Fragmentos de la memoria a fuego lento
Cuando pienso en mi padre lo hago en fragmentos. Tal y como si fuera una obra que está realizando. Un tabique aquí, un recuerdo allá. Como el héroe de una viñeta. Donde uno de los personajes principales es mi abuelo. Mi padre sin duda es la continuación de él. Un hombre hecho solo.
Mi abuelo, puede decirse, fue un exiliado de su país y mi padre un exiliado de su entorno. Sin ningún gen aparente de donde pudiera asirse. Sin ninguna explicación coherente que le hiciera entender a aquel hombre de baja estatura, piel blanca y ojos verdes por qué su hijo primogénito quería estudiar fuera del pueblo, a una edad que sobrepasaba la adecuada para hacer una carrera y un oficio que no tenía nada que ver con el comercio.
Por eso cuando observo una obra que realiza mi padre, pienso irremediablemente cuál es su tesón, cuál es el embrujo de un pueblo costero; sí bien rico en vestigios prehispánicos, pobre en su capacidad de reconocerlos y enorgullecerse de ellos.
Un amigo me comentaba, ¿por qué tu padre pinta quijotes? Será por ese espíritu de aventura, de quimeras. Y alguien más me decía: en los quijotes de tu padre nunca está Sancho.
Y entonces vuelvo a creer en esa figura solitaria de mi padre. Enamorado de la figura femenina, zoomorfas, sirenas.
Quien ha platicado con él, descubre esa veta de niño en sus ojos que emocionado narra cuando se perdía en el cerro y tenía que dormir en un árbol antes que exponerse a los tigres.
De mi niñez recuerdo, como fragmentos, una casa alta de tejas, de una sola habitación grandísima, donde nos visitaban a menudo pintores, actores como Socorro Cancino y Mario Iñiguez. Y cómo olvidar a un bailarín que leyó la mano a mi madre, vaticinándole una larga y penosa enfermedad a los 45 años.
Y sí, despiadadamente, el augurio se cumplió. En otro fragmento, mi padre nuevamente solo, con su compañera de vida postrada en una cama durante 26 años. Por eso entiendo su constante en cristos, a pesar de no ser aparentemente creyente. Creo que en cada uno de ellos hay una búsqueda del porqué del sufrimiento. Es como exorcizar un poco las preguntas que jamás hallarán respuesta.
Cuando veo una obra de él, entiendo también el por qué del misticismo que parece regir su vida. Confluyen los cuatro elementos y la convierte en una obra poderosa, energética que puede equilibrar cualquier espacio donde está.
Y a la mente me viene, mis dolores de huesos cuando era niña, o el dolor de oído de mi hermana. Él siempre cerraba los ojos, ponía sus manos sobre la parte doliente y nos decía que nos concentráramos, que el dolor se iría. Algo tenían sus manos que provocaban esa tranquilidad.
Yo veo en mi padre, a sus 82 años, sus ojos de niño que se le agrandan cuando alguien le dice Maestro. Su voz se vitaliza cuando cuenta sus anécdotas, y su nostalgia suspira cuando está frente a sus hornos dirigiendo una cocción más. Y aunque ahora ya no lo recuerda con precisión, cuando me desesperaba por algo, de él aprendí que Todo tiene remedio menos la muerte.
Por eso, la Galería Rodolfo Disner es un homenaje permanente a su obra, para que la visiten, la recorran, y puedan maravillarse de la belleza de los cobaltos, de las mujeres de la Costa, de las sirenas, de esos quijotes solitarios.
Tal vez, este breve texto sea una cercanía hacia la intimidad de un hombre que peca de humilde, generoso, pero que se contrapone con su obra majestuosa, soberbia que se revela al tiempo.
Los invito a conocer su obra, a reconocerla. A sentir ese fuego que provoca resistir a 1050° de cocción, contra las desavenencias. A sus 82 años admiro su espíritu que de repente, parece quebrarse, pero renace como su arcilla, como sus fragmentos que en el horno van contando una historia, y que el fuego -en vez de consumirla- la va descifrando. Así es el temple de mi padre. Inquebrantable.
Nota: Texto leído en la conferencia “Aproximaciones a la obra del maestro Rodolfo Disner”, durante la 2da Muestra Internacional del Libro Chiapas-Centroamérica, Unach 2013.
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