Habitar el desierto

Foto: Gaby López

 

Con cariño para Tere y familia

 

Corina dibujó una gran sonrisa cuando se enteró que conocería unas grutas en la región Sierra en Lerdo, Durango. Su familia y ella habían ido de visita a familiares que vivían en esa ciudad. A Corina le encantó la idea desde que se enteró que  visitarían las grutas, era la primera ocasión que estaría en una. Estuvo a punto de buscar información en la red pero prefirió no hacerlo y dejarse sorprender, algo en su corazón le indicaba que serían hermosas.

Tomaron como guía el google maps y junto con sus familiares emprendieron la travesía. El paisaje de ese día era algo distinto, el sol no se apreciaba, ni las montañas. En la carretera la vista era de un paisaje nublado, como una especie de neblina que impedía ver las montañas, apenas se alcanzaban a divisar las más grandes. Su familia le dijo que a ese fenómeno se le conocía como lluvia lagunera. Es decir, una tolvanera que es característica de la región desértica o semidesértica.

Mientras avanzaban rumbo al destino, Corina pensó que si ella fuera caminando segurito que quedaría empanizada de tanto polvo. Pronto dejaron la ciudad e iniciaron el recorrido por terracería. La tolvanera seguía presente, sin duda que era parte del encanto del viaje, al menos así lo sentía Corina.

En menos de lo imaginado eran los únicos que iban en el camino, seguían la ruta indicada, guiados por el google maps. Además de las charlas y conversaciones amenas, Corina se percató que por ningún motivo daría algún pestañazo en el viaje. Tenían frente a ellos un paisaje árido con vegetación que Corina solo había visto en libros o en películas donde relataban historias de zonas áridas o desérticas. Observó atenta la variedad de flora que tenían las extensiones de tierra por las que iban pasando; conoció los árboles de mezquite, vio matorrales achaparrados, cactus, nopales, maguey, y para su mayor asombro, en esa zona tan árida algunos de los cactus florecían.

El camino de terracería parecía no tener fin, sin embargo, Corina y su familia seguían atentos a los paisajes que la naturaleza les presentaba y a que apareciera alguna señalética. Por algún momento, Corina sintió que estaban como en una película, nadie más en el camino, un paisaje árido, en algunas zonas asomaban vacas, pero ninguna persona. Entre la tolvanera no se podía distinguir qué había más adelante, de pronto identificaron como casas.

—¡Al fin, ya era justo ver personas! —pensó para sí Corina.

La sorpresa que se llevaron fue que las casas, que no eran pocas, estaban no solo semidestruidas sino deshabitadas. Algo así como una especie de pueblo fantasma, entre magia y nostalgia. A medida que observaba el paisaje, a Corina se le vino a la mente, cómo habitar el desierto. Contempló que la flora que prevalecía estaba muy adaptada al clima de la región, zona muy árida, y aún bajo el intenso sol  estaba de pie, como dándoles la bienvenida.

La pregunta pasó al tramo de la vida. ¿Era posible habitar el desierto? Sí, en medio de todas las vicisitudes, de una o más tolvaneras, había que resistir desde el amor, la lucha constante, la escucha, la confianza, el valor y darse espacio para adaptarse al clima que se presentara. En eso estaba cuando se escuchó:

—¡¡Grutas del Rosario a diez kilómetros!! Ya estamos cerca —expresó con entusiasmo la prima Teté.

Los rostros mostraron alegría; Corina volvió al presente, deseosa de llegar al lugar, bajarse y poder conocer cómo eran las grutas. Entre tanto siguió observando el paisaje con el encanto del desierto.

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