No parecerse a nadie

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Ilustración: Luis Mario Sarmiento

En uno de sus conciertos para jóvenes, Leonard Bernstein explica por qué la música «no significa nada más que música». Las composiciones musicales no cuentan historias (aun así se llamen Don Quijote) ni expresan imágenes (a pesar de tener títulos como Cuadros para una exposición). En realidad, «la música no trata de nada», dice Bernstein, obedece a un plan musical y no es necesario buscar en ella algún tipo de escena literaria, circunstancia biográfica o paisaje deslumbrante, incluso cuando el compositor haya tenido alguna pequeña ayuda de la realidad o de otras artes para ponerse a escribir. La música es sólo una combinación endiabladamente afortunada de sonidos y silencios.

Que la música sólo sea sonidos y silencios no impide que signifique algunas cosas concretas para las personas. Desde animar a los patriotas a dispararle a unos cuantos enemigos hasta insuflar el sentimiento necesario para ayudar a un país del tercer mundo, la música parece unir a las comunidades en cuestiones tan disímiles como la guerra o la solidaridad. Aunque quizás el común denominador sea esa sensación de íntimo orgullo que crea vínculos con unas personas, al tiempo que nos separa de otras. En algún momento la música sirvió para consolidar alguna identidad nacional respecto a otra (Tim Blanning ha documentado con excepcional amenidad la guerra entre italianos, franceses, ingleses, alemanes, en el siglo XIX, para ver quién hacía «la mejor música»), pero en las sociedades capitalistas de las últimas décadas parece responder a una insistente necesidad de afirmarnos como individuos.

Todo esto representa, por supuesto, un problema. ¿Exactamente a qué individuo debe definir un gusto musical? ¿Podemos decir que somos cada uno de esos estadios musicales por los que hemos pasado? ¿O la suma de todos ellos? ¿Se trata acaso de un proceso de crecimiento que te lleva del «Rock en tu idioma» a Frank Zappa? Es fácil advertir que no sólo la música de nuestra vida ha cambiado sino también la forma en que describimos nuestro entusiasmo por una canción, nuestra decepción por un nuevo álbum. Todavía a los quince años, el gusto musical se expresaba en términos de una contusión (ya se sabe que «Seasons in the abyss» solo puede ser definida «como un golpe en la cabeza» y «Born dead» como «un golpe en el estómago»); después de los treinta es casi imposible no poner una pieza en relación con otras, con la historia de la música y dictaminar a mitad de un concierto «ese fue un fraseo típicamente coltranesco». En fin, que en la edad adulta es más sencillo decir si un álbum «te parece o no arriesgado» a decir si te gustó.

En mi niñez, yo empecé escuchando música clásica porque era muy barato conseguir cassettes de Brahms y Beethoven (y siendo entonces más antisocial que ahora, tenía únicamente el tomo 4 de la Enciclopedia Larousse para leer recomendaciones). En la secundaria descubrí el metal y, si Leonard Bernstein hubiera estado cerca, hubiera creído que eso era tanto como dejar a Shakespeare para leer revistas pulp. (Es decir, era una forma muy extraña de crecer musicalmente). Pero en realidad sucedió que descubrí que existía la gente de mi edad. Para quienes fuimos metaleros, la combinación de distorsión y doble bombo sale a la superficie cada tanto para recordarnos que todavía sobrevive en nosotros algo de aquel muchacho melodramático que tocaba «El infierno de Dante» en una guitarra de Paracho. Se trataba de una música que nos decía algo más que la poesía rudimentaria de sus letras. El sonido ponchado —un efecto que se obtenía bajando la afinación de las cuerdas a un grado que hacía indistinguible un acorde del siguiente— era más significativo que su lirismo al nivel de «en calles fangosas de sangre / donde mueren los poetas». Era ese «ruido de acompañamiento» el que nos ligaba de mejor modo con nuestra generación. No tanto el talento poético de los compositores metaleros sino la machacona ejecución de los músicos.

Ese convencimiento ensancha la manera de entender una canción. No lo que dice sino qué significa. Tomemos dos acordes de quinta: no hay nada necesariamente rebelde en ese Re seguido de ese Re sostenido, pero su aparición en nuestras vidas produjo tal efecto que ahora no podemos verlos simplemente como dos conjuntos de notas que han sido hermanados cientos de veces desde que Tony Iommi, o alguno de ellos, lo hizo por primera vez. Es la historia que acompaña su aparición en nuestra biografía lo que vuelve indispensable a un riff ruidoso y no a otro. Y esos elementos biográficos han tenido mucha mayor influencia en nuestro subconsciente que los supuestos mensajes subliminales en los discos. Los cristianos paranoicos buscaron en el lugar equivocado al momento de desentrañar por qué nos habíamos convertido en tan malas personas.

