Enero, agosto, octubre
Casa de citas/ 774
Enero, agosto, octubre
Héctor Cortés Mandujano
Por regalo de mi amiga Nedda y porque he logrado conseguir algunos más por mi parte, he leído muchos libros de Sergio Galindo. Ahora leo La justicia de enero (Universidad Veracruzana, 1984), su primera novela.
Es un gran primer libro, que muestra ya la complejidad en las tramas que explorará en los siguientes. Galindo era un excelente constructor de personajes y aquí, al margen de la pareja central (Héctor y Cecilia), los demás personajes son también, o parecen, seres humanos, no invenciones de papel, no palabras solamente.
Héctor es agente migratorio, difícil de trato y mató a una persona; Cecilia es también rara: quisiera vivir en paz y se busca a un hombre violento; quisiera tranquilidad y cuando deja a Héctor (no soporta que sea un asesino con placa) se vuelve prostituta y amante del dueño de un negocio poco legal. Se enterará que su nuevo hombre ha matado también a alguien.
Héctor, Pedro y varios más son agentes, y buscan gente para deportar (y de paso hacer negocios turbios). Héctor enseña a Pedro la foto de Claude Rennie. Pedro le dice (p. 16): “Es bonito como una mujer”.
Mientras leí con fascinación esta novela me pregunté por qué se titulaba así. La respuesta la hallé en la página 203: “Hay un viejo refrán que tal vez usaron nuestros tatarabuelos: ‘La justicia de enero’. Da a entender que no hay jurado o juez o gobernante que sea igualmente justo al iniciar que al terminar su periodo. Empiezan muy estrictos y terminan magnánimos, o lo contrario. Enero es el mes que más cambia. Así es la justicia, quizá así deba ser, una especie de duda o de zozobra”.
***
Los demonios que vences con regularidad se llaman pulsiones de la libido,
a los dragones que enardecen tu soledad puedes decirles traumas,
el amor por tu celda no es sino una vulgar claustrofilia,
las alucinaciones que emergen desde la profundo a la altura de tus ojos
empavorecidos no son sino proyecciones
Carlos Monsiváis,
en “El monje que tenía presentimientos freudianos”
Me regalan libros que ya tengo o he leído. Los leo de nuevo. Eso me pasó con El coronel no tiene quien le escriba (Era, 1982), de Gabriel García Márquez, en donde es notoria, en un principio, la insistencia en el mes de octubre (en la última página ya estamos en diciembre); en su novela póstuma, En agosto nos vemos, toma otro mes para desarrollar su historia.
Lo hice con Nuevo catecismo para indios remisos (Siglo XXI, 1982), de Carlos Monsiváis, una publicación extraña, porque Monsiváis es dueño de una impresionante bibliografía personal hecha de ensayos y crónicas, y este libro breve es su única incursión en la literatura ficcional. Su marca es el humor, la irreverencia, la ironía, como en “Quien no odie los símbolos sólo conocerá la fe por aproximación”, donde el hechicero indígena de Tlapana, para mostrar a sus amigos que él podía hacer símbolos, cuando ellos le espetaban que no era fácil (p. 34), “convirtió una piedra en serpiente. El ocelotl en pantera. La pantera mudose en halcón. El halcón devino tortuga. La tortuga amaneció águila. El águila se detuvo, fatigada de la ronda de metamorfosis”; sin embargo, “los compañeros del hechicero se irritaron: ‘Crear símbolos es muy fácil. Lo que es arduo es hallarles una interpretación convincente y duradera’ ”.
Se enoja el anciano: “el águila se transformó en un tigre que devoró a los simbologistas y, al apaciguarse, se volvió sarape. Rendido, el viejo indígena durmió plácidamente”.
En la “Fábula donde nada es relativo excepto lo absoluto”, un teólogo tradicional dice a un progresista (p. 95): “Consígase alguien que ignore un arca abierta, o que carezca de pensamientos limpios en presencia de vírgenes desnudas. No los hallará”.
Y también me ocurrió con Los de abajo (FCE, 2020, de distribución gratuita), de Mariano Azuela. No recordaba lo buena que era, lo bien escrita que está. Camila está enamorada de Luis Cervantes, el Curro, pero él la ignora. Llora al notar su indiferencia y dice el narrador (p. 45): “Entre los jarales las ranas cantaban la implacable melodía de la hora”.
En la refriega, se distinguen por su ferocidad dos hombres de Demetrio Macías. Uno de ellos acaba de rebanarle el cuello a uno de los contrarios. Dice el narrador (p. 54): “en su semblante persiste su mirada dulzona; en su impasible rostro brillan la ingenuidad del niño y la amoralidad del chacal”.
Alberto Solís dice a Luis Cervantes (p. 57): “La revolución es el huracán y el hombre que se entrega a ella no es ya el hombre, es la miserable hoja seca arrebatada por el vendaval…”.
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No pensé que me fuera a gustar tanto Sócrates. La sabiduría empieza con el reconocimiento de la propia ignorancia (RBA Coleccionables, 2019), de Ramón Vilá Vernis.
Es difícil escribir una biografía de este filósofo y, como él no dejó nada escrito, la única forma de acercarse a su pensamiento es a través de otros. Hubo varios filósofos antes de él (p. 29): Tales de Mileto, Anaximandro, Anaxímenes, Pitágoras, Heráclito, Parménides, Anaxágoras, Empédocles y Zenón. Sin embargo, dice el autor en su introducción (p. 7), “a partir del siglo XIX es habitual colocar a todos los filósofos anteriores a Sócrates dentro de una categoría llamada ‘filosofía presocrática’, lo que parece arrojar sobre ellos una sombra de interinidad, de estado aún nonato”.
El Sócrates más conocido al que podemos acceder es el que nos regaló Platón en sus Diálogos. No todo lo que dice Platón de su maestro era cierto (p. 43): “Diógenes Laercio recoge la anécdota de que, al oír a Platón leer uno de sus diálogos en voz alta, Sócrates habría exclamado: ‘Por Heracles, ¡cuántas mentiras dice este joven sobre mí!’ ”.
Contactos: hectorcortesm@gmail.com








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