Algodones en primavera

Niña con flores amarillas / Diego Rivera

Doña Cristina se levantó temprano, como solía hacerlo todos los días. Se asomó al calendario y revisó que se acercaba la Semana Santa. De no haber visto el calendario ni en cuenta de la fecha; entre el ajetreo cotidiano de la tienda de abarrotes que tenía, la visita de sus hijos, las nueras, las nietas, los nietos, las charlas con sus comadres y las reuniones de asamblea en el barrio, la vida se le iba.

Antes de abrir la tienda, tenía como su ritual de la mañana ir a regar sus maceteras y los árboles que tenía en el patio. Alberto, su hijo menor, le había dicho en más de una ocasión,

—¿Ya tomó su café con pan? Dele apapacho a su estómago y luego riega sus maceteras.

Ella solía responder,

—¡Ay hijo, ellas también tienen sed! No me tardo nada regando, además eso me da mucha felicidad.

Ese día no fue la excepción. Después de regar las maceteras y los árboles observó que había mucha hojarasca, propia del cambio de hojas que suelen hacer los árboles previo a la primavera. Se dispuso a barrer el patio, se dio cuenta que no solo era hojarasca sino también los algodones que solía desprender el árbol de pochota que había en la casa de unos vecinos. En lugar de colocarlos en la bolsa de la basura decidió que esa hojarasca y algodones fueran para la composta que tenía en el árbol de guayaba y de flor de mayo.

Uno de los algodones se escapó sutilmente, pasó frente a los ojos de doña Cristina y tomó su rumbo, elevándose hasta que ella lo perdió de vista. Mientras lo observaba, vino a su mente cuando era niña y contemplaba con mucho asombro el árbol de pochota grande y frondoso que había cerca de su casa. Justo en temporada de primavera, sus amistades del barrio y ella solían ir a jugar cerca de ahí. A ella le encantaba quedar viendo cómo caían los algodones y se esparcían en distintos rumbos, el viento era el aliado en esos menesteres. Doña Cristina podía pasarse mucho rato frente a ese paisaje. Las mamás de sus amistades no disfrutaban igual que ella la caída de los algodones, porque significaba estar barriendo constantemente las casas y los patios.

Doña Cristina dio un suspiro grande que la hizo volver al presente y observar que ya estaban de nuevo algunos algodones en el patio, sonrió mientras los barría suavemente. Los algodones en primavera eran una especie de regalo que aún seguía dándole deleite.

Se dirigió a la cocina; se lavó las manos y preparó su café. Buscó en la alacena si tenía pan, encontró unas galletas de amaranto que le había regalado Marina, una de sus nueras. El aroma a café recién preparado inundó la pequeña cocina. Mientras degustaba su café con galletas sonó el teléfono; era don Ismael, su compadre, saludando y preguntando que cómo estaba y a qué hora abriría la tienda. El día había comenzado acompañado de algodones en primavera.

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