El último acorde de José Luis Gómez, el Kiss: promotor del rock chiapaneco
Lo conocimos como Kiss, el gran Kiss, un ser iluminado, que hablaba atropellado y caminaba a saltitos como surfeando estrellas.
No pertenecía a este mundo, al que comprendía poco, a no ser que se prodigara en conciertos de rock, de los que fue promotor incansable.
Sensible, vivió para la música. En sus años de juventud, José Luis Pérez Gómez (Tuxtla Gutiérrez, 27 de enero de 1967- 23 de septiembre de 2025) se apasionó por el grupo Kiss, y como sus integrantes, algunas veces se vistió de negro y se pintó estrellas o caras de un gato en su rostro de ojos achinados.
En los ochenta, cuando vio la película The Wall, quedó conmocionado. Por días, mientras lo permitió su bolsillo, estuvo en los Cinemas Gemelos para ver una y otra vez a Pink Floyd.
Así era: persistente, irreverente, soñador, mar de utopías y destellos. Desde niño se hizo rock: tocaba la batería que le compró don Arturo, su padre.
Estudió Letras Latinoamericanas, y obsesivo, se empeñó en leer a todo Hermann Hesse, su autor preferido. Aprendió de memoria “El lobo estepario”, y de alguna manera fue un lobo solitario, un ser único que sobrevivía con estoicismo en la agreste y desértica estepa del mundo contemporáneo. Las frases que repetía del libro tenían mucho sentido: “Teatro mágico. Entrada no para cualquiera. No para cualquiera”.
Con la llegada de internet y de los correos electrónicos conoció a una joven peruana, amante también del rock. Se enamoraron con palabras. Intercambiaron fotografías y decidieron casarse.
Kiss salió una mañana de su casa dispuesto a la aventura de viajar casi cinco mil kilómetros. Tomó el autobús Cristóbal Colón a Tapachula. Después, entre camiones guajoloteros, se fue desplazando por Centroamérica.
En Panamá se le acabó la carretera. Tuvo que subirse a lanchas para evitar el entonces inaccesible Darién.
Reencontró el camino. A veces a pie. A veces en moto o en camiones, pero llegó a Lima, y por allá anduvo tejiendo el amor. Tuvo una hija, se dedicó al periodismo, a la docencia, a la promoción cultural y al rock.
Hace unos cinco años decidió volver a su tierra, a este Chiapas, donde había sido feliz con una flota de rockeros, de quienes había escrito la bitácora de aquellos días de campaña y de avándaros tuxtlecos.
Llegó cambiado. Los años lo habían convertido en un señor formal. Vestía como todos los mortales, pero seguía siendo el mismo Kiss rebelde y de sueños y utopías.
Aquí volvió a lo suyo: a la promoción musical, a surfear con estrellas y a visitar a los amigos.
Hace unos meses me llamó para decirme que le habían detectado un tumor, pero que no era nada complicado, que con un buen tratamiento saldría adelante. Pensé que así sería.
Por un concierto de rock organizado por Juan Pablo Zebadúa, Sergio Melgar, René Araujo, Daniel Trejo Sirvent, Cicerón Aguilar, Enrique Alfaro, Carlos Mario Coutiño, entre otros, me enteré de que seguía batallando con su enfermedad.
Aun así, lo veía eterno. El viernes fue internado en un hospital, debido a las molestias que le provocaba un linfoma, del cual sería operado el mes próximo. El miércoles 23 de septiembre por la mañana, Carlos Mario Coutiño, quien siempre estuvo a su lado, quien lo cuidó como a un hermano, informó que el corazón de música de José Luis Gómez Pérez se había apagado.
Es una triste noticia. Es deshojar el libro de la historia musical de Chiapas. Es, pese a todo, recobrar la memoria a ritmo de Kiss, a ritmo de todos los grupos y rockeros que hicieron de José Luis su cómplice y su valedor.
Le sobreviven su hija Stephany, su madre Juanita y su hermana Guadalupe; sus hermanos mayores, Rigoberto David y Arturo, ya se marcharon. Víctimas también de un cáncer.

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