Acompañada por la naturaleza

San Cristóbal de Las Casas. Cortesía: Organización San Cristóbal de Las Casas.

 

Elvira revisó el mensaje que le anotó en un papel su abuelita Esther, para no errar y confundirse en las piezas que tenía por encargo comprar en la ferretería. Después de haber buscado en dos tiendas y comparado los precios, había decidido hacer las compras en la tienda ubicada más lejos de casa. Por suerte, Elvira se puso la gorra para salir por el mandado. El sol veraniego estaba no solamente radiante sino sumamente cálido.

Caminó hacia la parada del transporte público, subió a la ruta 231. Tuvo la fortuna de hallar lugar cerca de la ventana, pagó su pasaje y luego, cerró un instante los ojos. El calor le daba mucho sueño. El movimiento del colectivo fue como una especie de arrullo.

–¡En la parada bajan por favor! –se escuchó la voz de un adolescente.

Elvira abrió los ojos, su rostro buscó alguna señal para ubicar cuánto le faltaba para bajar, qué suerte, pensó, todavía no es el rumbo. Cuando llegó a la calle, pidió la parada. Entró a la ferretería, la atendieron sin demora y regresó con el pedido para la tita Esther.

El calor se había tornado más sofocante. Elvira no quiso regresar en colectivo, ni en taxi, decidió que iría a casa caminando, por la zona de los andadores. Pasó por una botella de agua a la tiendita más cercana y emprendió la travesía. Tenía rato de no caminar por ahí, se animó a hacerlo porque estaban rodeados de árboles propios de la región y estaría más fresco.

Elvira se felicitó por la decisión, tenía que caminar un rato, pero la sombra de los árboles era un gran regalo. Mientras iba avanzando observó no solo el verde de los árboles sino también hermosos colores de las flores que había, vio las que parecían campanitas blancas, campanitas lilas, flor de mayo en tono blanco y rosa. Escuchó el canto de los pájaros que habitaban el espacio, muchos zanates y algunos cotorros.

Por un momento pensó que alguien podría aparecer de pronto y darle un susto, los andadores no tenían muchos transeúntes. Sin embargo, ese pensamiento se esparció y, por el contrario, sintió una especie de cobijo por la naturaleza. Contempló con asombro los troncos gruesos de árboles adultos que seguramente tenían muchos años de vida. Recordó relatos de la abuelita Esther. Les agradeció la sombra, la vida, el estar ahí.

A medida que iba cruzando andadores Elvira se dio cuenta que, aunque pocas personas, pero sí había por esos rumbos. Observó a un par de enamorados platicando muy animadamente, un señor que tomó un descanso en una de las banquitas que había, una señora que llamaba por teléfono, una chica que estaba muy atenta observando los árboles, un repartidor de agua y por supuesto, ella, Elvira, que esa tarde de verano había experimentado una sensación tan bella al caminar por esa ruta, sentirse acompañada por la naturaleza.

Apresuró el paso, se había terminado la botella con agua. Ya faltaba poco para llegar a casa.

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