Correos

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Foto creada con IA
A mi madre
Fui al correo porque me acordé del día del cartero. Pero creo que ya no existe porque nunca más volvió uno de ellos a la casa. Ahora, y no siempre, llega paquetería, previamente escrita no como carta, pero sí escrita y pedida desde un celular o computadora. Los dedos de las manos aún sirven para escribir y comunicar. La oficina de correos lo acoge un edificio hacendario, donde casi siempre está parado un policía.
Recuerdo cuando iba para dejar cartas o postales, su pasillo ancho dejaba ver algo faraónico. Un techo alto donde los trabajadores apenas se veían. Sobre la barra larga de mármol, la esponja con agua para untarle al sobre que ya llevaba algo de pegamento. —¿Nacional? o ¿internacional?—, la voz habitualmente de mujer desinteresada del otro lado de la barra. Entonces mostraba cómo sus manos rompían rápidamente los timbres pegados y separados por pequeños espacios también unidos. El timbre nacional era más caro que el internacional. (Nunca supe por qué. Tal vez porque la mayoría de las vece, compraba nacionales.) Enseguida, el ritual del viaje escrito. Si no había la esponja con agua, la lengua era la salvación. Lado superior izquierdo, mis datos, escritos un sinfín de veces. Aún me tocó escribir los cinco números del código postal. Debajo y en medio, los datos del destinatario. Al final del acto, te esperaban seguros de sí mismos, los círculos o la rejilla por donde se iban deseos, historias, poemas, tristezas, nostalgias…; justo a la altura de la cadera, volvías a leer: “nacional o internacional”. Y después de empujar la carta y sabiendo que no hay regreso, salías del edificio con una sensación de que algo había pasado o pasaría.
Desde la lejana ciudad de México sabía que a madre María Antonia Carboney Tovar, le daba una particular alegría recibir mis cartas. Lo sentía. Lo mismo supongo pasaba con ella porque me escribió muchas. También yo lo hice. Los testigos de esto son las postales de varios lugares que se ven en la sala de la casa donde actualmente ella habita.
Ayer cuando la oí decir, a sus más de 90 años, que le gusta escribir, comprobé la fuerza de las cartas. Y también la fuerza de ella. Que recuerde eso me llevó a ver una de sus cartas, que siempre tuvieron un doblado propio e irreconocible. Su letra, manuscrita, única en el tiempo, le daba una elegancia en la forma en que estaba escrita la letra manuscrita. Se veían bonitas sus letras. Como ella. Cuando abría una carta de ella, había, además de todo el acto de abrirla, leerla y guardarla, las cosas que me contaba. Historias que a través de su mano y su tiempo dedicado sobre una mesa, ella llenaba la hoja y un vacío (hasta económico porque una llamada de larga distancia era muy cara, y eso que TELMEX era estatal) que sentía conmigo desde la ventanilla abierta del autobús de la Colón cuando se alejaba de ella con su brazo del adiós levantado. La correspondencia que mantuve con ella duró hasta mucho después de mi paso por la UNAM y por Alemania. Muchas cartas escribimos, postales, y también llamadas telefónicas. Aún conservo algunas de ellas. “Querido hijo”, era siempre su inicio. Al final, su nombre algo inclinado hacia la derecha con la letra manuscrita: “tu madre que te quiere, Tony”. Ahora la grandota oficina de correos se ve vacía. Pero algo en mí no.







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