Encarcelaron a sus esposos, y les nació la conciencia

El “castigo” institucional hacia quienes tienen la osadía de manifestarse, organizarse o protestar, alcanza no solo a los condenados a pasar prácticamente toda su vida en una cárcel, sino a sus esposas, sus hijos e hijas, sus padres, sus madres y al resto de la familia. Foto: Ángeles Mariscal

El “castigo” institucional hacia quienes tienen la osadía de manifestarse, organizarse o protestar, alcanza no solo a los condenados a pasar prácticamente toda su vida en una cárcel, sino a sus esposas, sus hijos e hijas, sus padres, sus madres y al resto de la familia. Foto: Ángeles Mariscal

 

Eva, Francisca, Andrea, Marta… son los nombres de las esposas, de las hijas, de las hermanas de presos indígenas detenidos, encarcelados y enjuiciados en procesos judiciales plagados de irregularidades que se derivan muchas veces de la tortura como método de “investigación”, y del encarcelamiento como forma de contención de inconformidades sociales.

 

El “castigo” institucional hacia quienes tienen la osadía de manifestarse, organizarse o protestar, alcanza no solo a los condenados a pasar prácticamente toda su vida en una cárcel, sino a sus esposas, sus hijos e hijas, sus padres, sus madres y al resto de la familia.

 

Pese a ello, esta práctica del Estado mexicano es muchas veces una catapulta que logra despertar la conciencia y el crecimiento de quienes en otras circunstancias, seguirían sumidas en la inercia y la inmovilidad.

 

 

“Ya sé hablar el español, antes no podía”

 

Francisca Gómez Solano, esposa de Pedro Pérez Jiménez; tía de Juan Pérez Álvarez, condenados ambos a 20 años de prisión por el delito de secuestro.

 

“Somos de Amatenango del Valle, nos fuimos a vivir a Santa Rosa en Venustiano Carranza, porque donde nacimos no tenemos tierra para trabajar. A mi esposo lo acusaron de secuestro de la mama del que fue gobernador… pero no recuerdo como se llama el que fue gobernador”, narra Francisca, delgada, pálida, somnolienta luego de cinco días de huelga de hambre.

Junto a ella, otra de las siete mujeres que realizaron un ayuno en las puertas del Palacio de Gobierno de Manuel Velasco Coello, sostiene a su hijo de dos años de edad, mientras este intenta sacarle del pecho flácido unas gotas de leche.

Las mujeres se asumen como integrantes de la Organización Proletaria Emiliano Zapata (OPEZ). Algunas confiesan que se unieron a esta organización como un intento desesperado por lograr alguna apoyo que les permitiera sacar a sus esposos de la cárcel.

No lo han logrado, pero al menos ahora se sienten menos solas.

Francisca habla un español fluido. Explica que tuvo que aprender el idioma luego que el 29 marzo 2003, su esposo fue detenido.

“No sé cómo fue (que los detuvieron) porque mi esposo no lo hizo (el secuestro). Y cuando lo agarraron a mi esposo lo torturaron, lo amenazaron, lo torturaron en 50 metros de altura (amenazando con lanzarlo a un precipicio de 50 metros). Lo metieron chile en su boca y tehuacán en su nariz. Ocho días lo tuvieron, y a los ocho días no quería aceptar el delito porque no lo hizo. Pero como no quería que mataran a la familia, aceptó el delito, pero no lo hizo el secuestro que dicen”.

Luego que su esposo fue encarcelado, Francisca pasó varios meses en la inmovilidad. Pocas veces había visitado la capital del estado, donde se encontraba la cárcel a la que fue llevado su esposo. Le atemorizaba llegar sola y perderse. “No sabíamos hablar el idioma, pero ahora ya lo sabemos un poco”, explica.

Francisca tiene claro que el motivo por el que su esposo fue detenido, torturado y sentenciado injustamente, fue porque demandaba la entrega de viviendas a personas sin hogar, y eso inconformó a quienes desde el entonces Instituto Nacional Indigenista (INI), repartían las viviendas como prebendas políticas.

Ahora Francisca sabe que otras personas han sido encarceladas por motivos semejantes, y cada que puede se suma a las movilizaciones para lograr la libertad de ellos.

 

 

“Nos amenazaron de muerte por estar en una organización”

 

Eva Méndez Nuñez, hermana de Amilcar Méndez Nuñez, sentenciado a 25 años de prisión, por el delito de homicidio.

 

“Pertenecemos a la OPEZ histórica, y nos coordinamos con otras 13 organizaciones”, narra Eva Méndez Núñez, una joven de poco más de 20 años, quien a golpe de circunstancias le ha tocado estar a cargo de manifestaciones, plantones y huelgas de hambre de familiares de presos injustamente detenidos.

Eva y su hermano Armando tienen a cargo la búsqueda de una salida para 7 familias del ejido Cintalapa, municipio de Ocosingo, quienes fueron víctimas de desplazamiento forzado. Luchan por la libertad de su hermano Amilcar, detenido durante el desalojo de su comunidad.

