¿Para qué sirven los hombres?, I

Casa de citas/ 759

¿Para qué sirven los hombres?

(Primera de dos partes)

Héctor Cortés Mandujano

 

El deseo de conocimiento es curioso…

Muy poca gente lo siente, ¿sabe?, incluso entre los investigadores

Michel Houllebecq

 

Mi amigo Roger Octavio Gómez Espinosa me regaló el libro, en pdf, Las partículas elementales (1998), de Michel Houllebecq, que leí en mi computadora. En el prólogo dice sobre uno de los protagonistas (p. 3): “En el momento de su desaparición, Michel Djerzinski era unánimemente considerado un biólogo de primer orden, y se pensaba seriamente en él para el Premio Nobel; su verdadera importancia no saldría a la luz hasta un poco más tarde”.

En el epílogo agrega algo que será explícito en el final del libro (p. 120): “Conocemos multitud de detalles sobre la vida, la apariencia física y el carácter de los personajes que han atravesado este relato; a pesar de todo, este libro debe considerarse como una ficción”.

La novela toca la vida de varios científicos, entre otros Plank, que introdujo (p. 6) “por primera vez la noción de quantum de energía”; Bohr, “el verdadero fundador de la mecánica cuántica”, quien logró que en su alrededor hubiera un grupo sólido de científicos que revolucionarían el conocimiento del mundo, y varios más.

De hecho, el libro se detiene ante varios hechos para explicarlos científica o muy seriamente: el incesto, los ácaros, las células del cuerpo, etcétera; por ejemplo (p. 32): “El agua fluye a lo largo de la línea de menor pendiente. El comportamiento humano, determinado por principio y casi en cada uno de sus actos, sólo admite unas pocas bifurcaciones, e incluso éstas las sigue poca gente”.

En contraste con Bohr, Djerzinski dirigía una unidad de investigaciones, con quince científicos (p. 7), “que era lisa y llanamente un ambiente de oficina”.

Ilustración: HCM

Andaba los cuarenta y no tenía más proyecto que “reflexionar” sobre lo que iban descubriendo en su unidad. Nació en 1958 y a la edad que nos lo presenta la novela, no tenía intereses sexuales (p. 8): “la polla le servía para mear, y eso era todo”.

Su hermanastro Bruno (nacido en 1956) sí sufría la crisis de los cuarenta. Michel y Bruno eran hijos de Janine Ceccaldi, una joven que perdió la virginidad, por propia decisión, a los trece y de allí en adelante vivió la vida loca; el padre de Bruno fue Serge Clément, un médico especializado en cirugías estéticas y el de Michael fue Marc Djerzinski, reportero de televisión de silencioso carácter (p. 11): “No hablaba con nadie, no simpatizaba con nadie; era realmente fascinante”.

La madre dejó a ambos padres y los niños sobrevivieron como pudieron. A Michel, su mamá lo dejó solo en casa quién sabe por cuánto tiempo cuando era un bebé; fue rescatado por su padre y creció con su abuela, la madre de Marc. Michel vio casi nunca a sus papás. Marc murió en el Tibet y Janine siguió coleccionando amantes hasta su muerte. Bruno vivió con su abuela materna, quien murió por un accidente casero. Sus padres, entonces, lo mandaron a un internado donde fue abusado por otros niños (p. 17): “Una noche de marzo de 1968, un vigilante lo encontró desnudo y cubierto de mierda, acurrucado en los servicios del fondo del patio”.

En septiembre de 1970 (p. 19), “Michel entró en cuarto y empezó a estudiar alemán como segunda lengua moderna. Fue en los cursos de alemán donde conoció a Annabelle. En aquella época, Michel tenía ideas moderadas sobre la felicidad. En definitiva, nunca había soñado con ella”. También en 1970 (p. 20): “Bruno se sentó junto a Caroline Yessayan para ver Nosferatu el vampiro. Cerca del final, después de pensárselo más de una hora, puso suavemente la mano izquierda en el muslo de su vecina. Durante unos segundos maravillosos (¿cinco?, ¿siete?, seguro que no más de diez) no ocurrió nada. Ella no se movía. Bruno sintió un calor inmenso, estaba al borde del desmayo. Luego, sin decir una palabra, sin violencia, ella le apartó la mano. Mucho más tarde, casi siempre que alguna putita se la chupaba, Bruno recordaba aquellos segundos de aterradora felicidad”. Aunque Bruno y Michel estudiaban en el mismo colegio no se conocían. Eso ocurrió hasta la adolescencia.

Anabelle es hermosa. Piensa la mamá (p. 22): “Las chicas sin belleza son desgraciadas, porque pierden cualquier posibilidad de que las amen”.

Anabelle besa por primera a un chico. Michel, aunque ha tenido todas las oportunidades, ni lo intenta (p. 29): “La existencia individual, revelada al animal en forma de dolor físico, sólo llega en las sociedades humanas a la plena conciencia de sí misma gracias a la mentira, con la que se la puede confundir en la práctica. Hasta los dieciséis años, Annabelle no había tenido secretos para sus padres; tampoco los había tenido para Michel, y ahora se daba cuenta de lo raro y valioso que eso resultaba. Esa noche, en unas pocas horas, Annabelle se dio cuenta de que la vida de los hombres es una sucesión ininterrumpida de mentiras. A la vez, se dio cuenta de su belleza”.

Michel no sabrá relacionarse con el amor, ni con el sexo de los otros (p. 30): “Michel vacilaba de modo evidente al borde de la edad adulta. Besar a Annabelle habría sido, para los dos, el único modo de escapar, pero él no se daba cuenta; se dejaba acunar por un engañoso sentimiento de eternidad”.

La abuela de Michel está en agonía. Lo dio todo por los demás (p. 35) “En la historia siempre han existido seres humanos así. Seres humanos que trabajaron toda su vida, y que trabajaron mucho, sólo por amor y entrega; que dieron literalmente su vida a los demás con un espíritu de amor y de entrega; que sin embargo no lo consideraban un sacrificio; que en realidad no concebían otro modo de vida más que el de dar su vida a los demás con un espíritu de entrega y de amor. En la práctica, estos seres humanos casi siempre han sido mujeres”.

A los cuarenta, pues, Bruno seguía dándole vueltas a su mala suerte con el sexo y Michel desentendido de eso (p. 46): “Desde hacía años, Michel llevaba una vida puramente intelectual. Los sentimientos que constituyen la existencia humana no era su tema de observación; los conocía mal”.

En uno de sus destinos de erotismo fracasado, una mujer, Chistiane, le cuenta a Bruno sobre la diferencia entre los hombres y las mujeres mayores (p. 54): “A partir de cierta edad, una mujer siempre tiene la posibilidad de frotarse contra una polla; pero ya no tiene la menor posibilidad de ser amada”. También le explica sobre el placer sexual: “El tallo del clítoris, la corona y el surco del glande están cubiertos de corpúsculos de Krause, llenos de terminaciones nerviosas. Al acariciarlos se desencadena en el cerebro una fuerte liberación de endorfinas. Todos los hombres y todas las mujeres tienen el clítoris y el glande cubiertos de corpúsculos de Krause; casi en idéntico número, hasta ahí es muy igualitario”. El romance entre Bruno y Christiane permite al autor contar sobre los retiros “espirituales”, que también ofrecen sexo grupal y de parejas; la búsqueda de placer (que incluye crímenes) y el satanismo, con datos, pelos y señales.

Contactos: hectorcortesm@gmail.com

 

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