Esclava del tiempo
Llegó a su oficina, abrió la ventana que daba a la calle, prefería que el espacio se iluminara con luz natural, hasta donde fuera posible.
Llegó a su oficina, abrió la ventana que daba a la calle, prefería que el espacio se iluminara con luz natural, hasta donde fuera posible.
Como en una bella pintura, el azul se apreciaba degradado en sus distintas tonalidades, desde el más intenso hasta el tono más claro, además se fusionaba con un intenso color naranja y en la parte más alta se dejaba contemplar la luna, en forma de uña, como haciendo un guiño.
Lulú buscó con la mirada, desde el balcón, y observó a la señora vendiendo atole. El llamado había surtido efecto; el frío matutino era el aliado. Varias personas se habían acercado a comprar la bebida, entre ellas Lulú, quien agradecía estar ahí en esa mañana.
Llegó a la parada del transporte colectivo, el camión que tenía la ruta cercana a casa aún no aparecía; revisó su reloj, tendría que esperar unos 10 minutos más. De nuevo volvió a sentir la pesadez en la espalda. Deseo que hubiera una parada con una banquita para sentarse. Decidió ir caminando a casa, el clima era agradable. No había calor, ni sol intenso.
Como si fuera la primera vez que contemplaba una pieza tejida tocó la textura, le encantó el entramado y la mezcla de los colores.
Se sintió un poco extraña de ir sola en el paseo, no conocía a nadie, pero la alentaba el deseo de conocer paisajes de la naturaleza en otras regiones distintas al de su terruño.
El aroma que percibió de los árboles que estaban en la calle se reforzó con el viento que soplaba y la envolvió a su paso.
Para llegar al espacio tenían que caminar un poco entre una pequeña selva, a quien Matilde bautizó como el sendero de la felicidad.
El calor se había ocultado aún cuando el sol alumbraba con una intensa luz. Corría un ligero viento que hacía la tarde más amena.