“Tuvimos que refugiados en la cabecera municipal desde el 6 marzo 2009. Somos 25 personas que ahora tenemos que vivir juntos en una casa rentada, porque Herlindo López Pérez (ahora Regidor municipal representante del Partido Verde Ecologista de México), llegó donde vivimos a amenazarnos, y estuvieron haciendo disparos”.

Eva considera que el motivo por el que Herlindo López Pérez y otros campesinos los agredieron, al grado de quemar sus viviendas, secuestrar a una menor de edad que nuca volvió a aparecer, y encarcelar a su hermano Amilcar, fue porque se querían apoderar de sus tierras.

Amilcar y los ahora expulsados, se oponían al Programa de Certificación de Derechos Ejidales (PROCEDE), que fracciona la propiedad ejidal y comunal.

Al final, cuenta Eva, Herlindo lo logró.

“Hubo muchas amenazas, disparos… el delegado de gobierno llegó y nos dijo que saliéramos y nos iba a reponer nuestros terrenos y bienes. ´Les vamos a dar sus viviendas y sus tierras de donde van a vivir´. Pero el gobierno nos sacó y nos abandonó”, narra.

Eva lleva anotada en una libreta el detalle de cuantas hectáreas de terreno, cuantas casas, cuantos muebles y cuantos otros bienes les fueron robados. También lleva la cuenta de las necesidades de las 7 familias desplazadas que día tras día tienen que buscar su sustento.

Sin embargo, ahora la prioridad para Eva es lograr la libertad de su hermano, y de otros presos indígenas injustamente detenidos.

 

 

“Les enseño español, les ayudo en sus trámites”

 

Andrea Hernández Ramírez, esposa de Salvador Hernández Ruiz, condenado a 51 años de prisión por seis delitos. Lleva 12 años en prisión. Son originarios de San Juan Chamula.

Sentadas en una banca, a un costado de la Catedral, las mujeres llevan en bolsas de plástico sus pertenencias. Esa madrugada, luego de una enésima promesa gubernamental, levantaron la huelga de hambre que iniciaron para pedir la libertad de sus familiares.

Llevan una noche en vela, y aún deben esperar que algún funcionario de tercer nivel les firme el acuerdo que formalice la promesa. Son las 12 del día y mientras juntan algún dinero para comprar alimento, ellas y sus hijos observan los preparativos del evento gubernamental que se llevará a cabo en el espacio donde horas antes tenían su campamento.

No lo saben, pero la premura gubernamental para persuadirles de que suspendieran su ayuno, era porque urgía desocupar el espacio donde ahora desfilan policías y funcionarios de gobierno.

Andrea se mueve inquieta, dialoga con una y otra de las mujeres familiares de los presos. Alterna el español con su lengua originaria. Se ponen de acuerdo sobre las siguientes acciones que deberán emprender en su movimiento para lograr la liberación de los detenidos, mientras espera su turno para narrar el motivo que llevó a su esposo a prisión. Luego que empieza, le cuesta contener la catarsis que para ella significa dar su palabra.

“En Chamula muchos hombres se organizaron para vender sus siembras. Unos se quedaban en el campo y otros salían a vender en las ciudades su verdura, sus flores, su maíz. Pero en el gobierno de Pablo Salazar los desalojaron porque dijeron que no tenían permiso de vender”.

Andrea explica que eso indignó a su esposo Salvador Hernández, quien “los defendió del gobierno, y empezaron a organizar para pedir se les pagara la mercancía que se había perdido en el desalojo, para exigir se les dejara vender”.

En esas actividades andaba, cuando llegaron a su vivienda un grupo de policías armados, “y lo acusaron de haber matado a alguien que ni supo quien fue”.

“Le pusieron cosas en la cabeza para torturarlo. No le pusieron abogado ni traductor en tsotsil. Él me dijo que no supo que le dijeron y ahí quedó en la cárcel. Hay palabras que no entendí, no entendí que me decían en el juzgado, no sabia como ´me decían del caso y luego firme y no supe que me estaba echando la culpa. Pero nunca conocí a quien me acuso, solo se que me dijeron que es un constructor que vive en Tapachula, y que dijo que quien mató era bajito y llevaba capucha, ni siquiera lo llegó a reconocer al juzgado´ explica le dijo su esposo cuando pudo hablar con él”.

Pasaron 3 años, explica, hasta que junto la fuerza para emprender el camino para lograr la libertad de su esposo.

“Estaba yo muy triste, hasta que me puse a buscar organizaciones que nos echen la mano, porque no tenemos como pagar un abogado. Entonces fue cuando nos conocimos con otras mujeres, cuando vimos que en todos los casos hay tortura, no hay traductor, no hay como defendernos porque ni siquiera tenemos para pagar un pasaje y visitar a nuestros presos”.

El trabajo de Andrea con las organizaciones a las que se suma para buscar la libertad de los presos injustamente detenidos, es enseñarles español a las mujeres, “y ayudarles en hacer sus trámites”.

 

Las mujeres y sus hijos dejaron la capital de Chiapas la tarde del 6 de octubre, esperanzadas en que, ahora sí, el gobierno cumpla su palabra, revise los expedientes penales de sus familiares y los libere. A su movimiento, se siguen sumando tantas mujeres, como el número de presos injustamente detenidos.

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