Lapiceros y coca

Imagen: Chiapas Paralelo

Por Anónimo *

César tenía una idea: comprar muchos, muchos lapiceros para que cuando vendiera una grapa, la entregara con una elegante tapa de lapicero para inhalar más fácil y todos los lapiceros que quedan sin tapa, donarlos a casas hogares de niños o a compañeros de la universidad que no tuvieran dinero para comprar. Floreció el altruismo…

Olor sutil a aromatizante de uva, sensación de aire acondicionado en la cara y después calor debajo de las orejas y esternón. Me acosté y vi unos minutos pasar con mi cabeza platicando conmigo misma, ¿qué era lo que acababa de hacer? ¿y si mis papás me vieran? Fue en segundo semestre de la carrera, estando en la cama de la nueva casa que empecé a rentar con varias amigas. Llegó un aprendiz de dealer, amigo de mi roomie. Él siempre traía puesto un perfume tan fuerte que una podía identificar quién era, aún subiendo por las escaleras. Había llegado mostrándonos la nueva merch que traía. Fui la primera de mis tres amigas.

Después de la primera vez, llegaron muchísimas más para mí y mis fieles compañeras. Nos hicimos clientes asiduas del constante visitante de mi compañera. Del gasto que nos daban nuestros papás,  comprábamos una bolsita de 100 pesos cada una. Las juntábamos en un platito de porcelana blanco y en armonioso ritual, cada una agarraba la tapita de lapicero de su preferencia, y empezábamos el acto. Mi tapita era color naranja, el lapicero que más me gusta para anotar las tareas de la universidad.

Cuando nos dimos cuenta que por la misma cantidad de dinero podíamos conseguir el doble de producto, cambiamos de vendedor: César. Era el nuevo novio de una de mis amigas. Él olía siempre a popó de caballo porque su familia vivía en un rancho, pero rancho de ciudad, de los adinerados. En cambio, el departamento siempre olía a manzana y canela, una ironía para mi amiga y para mí: ella alérgica a la canela y yo a la manzana… Ojalá también hubiéramos sido alérgicas a sustancias psicoactivas.

Al principio, César sólo distribuía cocaína a sus conocidos y compraba poca mercancía en un lugar muy conocido de los bajos mundos coletos, donde compras, te compran o te roban. El chiste es que al llegar eres víctima o cómplice de algo que debería llevar a la cárcel. Después su popularidad avanzó y fue comprando cantidades más grandes. Compraba piedras de tamaño de pelotas de béisbol a señores de comunidades. Alguna vez lo acompañamos a ejidos que quedan a tres horas de la capital ¿por qué lo acompañamos? Porque íbamos a tener coca ilimitada durante todo el viaje, no más. Al llegar al departamento, antes de irnos a la Facultad, él y mi amiga se ponían a destruir las piedras: lo “más puro” lo guardaba para él, para nosotras y para sus “mejores clientes”. Lo demás lo mezclaba con bicarbonato, pastillas o harina. Una vez lo vi poniéndole talco neutro.

Tener tan fácil acceso a tan asediado vicio, me dio pie a tener antojo a todas horas y a usar cada cubículo de los dos baños en la Facultad. Esperaba a que quedara todo vacío, o si no estaba segura de estar sola, contaba 7 segundos, que eran los que duraba el sonido del agua yéndose por el retrete, para inhalar y emparejar los dos orificios nasales; 3 segundos y medio para cada uno, usados poner cocaína a la mitad de la llave del portón chiquito de la casa de mis abuelos, y tratar que el llavero con la foto de mis tres hermanos no estorbara, inhalar profundamente y repetir el procedimiento de 1 a 2 veces.

 

A pesar que estaba junto a mis amigas casi todo el tiempo, muy pocas veces reflexionamos sobre los riesgos. César a veces hacía tratos con alguien que llamaba El Suizo, un hombre fuerte pero gordo, con camionetas más grandes que él, y con guaruras de camisas de cuadros pero armados hasta los tobillos.  La primera vez que lo conocimos, César nos dijo que no saliéramos del vochito en el que íbamos (herencia de sus papás), porque no sabía cómo podía reaccionar El Suizo al ver que no iba sólo. Los guaruras nos vieron por las ventanitas como quién busca a su hijo recién nacido a través de la incubadora. Pero todo salió bien. Ni nos daba miedo. Una misión completada… más. Y salimos ilesas.

La misma noche fuimos a bailar, beber y por supuesto, drogarnos a un antro caro de Tuxtla. Era miércoles, pero los días no nos importaban. Cumplimos todos nuestros cometidos: nos emborrachamos, inhalamos mucho perico y bailamos hasta con gente desconocida… uno de esos desconocidos era “un narco pesado de Monterrey”. ¡Bah!, yo siempre me pregunté qué requisitos cumplían que con sólo verlos ya los identificaban. En fin, sí era un narco pesado de Monterrey que nos invitó a nosotras y a César a su mesa. 8:00 am, y los meseros seguían ahí porque nosotros seguíamos ahí. Inconscientes pero apenados, nos fuimos con los rayos de sol en la cara a un departamentito que tenía uno de ellos, y seguimos.

Todos alrededor de su mesa de billar, a la cuál le faltaba la bola 7. Nos pasábamos la bolsa de cocaína como si fueran dulces comprados a granel. Recuerdo que perdí el control de mi mandíbula como nunca, y mis amigas me miraban con cara de “ya”, pero no me importaba. Hasta que, como mis oídos se agudizaron, alcancé a escuchar que el dueño de la casa dijo “a tu amiga de allá ya no le den, ya abusó mucho”. Creo que mi nariz nunca se había sentido tan ofendida, así que me paré de la mesa y le dije a mis amigas que nos fuéramos… aparte ya casi entrábamos a la escuela. Cuando dijimos que ya nos íbamos, la esposa del personaje norteño sacó una pistola y encañonó a Gloria, mi amiga que tiene las caderas más grandes de nosotras. Todos nos quedamos callados. Después se rió y Gloria sacó una sonrisita falsa de quién sabe dónde y pedimos “con permiso”. “Gloria, por poquito nos lleva la verga” “Neh, me sacó de onda pero no creo que estuviera cargada”. Dimos por olvidado el asunto.

Los jueves entrábamos a clases a mediodía, ¿cómo dormir con la presión en 150-100 y congestionadas sin la cantidad mínima de oxígeno pasando por las cavidades nasales? Mi remedio para estabilizarme era ponerme al sol directo en la azotea, no sé si funcionaba porque sudaba, porque mantenía un bronceado bonito o porque estaba más cerca al cielo. Todos nos fuimos a la escuela; hasta César. Ese día, todos coincidimos que sentíamos a lo que las personas en la vejez se refieren cuando dicen “me va a dar”; de verdad sentíamos que nos íbamos a morir. Quizá cada uno consumió lo que normalmente consume en 3 días de fiesta. Pobre cuerpo y pobre mente, pero una vez curado el susto, hay que darle vuelo a la hilacha otra vez. Coincidíamos siempre que era un buen plan.

Estar en clase era un desafío: no puedes disimular tener los párpados tan abiertos como si estuvieras frente a un aparato del oculista y al mismo tiempo poner atención a la pirámide invertida. “¿Trajiste tu bodegón? ¿Hiciste los 20 ejercicios de planos y ángulos?”… Compañeros, compañeras: es una cosa u otra, no puedes desperdiciar tus días dividiéndolos entre responsabilidades.

*Este texto forma parte de los ejercicios del Taller Periodismo Narrativo que se imparten en la Facultad de Humanidades de la UNACH. La estudiante que lo escribió pidió firmar como Anónimo.

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