2 de Octubre, 1968: Ni Perdón ni Olvido

Marcha 2 de octubre de 1968. Foto: Archivo
Sigue caminando por el país la memoria del Movimiento Estudiantil de 1968. A 57 años de aquel impresionante movimiento social en búsqueda de la justicia, la democracia, la paz y la prosperidad del país, aún se recuerdan la represión, la tozudez de un gobierno sordo que había traicionado todos los principios de la Revolución Mexicana iniciada en 1910. En mi caso, había cumplido 23 años y cursaba el sexto semestre de la especialidad en Etnohistoria en la histórica Escuela Nacional de Antropología e Historia (ENAH). Sabíamos en esos días que los estudiantes de otros tiempos, habían bregado por un mejor país. Ahí estaba el caso de los estudiantes del Instituto Politécnico Nacional reprimidos por el ejército en 1956 por el delito de exigir una educación democrática y mejores condiciones en los planteles. Contemporáneos a nuestra propia generación, fuimos solidarios en la ENAH con las luchas de los estudiantes de la Universidad Veracruzana, también reprimidos por su ingenuidad al pensar que vivían en un país democrático. Y así corrían las noticias de uno y otro extremo del país anunciando la lucha juvenil por reivindicar la democracia, la justicia, la paz. Y eso sucedió en 1968. Como estudiantes de antropología estábamos aislados del conjunto de universitarios que estudiaban en las grandes instituciones de Educación Superior en aquellos días: La Universidad Nacional Autónoma de México y el Instituto Politécnico Nacional, el histórico “Casco de Santo Tomás” en los extremos nortes del añorado D.F., en Zacatenco. La ENAH se situada en el piso alto del Museo Nacional de Antropología e Historia, un lugar en el que no teníamos ni cafeterías-solo la del Museo, a precios de turistas-ni campos deportivos. La Escuela era pequeña y funcionaba por las tardes después de un semestre de “propedéutico” que nos tocó cursar a la generación que ingresamos en 1965. Con todo ese aislamiento, nos llegaron las noticias del naciente movimiento estudiantil, participamos en las manifestaciones, practicamos los “seat inn” (“sentones”) que venían de los estudiantes norteamericanos, en fin, hacíamos lo más estudiantil posible nuestra aislada vida en aquella histórica y excelente ENAH. Está muy difundida la historia del Movimiento Estudiantil y existe una bibliografía muy interesante entre la que destaca el libro del finado Raúl Álvarez Garín, La Estela de Tlatelolco. Una reconstrucción histórica del Movimiento Estudiantil del 68 (México, Ítaca/Comité del 68, 2022. Hay edición del Fondo de Cultura Económica, 2023.) En mi opinión, de los miembros más experimentados que formábamos el Consejo Nacional de Huelga, era Raúl Álvarez Garín el líder con mayor reconocimiento, por su madurez, su honestidad y su firme posición de izquierda. Murió el 26 de septiembre de 2014 en la Ciudad de México. El 18 de septiembre de 1968, el ejército invadió la Ciudad Universitaria con carros de combate y tanques, como si fueran al asalto de un bastión de guerra. Estaba entrando la noche. Me encontraba en el Auditorio de la Facultad de Medicina sesionando con el Consejo Nacional de Huelga, en mi calidad de representante de los Estudiantes de Antropología, y de hecho, ese era mi seudónimo. Un compañero ingresó el Auditorio gritando: “El ejército, el Ejército”. Por unos instantes creímos que era un “borrego”, una falsa alarma, pero pronto caímos en cuenta que era cierto: tropas, carros blindados, tanques y camiones, invadían la Ciudad Universitaria. Salté de mi asiento y corrí. Al llegar a las afueras del Auditorio distinguí al Ingeniero Heberto Castillo que corría hacia los terrenos volcánicos en donde, después lo supe, pasó la noche escondido. En mi caso, me introduje a un vocho gracias a que me abrieron la puerta los compañeros que lo conducían y no paramos hasta llegar al Multifamiliar Alemán, y allí nos escondimos en un departamento vacío al que ingresamos porque uno de