Recuerdo una canción de metal pesado de mi adolescencia, cuyo título, si mal no recuerdo, era «Viene Satán». Aunque no supiera inglés, la voz del cantante sugería algunas encendidas alabanzas al ángel caído. Años después, encontré una traducción fiel de la letra:

Viene Satán
Viene Satán
Limpia tu cuarto
Viene Satán
Lávate los dientes
Viene Satán
Haz más ejercicio
Viene Satán

Me sentí, por supuesto, defraudado. En particular porque la canción había constituido un fuerte vínculo de resistencia con mis compañeros de la secundaria marista, en una época en la que estábamos obligados a cantar «Confiad, recurrid» todos los días. Con los años supe entender que el resentimiento expresado por la música podía ser más real que el que podíamos adivinar en su letra. Comprendí que «Viene Satán» no era parte de mi vida por su mensaje o «plan musical» sino por necesidad. A los trece años, obligado por mis calificaciones a servir de monaguillo en las misas mensuales de la escuela, requería una canción satánica. No la mayor blasfemia que fuera posible escribir a 240 pulsaciones por minuto sino aquella que estuviera disponible en esos momentos.

Ese tipo de relaciones musicales con el mundo terminan por formarnos en la medida en que sentimos que el mundo —del transporte urbano al karaoke de los vecinos— parece estar empeñado en privilegiar las canciones feas. En esas circunstancias, no es difícil sentir que la mayoría de la música es una basura y abrazar el apostolado del buen gusto, confinándolo a parcelas cada vez más pequeñas. Al ruido del mundo hemos opuesto el ruido que nos identifica, no sólo en el sentido de lo que consideramos más nuestro, sino de lo que consideramos mejor. Y ese rasgo de enfrentamiento entre el hombre solitario y su entorno —una demostración de temple que solemos asociar al heroísmo— evidencia lo que pensamos del entorno, es decir, de la música del mundo. Esto quiere decir que para imaginar quiénes somos es muy práctico pensar en todos los géneros musicales, en el catálogo amplísimo, que podríamos, sin mayor recato, enviar al botadero de la historia. Amar un estilo hasta la pasión se ha vuelto menospreciar otros. Pero no se trata sólo de gusto musical, nivel de exigencia u oído entrenado sino de marcar una distancia con quienes aman esas otras manifestaciones musicales. «Si algún día nos meten en la cárcel por descargar música —dice un popular meme—, sólo pido que nos separen por géneros musicales». La mala música —esa otra definición del infierno— son los otros.

Pocas cosas nos hacen sentir tan bien como estar convencidos de que nos oponemos a las arbitrariedades musicales del mundo. Y en ese sentido no somos muy distintos de aquellos críticos que en el siglo XIX defendían la música de sus propios países (la frase que en 1839 escribió un crítico alemán puede resumir el pleito: «los alemanes crean música, los italianos la vulgarizan, los franceses la plagian y los ingleses pagan por ella»). Pero en términos objetivos casi todos trastabillamos al momento de esclarecer por qué la mala música nos produce animadversión más que indiferencia. En alguna parte de El alma de Hegel y las vacas de Wisconsin, Alessandro Baricco se pregunta: «¿Hay alguien que sepa acaso explicar de verdad por qué un joven que prefiere a Chopin en vez de a los U2 deba ser motivo de consuelo para la sociedad?» El orgullo que nos producen nuestras propias elecciones musicales tiene poco que ver con la música y más con cómo nos colocamos respecto a los otros oyentes.

La otra historia de nuestro crecimiento musical tendría que estar contada a través de todas aquellas figuras de quienes hemos querido diferenciarnos con el tiempo: nuestros padres, la gente que escucha canciones que puede silbar, los excompañeros que no pasaron del grunge de los noventa, los fans de los Beatles, los oficinistas que cantan a Arjona, los hippies que tocan tambores africanos en el cruce de avenida Revolución con Benjamín Franklin. Cómo vamos configurando como si fueran sensibilidades artísticas nuestros pequeños desprecios: también de eso trata una identidad. Quién diría que gusto y misantropía podrían fundirse un día. Quién diría.

Texto retomado del blog del autor Tediósfera

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