Dios no existe…

Obra de Raymundo Zenteno. «Dejad que los niños vengan a mí y no se los impidáis» .Pastel sobre madera.

Si te lo dice el Anticristo, con argumentos inteligentes, y tienes 17 años, pues le das un borrón a tu pasado para iniciar una nueva vida sin la lata del Dios de tus padres, que se la pasaba llenándote el corazón de culpas y remordimientos.
El Anticristo era Goyito, mi maestro de Lógica en la Prepa 9 (Calzada de los Misterios, junto a la fábrica de Boing, en la Ciudad de México). Goyito andaba un poco cojo de una pata, tenía el pelo blanco y siempre vestía con elegancia. Pasabas su materia recitándole, palabra por palabra, una docena de lecciones. Todas hablaban de la inexistencia de Dios.
Un buen ateo, para refutar con argumentos, debe conocer al dios de los ingenuos creyentes. Así que, un Jueves Santo, comencé a leer una Biblia roja, Católica, que llevaba años en la familia. Me senté bajo un árbol en el parque Santiago, en Tlatelolco, y recorrí los cuatro evangelios, los Hechos de los apóstoles y no recuerdo hasta dónde más.
¡Ah, caray! Pues sí, estaba sorprendido. ¡Me había fascinado la vida de Jesús: sus parábolas, sus milagros, su amor, su aguda inteligencia y su profunda y sencilla espiritualidad! No se parecía mucho a mi visión del Cristo derrotado en la cruz. ¡Daban ganas de creer en esta nueva cosa que no tenía cara de religión!
¡Qué lástima, Dios, lo siento. Llegaste tarde. Ahora soy ateo!
Y aunque seguí defendiendo mi ateísmo, abierta y hasta altaneramente, a escondidas seguí leyendo la Biblia. Llegué hasta el final del Nuevo Testamento y pegué el salto para atrás hasta caer en el huerto de Edén y de ahí para adelante. ¡Cuántas hermosas y cuántas terribles historias remolineaban por mi cabeza!
Dios me había atrapado. Solo esperaba el momento para dar el zarpazo. Una noche le dije: “Dios, si existes entonces puedes escucharme. Y si me escuchas quiero que me ayudes a creer en ti. Ya sé qué onda con Cristo. Acepto lo que dicen las Escrituras.”
Fue suficiente. Algo se había movido dentro. Le dije a mi familia que me había hecho Cristiano. Les dio risa y gusto.
¡Bravo, el perdidito vuelve al redil!
Pero, gracias a Goyito que me enseñó a pensar, la cosa era distinta: entendí que Dios prefiere a los que se alejan, que a los que creen ciegamente, sin cuestionarlo jamás.
A la luz de las Escrituras todas las religiones cristianas son solo un boceto de la Verdad. Con dos o tres pasajes de la Biblia se derrumbarían los fundamentos católicos. Y lo mismo sucedería con los Adventistas, Pentecosteses, Bautistas… ¡Y ya no decir del mormonismo y de los Testigos y los de la Luz y…! Cristo lo rebasa todo y a todos.
Recuerdo cuando Jesús abrió los ojos a un hombre ciego de nacimiento. Su padre y su madre daban gloria al Nazareno, pero en secreto, pues temían ser expulsados de la sinagoga, “pues amaban más la gloria de los hombres que la gloria de Dios.”
Es más fácil seguir al Dios de nuestros padres que al Dios de las Escrituras, de ahí que nuestra fe esté determinada por la religión en que nacimos. ¡No depende de la Verdad, que busco celosamente, sino de la circunstancia de mi nacimiento!
Soy pajarito peludo pinto y pipiripanzudo porque mi madre es una pajarita peluda pinta y pipiripanzuda.
Bueno fuera que un Jueves Santo, que un día cualquiera y frente a las Escrituras, estuviéramos dispuestos a darle vacaciones a nuestras Santas y Benditas Tradiciones Católicas o Evangélicas o las que sean, para mostrarle cara a Dios, con sencillez, humildad, y con la mente abierta.
Doy gracias al Cielo por poner al Anticristo en mi camino. Fue fundamental para conocer a Cristo que, como dijo Pablo: “Es la imagen del Dios invisible… por cuanto agradó al Padre que en Él habitase toda plenitud”. Y también para estar de acuerdo con Óscar Wilde: “El lugar de Jesús está entre los poetas”.

Obra: Raymundo Zenteno.

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