El que ama los caballos

Ha sonado la hora del reconocimiento mainstream.

La biografía que acaban de leer es un síntoma de ello

Emmanuel Carrère, en su nota final de Yo estoy vivo

Tenía muchas ganas de leer Yo estoy vivo y vosotros estáis muertos. Un viaje en la mente de Philip K. Dick(Anagrama, 2018), de Emmanuel Carrère (París, 1957), con traducción de Marcelo Tombetta. Lo tenía en mi lista de pendientes, hasta que mi querido amigo Roger Octavio Gómez Espinosa me lo trajo de regalo.

            El libro es deslumbrante. No creo que yo pueda hacer mi propia biografía en forma tan minuciosa como Carrère hizo la del ahora célebre K. Dick. Se sabe con puntualidad qué hizo cada día, por qué, qué pensaba, con cuántas mujeres se acostó, de quién estuvo enamorado, qué tipo de drogas consumió, cuándo y por qué se le ocurrieron las tramas de sus cuentos y sus novelas. Hay momentos en que inventa (lo reconoce explícitamente), pero para escribir esta biografía tuvo que leer una cantidad ingente de documentos y libros, y hablar con mucha gente. Y luego poner su talento, que es mucho, para organizar la información y volverla el texto espléndido que es.

            No es necesario saber quién fue el personaje de quien habla, porque Carrère lo explica de pe a pa, y lo hace tan bien, con una escritura que te toma como suyo, que las 357 páginas se consumen tan rápido como el papel en una hoguera.

            Los primeros escritos de Philip se hacían con recortes, títulos absurdos y coloridas ilustraciones. Alguien (Boucher) dice que todo lo que publicaban de ciencia ficción, en ese tiempo, tenía el mismo tratamiento (p. 29): “Si hubieran publicado la Biblia en una colección de ciencia ficción, habría sido en dos tomos de veinte mil palabras cada uno, al antiguo testamento lo habrían titulado El Maestro del Caos y al nuevo La Cosa de tres almas”.

  1. Dick tenía un libro de Berlolt Brech en donde había subrayado una frase irónica (p. 41): “Reía porque sus enemigos no podían alcanzarlo; no sabía que se ejercitaban para errar el tiro”.

            Unos estudiosos de ovnis, en uno de los varios matrimonios y cambio de domicilios que tuvo Philip, lo invitaron a una reunión. Ellos se suponen que sabían casi todo, entre otras (p. 63) “conocían la fecha exacta del fin del mundo: el 23 de abril de 1959”.

            Cuenta Carrère una anécdota sobre el gran Mark Twain. Tuvo un hermano gemelo (p. 66): “De niños, Bill y Mark se parecían tanto que para distinguirlos les ataban en las muñecas unas cintas de diferentes colores. Un día, los dejaron solos en la bañera y uno de ellos se ahogó. Las cintas se habían desatado. ‘De modo que, concluyó Mark Twain, ‘nunca se supo quién de los dos había muerto, si Bill o yo’ ”.

            Carrère ni siquiera piensa que Philip K. Dick sea un gran autor, lo que hace aún más interesante su decisión de escribir sobre él (pp. 164-165): “Es curioso que nazcan de la pluma de un autor de ciencia ficción, un autor de estilo mediocre para colmo, esos pasajes memorables que no sólo son sobrecogedores, sino que nos dan la certeza de aferrar algo esencial, fundamental”.

            Hace Carrère resúmenes de cuentos, libros, tramas; en éste justifica su título (p. 196): “Y al acompañar al baño a uno de sus compañeros agonizantes, literalmente devorado por la muerte bajo su mirada, Joe descubre encima del urinario un grafiti firmado por Runciter: YO ESTOY VIVO Y VOSOTROS ESTÁIS MUERTOS”.

            La gran imaginación y el alto consumo de drogas hacían de Philip un hombre atípico (p. 216): “Un día, alguien le anunció la muerte de una amiga común. Pero no dijo: ‘Gloria se ha suicidado’, sino: ‘Gloria se ha suicidado hoy’, como si hubiese sido inevitable que se matara un día u otro”.

            Una de sus tantas rarezas era creer que las cajetillas de Marlboro y el Ku Klux Klan tenían vínculos claros (p. 225): “sostenía que las líneas en el paquete de cigarrillos separan los espacios rojos de los blancos forman tres K, una en el reverso. Otra en el anverso y la tercera en la parte superior”.

            Su nombre lo hacía víctima de burlas (p. 263): “El nombre Dick, que en slang americano quiere decir ‘verga’, se presta evidentemente a bromas de mal gusto”; el primero, Philip, tenía un significado mejor (p. 301): “el que ama los caballos”; Kindred (K) “en inglés significa ‘parentesco o vínculo de sangre’ ”.

            Recibía mucha correspondencia y eso, como todo en su vida, según él, estaba lleno de premoniciones (p. 272): “Hoy es lunes -le dijo a Tessa-. El miércoles llegará una carta que tal vez me matará”.

            En una larga cita que hace Carrère sobre un libro de K. Dick, dice (p. 309): “Digamos que no me sorprende que Dios haya elegido ese vehículo y a ti para conducirlo. Siempre hace lo mismo. Utiliza materiales de escaso valor: la piedra que los constructores han descartado. Cuando Él decide elegir un pueblo, no elige a los griegos o a los persas, sino que va a buscar una oscura tribu de nómadas de la que nadie ha oído hablar”.

            Tuvo el biografiado una primera mujer que lo quiso. La cambió por otra y allí empezó una cadena de abandonos. Lo dejaban por imposible (p. 317): “Había tenido una mujer que lo amaba y la había abandonado. Un hombre no recibe dos veces esa bendición”.

            Escribió Philip, en una de las citas que hace Carrère (p. 347): “Muchas personas aseguran recordar sus vidas anteriores. Yo, por mi parte, afirmo que puedo recordar una vida presente distinta”.

            Aunque fue leído y admirado en muchos países y por muchas personas, Philip K. Dick nunca fue muy conocido en los altos altares de la literatura. La iba tirando en el terreno económico, hasta que una película lo volvió un autor de culto, y allí sigue (p. 352): “Los derechos cinematográficos de Blade Runner le procuraron mucho dinero. Donó una parte importante de ese dinero a asociaciones caritativas”.

            “El 17 de febrero de 1982”, sus vecinos (pp. 362-363) “lo hallaron en el suelo, inerte. En el hospital, los médicos pensaron en un primer momento que se recuperaría de ese ataque, pero tuvo dos más en los días siguientes; solo los ojos indicaban que aún estaba consciente”.

            Llegó su fin (p. 364): “Después el encefalograma se convirtió en una línea recta. Quedó así durante cinco días. Cinco días en los que esa línea recta recorrió la pantalla, hasta que el 2 de marzo, cuando lo desconectaron todo”.

Contactos: hectorcortesm@gmail.com

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