Tres corazones de hombre

Casa de citas/ 770

Tres corazones de hombre

Héctor Cortés Mandujano

 

El tiempo es ciego; el hombre, un estúpido

Víctor Hugo,

en Nuestra Señora de París

 

Me imagino la delicia que fue para quienes leyeron, en su estreno de papel, en 1831, según el prefacio, Nuestra Señora de París, de Víctor Hugo, porque su trama está llena de sorpresas y, además, muestra en su esplendor a un escritor de rico lenguaje y tejido fino. A la luz del día de hoy, claro, saltan, entre otras naderías, por ejemplo, las coincidencias (que Esmeralda y su madre se reconozcan hasta el momento en que lo hacen) y las gratuidades (que el sacerdote se apasione y por su erotismo no satisfecho se vuelva tan malvado). Pelillos a la mar que, pienso, en aquellos años no quitaban el asombro y el gusto por esta historia que tiene todo: la muchacha bella e ingenua, el monstruo horrible y bueno, el canalla engañador, el sacerdote bondadoso que se vuelve malvado, la mala redimida… En fin.

Leo ahora de nuevo Nuestra señora de París (Editorial Molino, 1990, con traducción de A. Fuentes), del gran Víctor Hugo.

La palabra ANAFKH, dice Hugo en el prefacio, “ha inspirado este libro”. La historia comienza 400 años antes de su publicación, en París, el 6 de enero de 1482, día en que se celebraba, al mismo tiempo, el día de los Reyes y la fiesta de los locos.

Ilustración: Luis Daniel Pulido

Fuera de las páginas que describen el París de aquellas épocas, hay también opiniones literarias (p. 26): “Suponiendo que la entidad del poeta se representara por medio del número diez, un químico, analizándola y dosificándola, como dice Rabelais, la hallaría compuesta de una parte de interés y de nueve partes de amor propio”.

Van apareciendo los personajes. El enorme y horroroso Quasimodo (“bien pudiera creerse que había sido un gigante roto y mal unido después”), del que se dicen sinsentidos (p. 39): “Debe ir con las brujas a celebrar los sábados. Un día se olvidó una escoba en mi tejado”. No le falta ninguna desgracia física: tuerto, cojo, sordo, casi mudo (p. 106): “Cuando la necesidad le obligaba a hablar, su lengua parecía como anquilosada y torpe, cual una puerta cuyos goznes están enmohecidos”.

Pedro Gringoire, al calor de la doble fiesta, se mete en los terrenos que controlan los ladrones, los bandidos (esta historia va a servir para que el autor nos presente a Esmeralda, la bellísima gitana de noble corazón), porque se deja llevar por los desvaríos de su mente fantasiosa, hasta que ya es tarde (pp. 61-62): “La realidad tomaba cuerpo en torno a él, tropezando trozo a trozo con la espantosa poesía de que se creyó rodeado a principio. Entonces le fue forzoso reconocer que no cruzaba la laguna Estigia sino el lodo; que no se codeaba con demonios, sino con truhanes; que no arriesgaba el alma, sino la vida”.

Esmeralda lo salva y en una conversación ella le explica qué es el amor (p. 73): “El amor es ser dos y no ser más que uno; un hombre y una mujer que se truecan en un ángel: es el Cielo”.

Gringorie le cuenta cómo llegó a ser, digamos, escritor (p. 76): “Al cabo de algún tiempo comprendí que me faltaba algo para todo, y convencido de que no servía para nada, senté plaza de poeta y de compositor de ritmos”.

Dice Hugo sobre la iglesia central del relato (p. 82): “No se crea por esto que la Catedral de París es un monumento completo, definido, clasificado; no es una iglesia bizantina, ni menos aún gótica. Este edificio no es un estilo”.

Esmeralda está enamorada del capitán Febo de Chateaupers y prácticamente se le ofrece; como ella le pide palabras de amor, él se las da como está acostumbrado hacerlo con otras. Ella siente que después de eso ya no hay más, y exclama (p. 206): “¡Este es el momento en que debiera morir!”. Desnuda y en brazos del hombre, no se completa la posesión porque aparece Claudio Frollo, el sacerdote que olvida toda bondad y sólo desea tener como suya a la gitana, y da tal golpe al capitán, que lo supone muerto.

Acusada de asesinato y condenada a muerte, Esmeralda es torturada sin piedad (p. 220), “y la infeliz Esmeralda lanzó uno de sus horribles gritos que no tienen ortografía en ningún lenguaje humano”. Es salvada por otro de sus enamorados: Quasimodo.

Como suele ocurrir, Esmeralda sólo ama a Febo, el hombre que no la quiere (que, por cierto, no muere) y desdeña y desprecia los otros dos corazones de hombre que la veneran: Claudio Frollo y Quasimodo.

Un pensamiento de Frollo (pp. 268-269): “El corazón humano (el sacerdote había meditado acerca de esto), sólo puede contener determinada dosis de desesperación; cuando está bien empapada la esponja, el mar entero pasa por encima de ella sin hacerle recoger ni una gota más”.

Para salvar a Esmeralda, Frollo trata de convencer a Gringorie que se eche la culpa. Le debe la vida a la gitana, acepta el poeta, pero no quiere que lo ahorquen en su lugar, entre muchas otras razones, arguye, porque (p. 278) “tengo el gusto de pasar todo el día, desde la mañana a la noche, con un hombre de genio, que soy yo, lo que es muy agradable”.

Gudula odiaba intensamente a Esmeralda. Cuando la tiene para entregarla a quienes la matarán, descubre que es su hija. Dice Víctor Hugo (p. 336): “Renunciamos a describir semejante situación”.

Como en el Hamlet de Shakespeare, pocos quedan vivos aquí. El único amor puro, parece decirnos el autor, era el de Quasimodo, quien muere abrazado al cadáver de su amada. La novela no está exenta de humor, como esta perla (p. 353): “Febo de Chateaupers también tuvo un fin trágico: se casó”.

 

***

 

No sabía que Díaz Mirón y Othón fueran tan amigos, como lo expresa Manuel Sol T. en su puntual ensayo “Salvador Díaz Mirón, Manuel José Othón y la estética del ‘realismo poético’ ” (La palabra y el hombre. Revista de la Universidad Veracruzana 79. Julio-Septiembre de 1991). Incluso cita versos que parecen prestados el uno del otro. Los compara. Dice Othón (p. 186): “Yo, como el gran poeta, ante el despojo/ del hombre de virtud, sencillo y fuerte,/ no estéril grito de piedra arrojo;/ ni a los hados maldigo, ni a la suerte/ sino que siento en mí brotar un canto/ de glorificación para la muerte”, y dice Díaz Mirón: “¡Ante el despojo inerte/ de un hombre de virtud, yo no maldigo,/ sino aplaudo la muerte!/ Celébrele conmigo/quien a sensible corazón de abrigo”.

Cita mi querida Nedda G. de Anhalt, en un ensayo de la misma revista, a Valéry (p. 280): “El criterio para valorar una creación no se encuentra en su novedad, sino a la inversa, en su ancianidad profunda”.

Contactos: hectorcortesm@gmail.com

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