Tres lecciones sobre el humor

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Debo a Héctor Herrera, Jorge Ibargüengoitia y Ricky Gervais tres aprendizajes acerca del humor: lo que tiene de artificio, de exorcismo y de marco. Curiosamente, cada una de esas lecciones se relacionó con algún punto de mi vida y el lugar que ocupaban los libros en ella: lo que aprendí con Héctor Herrera en una época anterior a los libros, lo que supe con Ibargüengoitia en un momento en que lo único que me importaba eran libros, y lo que me enseñó Ricky Gervais una vez que había aprendido a rastrear ficciones extraordinarias más allá de la literatura.

Cholo y el truco retórico

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Los libros —las obras no escolares, la ficción y la poesía, en pocas palabras: la literatura porque sí— no llegaron a mi vida sino hasta que tuve once años. Antes de eso, toda mi educación provino del teatro regional. En ese entonces yo vivía en Campeche y un tío atesoraba las grabaciones de Héctor Herrera, Cholo, con la avaricia de quien guarda billetes bajo el colchón. Copiaba una y otra vez viejos casetes con las obras de teatro del comediante yucateco, quizás porque veía en ellos un patrimonio que desaparecería en cualquier momento. No se equivocó: hoy esas cintas se han endurecido o son ya irreproducibles. Como en Fahrenheit 451, sólo me quedó la memoria para preservar la literatura de mi infancia.

Pocas veces pude ver las obras de Cholo en directo, pero eso no impidió que me supiera palabra a palabra muchos de sus diálogos. En cierto sentido, sus casetes cumplían una de las funciones irremediables de los libros: crear el espejismo de lo vivido. Ese teatro para ciegos fue una suerte de soundtrack con el que recibí las primeras lecciones de política, sexo y humor. Los parlamentos de las obras de Cholo eran tan brillantes y naturales que un par de décadas después no puedo asegurar cuáles montajes vi y cuáles sólo imaginé. A la distancia pareciera que siempre estuve ahí, a unos metros del tablado.

Consumí sus parodias como quien escucha los discos de su banda favorita. Estreno tras estreno, de Cuna de perros a Mirando a tu mujer, inconscientemente fui educado en esa forma efectiva de la literatura que es la representación teatral. Escuchar a Cholo era escuchar las risas casi histéricas del público. De ese modo entendí que los chistes podían no estar con facilidad a mi alcance y, en esa niñez tan escasa de poesía, me esforzaba por interpretar frases cuyo auténtico significado exigían más esfuerzo que el ordinario.

Fui un seguidor fiel de de sus obras, y en cambio siempre detesté sus películas. Le tocó una mala época en la que lo común era participar en cintas vergonzosas, como las de la India María, pero el auténtico motivo de su fracaso es que su hábitat natural era el teatro del sureste, el humor con denominación de origen. Cholo para todos los públicos era un Cholo al que era difícil encontrarle la gracia. El resto del país, del continente, del mundo, no comprenderá nunca qué diablos tiene que hacer un actor y libretista como él en un medio obsesionado por la globalidad, por tener éxito en veinte idiomas. Cada que un periódico se refiera a Cholo como «cómico regional» será más bien para disculpar a sus lectores de que no le encontraran gracia alguna.

Un músico se encuentra con Santa Claus en la fila del Monte de Piedad. Hablan de la crisis y de los juguetes, de música triste y música alegre, muñecas de plástico y muñecas de verdad. El sketch que reunía todos estos elementos no trataba de absolutamente nada, pero en él latía la desordenada vitalidad de las conversaciones. Con apenas siete u ocho años encima, yo ya sospechaba que algo milagroso había en esos diálogos, cuya mayor virtud —como en el mejor jazz— era hacerte creer que todo estaba aconteciendo espontáneamente. Pasé semanas —meses, aventuraría que incluso un par de años— desentrañando la estructura de una obra donde los temas se conectaban unos con otros a través de sutiles coyunturas. No había yo comprado mi primer libro y ya padecía la misma curiosidad obsesiva de un formalista ruso. El primer aprendizaje literario que tuve respecto al humor me decía que la risa puede responder a un artificio cuya mayor virtud era pasar inadvertido.

