su victoria. Es, más bien, un tenue siseo que nace en los giros del pedalier y se expande entre el coro de voces del entorno, es un mensaje suave, como el del soniquete de la abeja que ronda el girasol, semejante al gimotear del agua penetrando la tierra. Es, apenas, un murmullo, sencillo pero vibrante como el aleteo del colibrí en cortejo, que agita su digna y refulgente pequeñez para anunciar que, contra toda adversidad, la vida puede seguir abriéndose paso.

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