La vieja novedad de las palabras
Casa de citas/ 763
La vieja novedad de las palabras
Héctor Cortés Mandujano
Únicamente quiero
decir que siento una fragancia
cuando oigo la palabra limonero
Enoch Cancino Casahonda,
en “La vieja novedad de las palabras”
Hace años, a resultas de recibir un premio de la Rial Academia Frailescana, en mi territorio de nacimiento, dije –yo, que no suelo hablar con regionalismos– que escuchar las palabras que oí cotidianamente en mi infancia me emocionaba y que eso sólo sucedía cuando me encontraba a un paisano o iba al pueblo: Nuestra patria más íntima, dije, está en el lenguaje.
Eso creo. Porque en ese lenguaje están mi padre y mi madre, mis hermanos, mis amigos, la gente que quiero y que me quiere. Y estuvieron, antes, mis abuelos, los muchos corazones que, sin saberlo, decidieron traerme al mundo.
Leo ahora Antropología con pimienta gorda (2025), de Vianey Pérez, un libro que recoge las palabras con que se comunicaba la gente de antes y que, proscritas de las universidades, se dicen ahora sólo entre personas de confianza.
Recordé al leerlo una experiencia en Juchitán, Oaxaca. Iba yo como jurado de no sé qué y la gente que me atendía hablaba un español correcto, hasta que, en la fiesta de premiación, me di cuenta de que sólo hablaban español conmigo y que entre ellos lo hacían en zapoteco.
Y eso dejaba clara la diferencia: el español correcto se usaba para tratar a los desconocidos y la otra lengua para hablar entre amigos.
Este libro, por eso, es una conversación entre gente que ha nacido en Tabasco, que sabe cómo se llamó originalmente, y se llama, por ejemplo, a una embarazada y luego a su bebé. O qué significa y cómo se usa el coño.
Se nota en cada línea la alegría de usar el código amoroso que late en cada expresión (porque hay mucho de festivo y de cariño incluso en los insultos), la felicidad de poner en palabras escritas lo que tanto se ha dicho oralmente.
Los textos que conforman Antropología con pimienta gorda no pertenecen al género del cuento ni al de la novela, sino a una mixtura de artículos, crónicas, anécdotas, textos antropológicos y conversaciones (hay varias de la autora con su mamá y con Ticha), lo que los hace estar, y qué bueno, más cerca del mercado y la calle, que del cubículo de investigación. No es un libro escrito por una mujer encotonada, sino por alguien que está en chanclas pie de gallo, en su casa, con la felicidad doméstica de no necesitar más bártulos que el ingenio y la trama aidefés (como dicen en Villaflores, Chiapas) que da escribir sin más vueltas, salga lo que salgare, como decía el genial Chava Flores.
Para los no hablantes del lenguaje choco, la autora escribió un glosario al final de cada texto, que explica –aunque el contexto a veces basta– qué significa devanar, guatao, fascistores, tiz, tutupiche, las mil palabras que están saliendo de su anonimato y se están trepando por primera vez a la pantalla de la computadora y a la hoja de papel.
Leer este libro implica estar un ratito con Carlos Monsiváis; saber algo de la mentada identidad tabasqueña; aprender la tipología de los huevos listos para empollar, es decir, identificar, sin albur, la corona del huevo y la taxonomía de las gallinas culecas; ir a una boda kitch; conocer la propuesta de cómo renombrar las bodas por sus años de convivencia; ver el retrato verbal de un gran conocedor de nalgas; acercarse a la receta del pavo a la galantina… y una variopinta friolera de temas.
Aunque el libro trata en general asuntos de la actualidad, al que agrega palabras teñidas de tiempo, cuando visita el pasado, como en “No se olvide cómo vemos y nombramos el agua del cielo”, donde la autora platica con su madre, parece visitar el paraíso: “El agua para tomar se sacaba del pozo, y listo. No teníamos separación de basura, porque no teníamos basura; el desperdicio de comida se llamaba labaza y se usaba para alimentar a los puercos. No había nada de plástico, usábamos peltre, madera, barro, loza, nada era desechable; las cosas se envolvían con hoja de plátano, hoja de tó o papel de estraza; si salías, en cualquier casa te invitaban un pote de pozol, no había que andar acarreando botellas”.
Salvo en algunos momentos, el libro por fortuna no se toma en serio ni da cátedras inversas (hablen choco nomás) y se mete sin más vueltas en los andurriales literarios con machete y morral, no con el ánimo de transgredir, sino para estar en la fiesta de las letras sin traje y corbata, sin vestido largo, “con la suavidad del aguacate”. Se nota que este no es un libro de ficción, porque cada texto la autora lo dedica a personas de carne y hueso, quienes, supongo, o son los personajes de la anécdota o podrán dar fe de que más o menos así ocurrieron los hechos.
Hay libros literarios anémicos y correctísimos, donde las autoras, los autores se saben todas las teorías y los géneros, y conocen a profundidad el lenguaje y su escritura, y resultan soporíferos. Este es un libro libre e imperfecto, aunque con “una logística de su puta madre”, donde se le llama cuento y novela a lo que los puristas no llamarían así; donde se baila en el patio, se come con las manos y se siente que la carcajada sale de nuestra garganta, aunque sepamos, al mismo tiempo –porque la risa es privilegio humano–, que viene desde la profundidad amorosa de nuestro corazón…
Contactos: hectorcortesm@gmail.com

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