Ibargüengoitia y la catarsis

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Una década más tarde descubrí la segunda cosa que tenía que saber respecto al humor. En ese entonces yo quería escribir poesía, y estudiaba literatura en una facultad que estaba todo el tiempo rebosante de psicólogas bastante lindas, es cierto, pero regularmente indiferentes.

A mitad de la biblioteca, adonde iba a pasar las mañanas para no quedarme en casa, apareció un libro de cuentos: La ley de Herodes, de Jorge Ibargüengoitia, la edición de Joaquín Mortiz con la foto enorme del autor en la contraportada. Antes de ese suceso, no sabía que existiera un escritor mexicano con ese nombre. Todas mis historias de la literatura daban cuenta de autores cuyos apellidos parecían normales, incluso para un directorio telefónico.

Fue a los diecinueve años —después de una adolescencia de historias más o menos intensas, más o menos desdichadas— cuando comprendí que la literatura también podría ser una venganza contra la vida. Y es que La ley de Herodes, ese extraordinario único libro de relatos de Ibargüengoitia, se me presentó de principio como un «fragmento de vida», más que como una obra de ficción. El protagonista se llamaba Jorge Ibargüengoitia, como el autor del libro, y relataba sus desavenencias con un contagioso ánimo de exorcismo. De las frustraciones sentimentales a las crisis económicas, las narraciones de La ley de Herodes parecían más bien un ajuste de cuentas con la realidad. En su lectura, al tiempo gozosa y dolorosa, llegué a comprender que, dada la enorme cantidad de cosas sobre las que no iba a tener control, la literatura me podría servir a veces para equilibrar los números rojos.

Con Ibargüengoitia aprendí que uno no sólo podía ser su propio blanco del humor, sino que era catártico hacerlo. Confundir autor y personaje, con la intención no del todo explícita de dejarnos mal parados, era liberador. Esa revancha contra uno mismo y el mundo suponía atender esas pequeñas concesiones que aceptábamos en beneficio de la convivencia: los vecinos, la familia, los buenos modales, la rutina, el amor. Y, con un poco de lucidez, uno terminaba aceptando que en literatura los asuntos menores retrataban a los seres humanos con la misma claridad que las Revoluciones, la Política, la Angustia Existencial y todas esas palabras con mayúscula que solemos asociar con los grandes libros.

Ibargüengoitia me hizo amar la ironía, el humor negro, el humor que casi no lo parece, y detestar en cambio el sarcasmo. Al autor de Las muertas no le parecía buena cosa crear un personaje con el único propósito de burlarse a costa suya. El sarcasmo evidencia cierta superioridad moral, el humor de quien está convencido no de tener la razón sino de que tú no la tienes. La ironía, en cambio, admite que el mundo es caótico y cruel, y nosotros parte del problema. Reconoce que estamos inmersos en una maquinaria, cuyo horror se aprecia mejor en los detalles personales, y que apenas es necesario cierto grado de realismo para comprobar lo ridículo del asunto. El poder, las relaciones sociales, la economía doméstica, necesitan de cierta simulación que la ironía y el humor están empeñados en exhibir.

La risa, dijo alguna vez Ibargüengoitia, «es una defensa que nos permite percibir ciertas cosas horribles que no podemos remediar, sin necesidad de deformarlas ni de morirnos de rabia impotente». Ahogados, como quizás nos sentimos ahora, por una sociedad que funciona de un modo deficiente, el humor y la ironía llevan a entender los pormenores de ese estado de sofocación y no solo se limitan a proporcionar la ilusión de la panacea.

En vista de que el mismo Ibargüengoitia desaprobaba la idea de un grupo de estudiantes manoseando sus escritos, en el último semestre de mi licenciatura le rendí el mejor homenaje que podía hacerle: abandoné mi tesis sobre Las muertas.

Gervais y el contexto

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Pasaron otros diez años para que otro maestro del humor me hiciera pensar en este concepto tan huidizo que, como pensaba Chesterton, parece ufanarse en su falta de definición. A Extras, la serie que retrataba la vida gris de un aspirante a celebridad, la descubrí en un botadero del Blockbuster. La primera temporada venía con una irresistible etiqueta de descuento.

