Roma: mosaico de lo que imaginamos ser

Hace poco menos de una semana pude ver Roma, la multimencionada película de Alfonso Cuarón y, sin ser experto, coincido con quienes afirman que fotográficamente es magistral. La decisión de filmarla en blanco y negro abona a ese toque nostálgico que inunda cada calle y cada habitación de la enorme casa de la Roma.

Me gustó también el obsesivo cuidado con el que se recrearon atmósferas: muebles, aparatos, adornos, cuadros, sonidos. La recreación escenográfica es también extraordinaria.

Hasta ahí, me convence plenamente. Pero a diferencia de tantísimas opiniones favorables que la elogian conmovidas, no me sucedió lo mismo con la trama.

Sin pretender -insisto- pasar por experto, ni siquiera como cinéfilo culto, me queda la sensación de que la trama carece de contundencia. Me pareció-y seguramente lo es- un filme contemplativo y de autorreflexión del propio Cuarón y hasta ahí lo entiendo, puede gustarme o no pero no por ello digo que es mala.

Donde me asalta la duda es justo al momento de observar la relación de la “familia-bien-clasemediera-buena-onda” con Cleo, la “nana-sirvienta-entenada-cuasiesclava” a la que la familia, particularmente la señora de la casa, trata con humanidad y cortesía, con ese trato de iguales pero no tan iguales como nosotros, del que habla Orwell en “La rebelión en la granja”

A Cleo le dicen “te quiero”, pero también le toca ser la última en ir a dormir, y si quiere desvelarse puede hacerlo usando una vela porque “la señora se enoja” por el gasto de la luz; a Cleo, embarazada, le toca cargar las maletas durante el viaje de año nuevo; a Cleo le toca también que la Señora Sofía le diga que no la correrá por “estar de encargo” o la lleve con ella y los niños a la playa. La señora Sofi “es buena”…

La trama pues, nos gusta por los recuerdos y las atmósferas tan perfectamente recreadas, pero también -opino- por complaciente.

Roma nos gusta porque de algún modo nos exculpa. Porque nos hace sentir que nosotros tampoco somos tan malos por tener en casa a nuestra propia Cleo o nuestro propio Ignacio, muy probablemente sin derechos ni certeza laboral pero a quienes probablemente también les decimos “te quiero” y nos los llevamos a la playa, aunque sea a trabajar.

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