El Estado soy yo (y mis biógrafos son premios Nobel)

El estado soy yo

En Hispanoamérica tenemos la costumbre de que, de vez en vez, aparezca un señor que considera el poder como una suerte de patrimonio personal y establece un régimen de opresión que suele ser estricto con los pobres, los estudiantes y en general con cualquiera que no posea un outfit militar en el armario. Este personaje, tan recurrente en nuestra historia, ha despertado la fascinación y el horror de algunos de los mejores escritores de estas tierras, incluyendo a los premios Nobel. Aunque la lista de laureados se extiende a seis (Neruda, Mistral, Asturias, García Márquez, Paz y Vargas Llosa), me ocuparé sólo de cuatro (particularmente porque en esta reseña mando yo).

La más clásica de las novelas sobre el tema del dictador es El señor presidente de Miguel Ángel Asturias. Inspirada en el gobierno del tirano guatemalteco Manuel Estrada Cabrera, narra el estado de sitio en que se encuentra un país bajo la sombra de una autoridad tan enérgica que ni siquiera es necesario que tenga nombre propio. Más cercana a la alucinación que al mero realismo, El señor Presidente se enfoca en las intrigas alrededor del asesinato del militar José Parrales y de la misión a cargo del agente Miguel Cara de Ángel para ayudar a escapar a otro militar implicado injustamente en el crimen. Esta “ayuda” orquestada por el propio presidente, busca en realidad un beneficio político, pero Cara de Ángel termina enamorándose de la hija del general implicado, lo que pone a prueba su lealtad al régimen. Evidencias fabricadas, inocentes encarcelados, conspiraciones descubiertas, simulación, cruce de sueño y realidad, mitología maya conforman una trama, cuyos temas profundos son los mecanismos de control que sostienen a una tiranía y que otorgan realidad a un mandatario, cuya presencia en la novela es casi fantasmal, y quizás por ello más pavorosa.

En contraste a esa radiografía de un sistema podrido, Gabriel García Márquez nos regala un dibujo a detalle de la personalidad del tirano. El otoño del patriarca se centra los recuerdos de un líder que ha llegado a cumplir un siglo al frente de un país (cuyos acontecimientos ponen más dificultades que pistas para situarlo en una época o un mapa). Como es su costumbre, García Márquez aprovecha todo tipo de imágenes simbólicas, exageraciones poéticas, referencias históricas y bíblicas (junto a centenas y centenas de adjetivos) para representar un poder que por más intentos que se hagan, no va a cambiar de manos (tomen nota). Al mismo tiempo, esta novela busca profundizar en la soledad que el poder absoluto lleva consigo y la desmesura que supone un sistema despótico donde todo es posible: morir más de una vez, vender el mar a los norteamericanos, canonizar a la propia madre, asar con especies al traidor ministro de Defensa y servirlo en un banquete al resto de los conspiradores. “El único error que no puede cometer ni una sola vez en toda su vida un hombre investido de autoridad y mando”, dice el patriarca, “es impartir una orden que no esté seguro de que será cumplida”. Toda una filosofía de vida.

“¿En qué momento se había jodido el Perú?” es el tipo de frases que uno va repitiendo por ahí con ligeras variantes, pero que cuando se leen en su contexto original se puede entender el tamaño de su pesimismo. Así inicia Conversación en La Catedral, la novela en la que Mario Vargas Llosa describe, a través de una centena de personajes periféricos y centrales, la dictadura de Manuel Odría en ese país, un régimen marcado por la impunidad y las divisiones sociales y raciales. El libro está construido alrededor de los diálogos que en un bar llamado La Catedral sostienen Zavalita –otrora rico y revolucionario, pero ahora simplemente un mediocre empleado de periódico- con Ambrosio, el zambo que tiempo atrás había sido chofer de su familia y amante de su padre. La anécdota central sirve para que personajes de todos los estratos y oficios entren y salgan de la novela para evidenciar que un gobierno infame no es muy distinto en vileza a los miembros de su sociedad. Y parecerá poca cosa, pero Vargas Llosa demuestra en esta obra una capacidad extraordinaria para transmitir en 700 páginas, llenas de técnicas renovadoras, la frustración de un país que ha sido contagiado de desesperanza.

Finalmente, la narrativa no es el único género capaz de hablar del poder y de las condiciones en que deja a un pueblo. Octavio Paz, quien en sus inicios simpatizó con la Izquierda y años más tarde, se convirtió en una suerte de villano favorito de esa misma Izquierda, también vivió fascinado con el tema. A los excesos del Estado dedicó no pocos ensayos, pero si somos lo bastante agudos podemos encontrar esas mismas inquietudes en su poesía (sobre todo en la de su primera época). Producto de constantes revisiones y refundiciones, Libertad bajo palabra no sólo es el primer libro que Paz consideró realmente suyo, sino que es el trabajo esencial para entender la vertiente civil de su poesía. Textos como “Elegía a un compañero muerto en el frente de Aragón” o “Bajo tu clara sombra” dan muestra de fuertes preocupaciones sociales. En “Entre la piedra y la flor”, escrito durante su estancia en Yucatán a donde llegó a fundar una escuela para hijos de trabajadores, acusa la miseria de la que fue testigo y, a la vez, hace una condena del dinero que “es infinito y crea desiertos infinitos”. Ese país visto por Paz y que marcó su poesía temprana es el mismo que Vargas Llosa denominaría décadas después “la dictadura perfecta”. Y sí, adivinaron: se trataba ya del país del partido único.

CONCLUSIÓN

Y como dijo el poeta: ¿Qué hubiera escrito Neruda, qué habría contado Roa Bastos, si no existieran dictaduras como las de ustedes?

*El texto fue retomado del blog del autor Tediósfera 

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