Extras es un programa menor, qué duda cabe: modesto, breve, las risas nunca están garantizadas. Y, sin embargo, con él descubrí una extraña particularidad del humor: en ocasiones era básicamente contexto. Ricky Gervais, la mente detrás de Extras junto con Stephen Merchant, se había hecho famoso con The Office, esa extraña mezcla de serie y documental que explotaba los malos chistes colocándolos en circunstancias incómodas. De ese modo, un cuento particularmente malo podía volverse muy gracioso, gracias al milagro de la recontextualización.

Esto suena muy técnico, pero es más sencillo de lo que parece. Desde hace mucho tiempo hemos querido confinar el humor a espacios muy específicos: la carpa, la literatura genérica, la pared de ladrillos. Pero el humor es incontenible y tiende a aparecerse en todos lados y sabotear la seriedad con la que leíamos un artículo que parecía fundamentado, o dejar mal parada a esa figura pública que hizo una broma que nadie entendió como tal. ¿Por qué en Twitter abunda un humor tan dañino que ni da risa, por qué ciertos chistes revelan más tensiones sociales que ingenio, por qué esta generación ha querido reírse de todo como una forma de mantenerse a salvo de todo?

Con las series de Ricky Gervais aprendí las relaciones entre el humor y su contexto, y que un chiste surgía de inventar un nuevo contexto a una situación. Por ejemplo: el tipo que descubre que su mujer lo engaña con el vecino. La situación en sí no debía dar risa, pero un chiste proporciona suficientes elementos para que no pensemos en esa historia como en la anécdota que un amigo te confía en un viernes de copas sino como ficción. El chiste era una forma de «ponernos a salvo» de una situación embarazosa.

Sin embargo, Gervais restituyó el humor de los malos chistes poniéndolos en momentos incómodos, revelando que una mala broma en un incidente peculiar sí podía dar risa, no por la broma en sí, sino por las tensiones sociales que dejaba ver, por las cosas horrorosas que queríamos ocultar a través del humor y que, en un nuevo contexto, quedaban expuestas a flor de piel.

En su hiperrealismo, Ricky Gervais me reveló que el humor funciona porque hay un contexto que le da sentido, y que hacer humor poniendo en primer plano esa relación dejaba una sensación mixta de incomodidad y risa auténtica. Que el humor que tenía al humor mismo de centro exploraba sin ambages uno de los temperamentos centrales de nuestra época: la necesidad de ser graciosos a como diera lugar.

Ya sea en The Office —donde el jefe David Brent quiso aliviar, a través del humor, las hostilidades inherentes a las relaciones de trabajo—, o en Extras —donde puede observarse un poderoso contraste entre el humor chabacano y simple de la comedia que protagoniza Andy Millman y el humor tristísimo de su vida real—, Ricky Gervais ha exhibido a esa sociedad que ha puesto a la risa en un alto peldaño. Lo ha hecho, además, con humor, precisamente, lo que ha servido para desechar la idea de que es necesario ponerse solemnes cada que queremos criticar a una generación obsesionada por atenuar cualquier conflicto mediante la risa.

La posibilidad de reconocer ese «marco» sólo pudo quedar clara a través de una serie de televisión. Un género que atendí con cierto retraso, pero que volvió a mi vida gracias a la generosidad y la piratería de internet. Al contrario de la opinión que ha querido ver a la televisión como una enemiga natural de la literatura, programas como Extras The Office me han permitido leer otras retóricas del humor y encontrar en ellas los contextos que las hacen efectivas. Del humor negro al humor incómodo, del chiste fallido al stand up que deja un sabor amargo tras la risa, gracias a los «contextos del humor» he podido explicarme por qué Louis C. K. es más complejo que las decenas de humoristas espontáneos de Twitter, a pesar de lo mucho que ambos recurren a eso que llamamos lo «políticamente incorrecto». Me ha hecho preguntarme también a qué tipo de humor podemos apostarle todavía en una sociedad que ha visto en la risa su moneda de cambio.

Texto retomado del blog del autor: Tediósfera

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