¿Para qué sirve la felicidad?
Casa de citas/ 739
¿Para qué sirve la felicidad?
Héctor Cortés Mandujano
Leo el primer volumen compilatorio de tres novelas de Clarice Lispector (FCE, 2021): Cerca del corazón salvaje, El candil y La ciudad sitiada, con traducción de Romeo Tello G.
La narrativa de la ucraniana-brasileña Lispector (1920-1977) no suele transitar por caminos trillados. En muchas ocasiones sus páginas no valen por la trama, por la intriga o la tensión narrativa, sino por el modo en que están escritas, por el extrañamiento, por la originalidad. Ella decía que con su escritura practicaba el “no-estilo”.
Por eso vale muy poco decir que, por ejemplo, Cerca del corazón salvaje trata de un hombre, Otávio, que tiene como amantes a dos mujeres: Joana y Lídia. O al revés: Joana y Lídia han decidido ser amantes de Otávio. Ni es importante contar las minucias de estos amasiatos, de estas versiones de amor y deseo. Clarice Lispector se resiste al resumen y nada puede suplir el placer de leerla.
Piensa Joana (p. 18): “si la civilización de los mayas no me interesa es porque no hay nada dentro de mí que pueda unirse a sus bajorrelieves; acepto todo lo que viene de mí porque no tengo conocimiento de las causas y es posible que esté pisando lo vital sin saberlo; esa es mi mayor humildad”.
Cuando niña Joana hizo a la maestra una pregunta muy difícil (p. 25): “¿Qué se consigue con estar felices?”; la maestra le pide que le repita la pregunta y lo hace: “Quería saber: después de que se es feliz, ¿qué pasa? ¿Qué viene después?”. La maestra no puede dar una respuesta y le pide que le haga la pregunta con otras palabras y dice Joana: “¿Ser feliz sirve para conseguir algo?”. La maestra se da por vencida y le pide que, mejor, vaya a jugar.
En Candil, la protagonista, Virgínia (los acentos raros en los nombres es porque provienen del portugués y no se castellanizan en las traducciones), al parecer tiene un solo amante al que deja sin avisar para irse de nuevo a la casa familiar. Cuando vuelve y la atropellan nos informan varios testigos del hecho que se acostaba con muchos hombres. En fin…
Platica alguien con Virgínia (p. 235): “Usted comprende, la Biblia es el mayor deber del hombre. Digo esto, pero lo que quiero decir con esta palabra es que la mujer también es hombre, ¿me entiende?”.
Vicente piensa en las amantes que ha tenido (p. 264): “Qué tontas eran, cómo engañaban, cómo ardían, sí, cómo ardían y se acababan. Había alguna cosa en las mujeres que lo molestaba. Menos María Clara. Acaban inutilizándome, de tanto que me disfrutan, pensó sonriendo por la anécdota”.
Virgínia se fue a la ciudad, su hermano Daniel se casó y dejó la casa de sus padres; Esmeralda, la otra hermana, se quedó con los padres y hace saber a ellos que ha sufrido por esa decisión. Virgínia la encara duramente (p. 300): “Y jódete tú también. Vives comiéndote viva, ¿piensas que no lo sé? Te la pasas martirizando a la pobre de mamá, a los demás, acusando, royendo como un gusano…”.
Dice Esmeralda: “Tanto que me sacrifiqué y así me pagas”.
Remata sin piedad Virgínia: “Te sacrificaste porque está en tu naturaleza sacrificarte, así como mi naturaleza y la de Daniel es no sufrir. Nunca sufrí porque no quise”.
Virgínia siente una serie de emociones contradictorias cuando le mencionan el nombre de su amante (307): “una profunda certeza del hombre dentro de su sangre, como si estuviera ligado a ella de un modo excesivamente íntimo, casi vil”.
Viendo a su hermano Daniel, Virgínia piensa (pp. 319-320): “Los niños y las niñas deberían cambiar de nombre cuando crecían. Si alguien se llamaba Daniel ahora, debería haber sido Ciril un día. Virgínia […] era un nombre lleno de paz amable, como un rincón detrás del muro, allá donde crecían las hierbas finas como cabellos y donde nadie existía para escuchar el viento. Pero después de perder aquella figura perfecta, delgada, tan pequeña y delicada como la maquinaria del reloj, después de perder la transparencia y ganar un color, podría llamarse María Magdalena o Herminia, o incluso cualquier otro nombre, menos Virgínia, de tan fresca y sombría antigüedad”.
La protagonista de La ciudad sitiada es Lucrécia Neves, una mujer fea. Dice Clarice (p. 416): “Lucrécia Neves sonreía con misterio y estupidez”.
Piensa en un hombre (p. 425): “Mateus era gordo y guapo. ¿Y peligroso?, como un acróbata”.
Cree que la pareja primigenia estaba o estuvo (p. 446): “De pie uno delante del otro, sin malicia, sin sexo, agarrándose a la sombría alegría de subsistir”.
Un amante le pide a Lucrécia que terminen, que sigan siendo amigos (p. 450): “¿Amigos? –murmuró la mujer con suave temor–. Pero si nunca fuimos amigos –respiró con placer–, somos enemigos, mi amor, para siempre”.
***
Regalo de mi amiga Linda Esquinca, leo la novela breve El reto (Plaza & Janés, 1969), de Anton Chejov.
Un viejo dice a un joven su secreto (p. 12): “En la vida conyugal lo esencial es la paciencia. […] ¡No el amor! ¡Es la paciencia!”.
Laievski mira a su mujer y relaciona su vida, el fin del amor, con la literatura (p. 19): “Lo que esta vez desagradó más a Laievski fue el cuello blanco, descotado y sus ricillos sobre la nuca. Recordó que, cuando Ana Karenina dejó de amar a su marido, notó que sus orejas le desagradaban”.
Su mujer, en cambio, tiene amantes y (p. 42): “la idea obsesionante de que era la mujer más hermosa del pueblo, cuya juventud se perdía miserablemente, que Laievski era un hombre honrado, un hombre de ideas, pero un hombre monótono, continuamente en zapatillas, que se roía las uñas y estaba lleno de caprichos fastidiosos”.
Laievski detesta a Von Koren, con quien tendrá el duelo al que alude el título. Le molesta su carácter (p. 71): “Trabaja, organizará la expedición y se romperá la crisma, no por amor al prójimo, sino en nombre de abstracciones, tales como la Humanidad, las generaciones futuras, la especie humana ideal. Trabaja por el mejoramiento de la especie humana, y, en este sentido, sólo somos para él esclavos, carne de cañón, bestias de carga”.
Contactos: hectorcortesm@gmail.com

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