Crescencio Martínez, un anticuario en el camino

Sube al autobús poco antes de llegar a Aguascalientes. Carga una cámara de carretilla, que emplea como cojín para sentarse, y un bastón. Es moreno, usa lentes. Bajo su sombrero con coleta, se adivina su calvicie.

            Poco después, cuando se siente a mi lado, sabré que se llama Crescencio Martínez Prieto, que tiene 71 años, que es originario de San Francisco de los Romo, una población ubicada a 23 kilómetros de Aguascalientes, y que por su popularidad y calidad gastronómica, la gente empezó a llamarla Pancho de las Carnitas. Pero en San Pancho no solo hay tacos; hay también viñedos, museos, templos y haciendas.

            Este hombre moreno, hablantín y trotamundos, sin preguntarle me dice que trae consigo una lámpara estilo victoriana que él mismo ha diseñado, decorado y restaurado con ayuda de otros artistas.

            Me muestra en su celular una preciosa lámpara de techo, que bien podría estar en un museo o en una hacienda del rumbo. Pero él se ha empeñado en llevarla a su casa de Guaymas, Sonora, donde vive desde hace muchos años.

            Crescencio es un andarín despreocupado que lo mismo pasa unos días en Silao, que en Tlaquepaque, Saltillo, la Ciudad de México o en Morelia. Es un visitador de iglesias, parroquias y capillas. Es un cazador de arte sacro; un verdadero especialista en antigüedades religiosas.

            Mientras los demás duermen, en este camión que partió de Zacatecas con destino a Guadalajara, él platica. Yo apenas intervengo para que me aclare algún tema. Se explaya sobre antigüedades, muebles, copas, cubiertos y camas, como la de Irma Serrano, que según el rumor, era de Maximiliano.

            Asegura que a La Tigresa le dedicaron un libro titulado Psicología de una ramera loca. Yo, que he sido perseguidor de la huella de su padre Santiago Serrano Ruiz, el poeta de Suchiapa, lo dudo. Solo para medir su grado de credibilidad, le pregunto qué libros escribió la cantautora de La Martina; me responde sin titubear: “Irma Serrano, A calzón quitado; Irma Serrano, sin pelos en la lengua”.

            Sigue el monólogo, porque a Crescencio solo le basta una pregunta para perderse en sus recuerdos y sus pasiones.

            Empezó a restaurar después de su jubilación, hace 20 años. Restaurar es una actividad que requiere tiempo y paciencia. Él tiene ambas cosas.

            Ha cometido algunos errores. El principal fue cuando se propuso limpiar un cuadro de la Virgen de los Dolores, posiblemente pintado hacia 1700. Había sacado el polvo y devuelto el esplendor en varias partes de la obra, hasta que llegó a los ojos. Ahí fue el desastre. La imagen perdió la pupila.

            Asustado, llamó a una restauradora profesional. Ella logró regresar la luz a aquel ojo. Aprendió entonces que no todo se puede limpiar con agua y jabón. El pintor había creado aquella mirada con temple al huevo, para lograr un efecto vivaz, pero esa técnica no resiste el paso del agua. El resto del cuadro es óleo, que es llevadero con la limpieza tradicional.

            Su pasión de coleccionista inició desde niño. Se enamoró de cuadros de apóstoles, figuras de vírgenes y cristos de la Catedral de Aguascalientes.

            Hoy, sus obras tapizan su casa, y son tantas que ya no caben en las paredes, por eso ha decidido exhibir parte de su colección en la Parroquia de San Fernando, en Guaymas.

            No tiene hijos, ni se casó. Se ha consagrado por completo al arte religioso: “Imagínate, si me hubiera casado; si hubiera tenido hijos. Mi preocupación habría sido pagar colegiaturas, en lugar de dedicarme a viajar, observar, apreciar y coleccionar”.

            En sus correrías por medio país ha conocido a integrantes geniales de su hermandad: en Guanajuato conoció a un artista talentoso, capaz de tallar los cristos más bellos y complicados; en la Ciudad de México, a una dentista maxilofacial, que dedica sus tardes de ocio a la restauración. Sabe de corredores de arte, de pintores que recrean con devoción vírgenes y santos, de coleccionistas de vestuarios de santos y de joyeros de coronas de vírgenes que pueden costar una fortuna.

            La virgen Zapopan, me dice, estrena corona unas tres o cuatro veces al año. Esas coronas, hechas de plata, pueden valer más de cien mil pesos. Y hay fieles, que para alcanzar el cielo, son capaces de coronar a la Generala de los ojos sorprendidos con un millón de pesos.

            Me prgunto si las personas que viajan en este camión están molestas o, como yo, disfrutan el monólogo de Crescencio sobre vírgenes, sobre Thetokos (la madre de Cristo), pintores y restauradores.

            Casi tres horas después del viaje desde Aguascalientes, mira por la ventanilla y me dice: “Ya estamos entrando a la gran urbe”. Efectivamente, el camino se nos ha acortado con sus recuerdos, y estamos en las goteras de Guadalajara, acompañados de una tenue brisa: “Este año ha sido muy llovedor”, comenta.

            Llueve también su plática. Ahora habla de un Cristo antiguo que ha devuelto el esplendor, y que cree, por la complexión espigada y perfecta, que es alemán. Puede ser, por supuesto, italiano. Por alguna corazonada, tan propia de los anticuarios que encuentran fortuna en las charraterías, está convencido que ese Cristo, del que ha sacado duplicados por su extraordinaria belleza, es teutón. Por algo será.

            Veo en este afán de conocimiento sagrado, de vivir entre cirios, vírgenes y cristos antiguos, un deseo de vida monástica. Le pregunto si pensó ser sacerdote. Me confía que estuvo en un seminario, pero que por alguna razón no fue “elegido”. No ha buscado más explicaciones. Se dedica a cumplir con su pasión de anticuario y visitante de iglesias.

            Su pintor preferido es Miguel Cabrera, de quien, dice, llegó de Oaxaca a la Ciudad de México, montado en un burrito. En la capital se educó, aprendió técnicas pictóricas y se convirtió en un extraordinario pintor de artes sacras. A él le tocó dictaminar la autenticidad del cuadro de la Virgen de Guadalupe. Con su valoración, plasmada en su libro Maravillas de América, vino el auge de la guadalupana, que estaba en la periferia de los cultos en el virreinato. La figura religiosa más popular era entonces la de los Remedios de Naucalpan.

            Con la valuación técnica de Cabrera, quien es recordado por el cuadro que pintó de Sor Juana, y una estrategia de posicionamiento, dirían hoy los mercadólogos, Guadalupe se convirtió en la patrona de México.

            Crescencio Martínez, este sabio hablantín y recuperador de antigüedades, no habla por aligerar el viaje. Habla porque ama lo que hace, porque celebra la vida a través de las artes religiosas.

            Llegamos a la terminal en Tonalá, Jalisco. Él espera alcanzar el autobús que lo lleve a Culiacán, y de ahí ir a su casa, que es su celda monástica en Guaymas, Sonora. Le esperan casi 25 horas en carretera, las necesarias para evocar vírgenes, cristos y cirios pascuales.

 

 

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