los compañeros tenía la llave. Así respondía el gobierno presidido por el siniestro Gustavo Díaz Ordaz a la Gran Marcha del Silencio que con más de 200,000 participantes habíamos organizado por las calles de la Ciudad de México el 13 de septiembre de 1968. Desvalagados, golpeados, con compañeros y compañeras muertos y otros en las cárceles, de alguna manera se pudo convocar a una reunión del Consejo Nacional de Huelga, lo que quedaba del mismo, para discutir qué hacer. Se acercaban ya las Olimpiadas. Los periodistas llegaban listos para divulgar el mayor acontecimiento deportivo mundial. El Gobierno difundía su versión de que el verdadero motivo del Movimiento Estudiantil era entorpecer los juegos olímpicos obedeciendo a siniestros encargas del “comunismo internacional”. Fue una constante de todo el sexenio de Díaz Ordaz el difundir el planteamiento gubernamental de que los jóvenes mexicanos no teníamos la capacidad de pensar por nosotros mismos, sino que obedecíamos a mensajeros externos, sobre todo, a héroes “comunistas” como el Che Guevara, Fidel Castro, etcétera. Por ello, el 13 de septiembre habíamos organizado la Marcha del Silencio, debido a que, además, Díaz Ordaz expresaba desde su escondite en Palacio Nacional, que éramos una juventud “gritona”, “groseros”, “mal educados”. Ante ello, decidimos que iríamos en marcha silenciosa y con pancartas con nuestros héroes: Emiliano Zapata y Francisco Villa, personajes que para nada le agradaban a Díaz Ordáz, uno de los presidentes más repugnantes que ha tenido el país. Este criminal en el poder montó en cólera cuando le informaron que ese 13 de septiembre, una marcha juvenil en perfecto orden y silencio, con una columna de más de 200,000 personas, había marchado por la ciudad de México hasta alcanzar el zócalo. La “brillante” idea que le aconsejó su ira, fue invadir la Universidad y llenar de jóvenes las cárceles. De alguna manera, logramos comunicarnos un número de miembros del Consejo Nacional de Huelga y hacia los días finales de septiembre, nos reunimos en la casa de mi querida amiga, ya fallecida, Victoria Novelo, en la calle de Chimalcóyotl, en Tlalpan. Acudimos entre 50 o 60 miembros de aquel Consejo Nacional de Huelga que llegó a reunir a más de 200 representantes de Asambleas Estudiantiles. La cita era a las 7 de la noche. En la puerta, nos recibían Viky Novelo y María de los Ángeles Comesaña, a quienes teníamos que “dar” el “santo y seña” que consistía en la frase “la última cena”. La discusión de qué hacer ante la realidad de un movimiento tan golpeado por la represión nos llevó toda la noche. En las primeras luces del amanecer, logramos el acuerdo: haríamos un mitin el 2 de octubre en la Plaza de las Tres Culturas en Tlatelolco para después de una marcha hasta el Casco de Santo Tomás, pedir la disolución momentánea del Movimiento, además, para desmentir la versión del Gobierno de que queríamos boicotear los juegos olímpicos. Y algo muy importante: se acordó que ningún miembro del Consejo Nacional de Huelga acudiera al mitin para evitar la detención. Todos sabemos como terminó aquello: una masacre que la Presidenta Claudia Sheimbaum declaró como “Crimen de Estado”. Y lo fue. Nunca sabremos la cifra exacta de los muertos. El ejército humilló a los estudiantes, los desnudó, los insultó, los encerró en cárceles, les endilgó la etiqueta de “anti patrias”, se cebó en ellos con una cobardía inaudita. El 2 de octubre de 1968 no se olvida. Dice uno de los versos escritos por Rosario Castellanos en su impresionante poema Memorial de Tlatelolco: ¿Y a esa luz, breve y lívida, quién?/¿Quién es el que mata?/¿Quiénes los que agonizan, los que mueren?/¿Los que huyen sin zapatos?/¿Los que van a caer al pozo de una cárcel?/¿Los que se pudren en el hospital?/ ¿Los que se quedan mudos, para siempre, de espanto?
Ni perdón, ni olvido.
Bosques de Santa Anita, Tlajomulco, Jalisco, a 30 de septiembre de 2025.

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