Lo inaprensible de la vida
Casa de citas/ 738
Lo inaprensible de la vida
Héctor Cortés Mandujano
El ensayo Kierkegaard: Estamos solos ante nosotros mismos y ante Dios (RBA Ediciones, 2019), de Carlos Goñi, recorre la vida y la obra de este filósofo danés, que nació en 1813 y murió en 1855, quien rechazaba ser filósofo y se llamaba pensador libre.
Lo otro que decidió fue no firmar sus obras con su nombre y se inventó, para firmarlas, muchos seudónimos. Al final eso también estaba alineado a lo que buscaba transmitir al lector: debemos oponernos al sistema.
En su Diario anotó que en nuestra existencia (p. 20) “se trata de encontrar la idea por la cual deseo vivir y morir”; no quería ser filósofo, porque (p. 21) “la filosofía es el ama seca de la vida: vigila nuestros pasos, pero no nos amamanta”.
Kierkegaard decidió vivir la vida religiosa sin pertener a la iglesia y tomó la decisión radical, pese a estar comprometido, de no casarse. Lo que no le gustaba de la filosofía era su idealismo y que (p. 48) “esa idea de razón no puede ser vivida: nadie es idealista en la práctica, la teoría y la vida son inseparables, el que osa discernirlas es incongruente, hipócrita, nada auténtico”. Aún más (p. 50): “El pensamiento abstracto sistemático y la existencia real son incompatibles: el pensamiento abstracto es cerrado por definición, mientras que la existencia es lo abierto por excelencia, porque la existencia es lo imprevisto, lo espontáneo, lo singular”.
Proponía que la vida fuera una “rotación de cultivos” y para ello ideó un método de cuatro aspectos (pp. 64-65): 1). Controlar el recuerdo y el olvido, para no actualizar lo que debe quedar atrás; 2). Salvo que la amistad sea provechosa en algún sentido, se deberá abstener de la amistad porque no hay “el otro imprescindible” sino “el tercero innecesario”; 3). Se deberá “evitar a todo trance el matrimonio”, y 4). Nunca aceptar cargos públicos. Si lo hace “será un esclavo más de la maquinaria estatal y perderá su libertad a cambio de muy poca cosa”.
Lo más importante (p. 65) “no es el cambio de terreno cultivable, sino que nos transformemos de continuo a nosotros mismos”. En el caso del amor por una mujer, es mejor amar a una real no a una ideal, porque, en el caso del matrimonio (p. 69) “el esposo ama a una mujer real, sin necesidad de que esta se ajuste a una imagen de perfección”, es decir (p. 70). “el amante poeta vive en lo abstracto, el esposo vive en lo concreto”.
Cinco ideas breves (p. 79): “La vida es inaprensible en su totalidad; la realidad contiene elementos de irracionalidad; frente a lo general debemos optar por nuestra singularidad; la fe escapa al dominio de la razón y Dios es el único fundamento de la ética”.
En el terreno de su propia vida como cristiano, dijo (p. 111): “La dificultad no estriba en entender qué es el cristianismo, algo relativamente sencillo, sino en llegar a ser y vivir como cristiano”. Lo externo es sólo consecuencia de lo interno (p. 116): “La verdad es, por tanto, interioridad”. Y esa interioridad puede ligarse, no como el cuerpo, a lo infinito.
La mentira del sistema (del poder público y del religioso) es que el Estado te ofrece garantizar lo mismo el suministro de la luz que la salvación de tu alma. El estado pone (p. 141) “en el mismo armario lo infinito y lo finito, la eternidad y el tiempo, el vivir por algo y el vivir de algo”.
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Origen de los mexicanos, de autores varios, edición de Germán Vázquez Chamorro (Dastin S. L., 2003), tiene como fuente principal el documento, del siglo XVI, titulado Relación del origen de los indios de esta Nueva España según sus historias, en cuya primera parte se cuenta (p. 5) “la historia de los aztecas de Tenochtitlan; la segunda, muy mutilada, se dedicaba a las creencias religiosas de los antiguos mexicanos”.
Es conocido como Códice Ramírez (en honor a José Fernando Ramírez, quien lo rescató del pillaje) y que parte de (p. 6) “los fondos de la biblioteca del Museo Nacional de Antropología e Historia”.
Dice en su página 27, de la primera parte: “Los indios de esta Nueva España […] proceden de dos naciones diferentes: la una de ellas llaman nahuatlaca que quiere decir ‘gente que se explica y habla claro’ a diferencia de la segunda nación [y] porque entonces era muy salvaje y bárbara [y] sólo se ocupaban en andar a caza, los nahuatlacales [la] pusieron por nombre chichimeca, que significa ‘cazadora’ ”.
Sigue (p. 28): “En esta tierra están dos provincias: la una llamada Aztlan, que quiere decir ‘Lugar de garzas’; y la otra se dice Teuculhuacan, que quiere decir ‘tierra de los que tienen abuelos divinos’ en cuyo distrito están siete cuevas”, de donde salieron seis linajes (p. 29): los xuchimilcas (gente de las sementeras de flores), los chalcas (gente de las bocas), los tepanecas (la gente de la puente, o pasadizo de piedra), los culhuas (gente de la tortura o corva), los tlalhuicas (hacia la tierra) y los tlaxcaltecas (gente de pan).
Los de la séptima cueva eran (p. 30) “los mexicanos”. Los mexicanos llegaron al final a la Nueva España donde estaban los otros seis linajes y (p. 34) “traían consigo un ídolo que llamaban Huitzilopuchtli, que quiere decir ‘Siniestra de un pájaro’”. Los guiaba un “caudillo que se llamaba Mexi, del cual toma el nombre de mexicanos”.
Copil, hijo de una mujer que se hacía llamar hermana del Dios, quiso atacar a los mexicanos. Por orden de Huitzilopuchtli le arrancaron el corazón y lo aventaron dentro de una laguna, en (p. 41) “un cañaveral que ahí estaba. Y así fue hecho, del cual corazón fingen que nació el tunal donde después se edificó la Ciudad de México”.
El libro cuenta la genealogía de todos los reyes del México Antiguo y la llegada de Hernán Cortés y la forma salvaje con que mataron a los naturales (p. 135): “Comenzaron a cortar en aquella pobre gente sin ninguna piedad cabezas, piernas y brazos, y a desbarrigar sin temor de Dios. [Murieron casi todos], unos hendidas las cabezas, otros cortados por medio, otros atravesados y barrenados por los costados. Unos caían muertos, otros llevaban las tripas arrastrando huyendo hasta caer. […] Fue tan grande el derramamiento de sangre que corrían arroyos por el patio”.
En la segunda parte cuenta sobre los sacrificios (pp. 191-192): “El sacrificio de fuego que los mexicanos hacían a su dios era de esta manera: hacían una grande hoguera en un bracero grande hecho en el suelo, al cual llamaban fogón divino, y los echaban vivos en aquella brasa, y antes de que acabaran de expirar les sacaban el corazón y lo ofrecían a su dios, bañando todas las gradas y el lugar de la pieza con la sangre de aquellos hombres”.
Contactos: hectorcortesm@gmail.com

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