La tragedia de llamarse Feliciano, ser ciego y vivir en Tuxtla

A los quince, a los dieciséis —no lo sabe con precisión— perdió la vista, en un camino de herradura de Cintalapa.

Iba en su caballo blanco, dice, cuando se le oscureció el cielo. Desaparecieron los árboles, sus manos, la vereda y las montañas.

“Me echaron mal puesto”, explica Feliciano Villazi Pérez. Y lo dice sin rencor, sin deseo de hurgar sobre quién pudo haberle quitado la vista, mientras fija en mí sus ojos nublados, acuosos de sus ¿33, 37 o 40 años?

No sabe cuántos años lleva con su bastón de palo de escoba guiándolo, primero, en su colonia Río Negro y en el barrio San Martín, de Cintalapa, y después en Tuxtla, por la antigua Fuente, cuando pedía dinero a los automovilistas. “Las mujeres eran las más generosas. Un peso ahorita, otro más al rato, hasta alcanzar cien pesos al día. Los hombres son más tacaños y malos. No falta quién te aviente el carro”, recuerda.

Feliciano es un hombre que ríe con alegría. Su voz y los golpes de su bastón de palo retumban todos los martes, jueves y sábado, por las colonias Zoque, Ampliación Cocal, Romeo Rincón y Belén, días en que recoge la basura de varias casas a cambio de tres, cinco o diez pesos. “Más no me dan, solo en Navidad, cuando alguien me regala un pollo rostizado o 50 pesos; quisiera pedir el día de mi cumpleaños, pero la verdad es que ya hasta perdí la fecha en que nací. ¿Cuántos me calcula que tengo y qué día cree que nací?”.

“No sé”, le digo, “pero te ves más joven que Feliciano, el cantante de la Copa rota”. “Ese cantante debió haberme echado la sal. No sé cómo se le ocurrió a mi madre bautizarme como Feliciano. Era mejor llamarme Pedro, Pepe, Juan, Manolín, que Feliciano”, y vuelve a reír. Por eso, prefiere que le digan Félix.

Su plática está llena de ironía y travesura. Hablamos de futbol, de políticos rateros, de los 500 pesos que le pagaron para votar en las elecciones pasadas, de sus días en que montaba un caballo albo y correoso, de su mujer, de los desvelos cuando su hija de dos años y tres meses se enferma.

Su esposa, una mujer delgadísima que padece problemas de motricidad, contribuye a los gastos.

Ella también se despierta muy temprano para espulgar botellas de plástico en la basura, algún fierro viejo, algo de ropa o un poco de cartón. Feliciano también rastrea, pero su falta de vista, le impide encontrar con facilidad algo rescatable. Palpa con su mano. Toca. Adivina una botella. Un osito de peluche. Unos zapatitos para su hija. Lo normal es que se equivoque, que encuentre cristal y se corte los dedos o que otros pepenadores se le hayan adelantado en esa jornada de lucha por la basura.

No le importa. Persiste.

A veces un vecino se enoja por el ruido seco que provoca su bastón desde las seis de la mañana y sus gritos esperanzadores por obtener algunas monedas. Otros lo comprenden. Lo apoyan.

Un herrero de la colonia Romeo Rincón se apiadó de él y le armó un carretón que jala con sus hombros. Pero el carretón acaba de perder la rueda izquierda. Este día aparece con una mochila y algunas bolsas de plástico por si tiene la suerte de hallar algo de valor. El kilo de PET lo vende a tres pesos y el fierro y el alumnio a 12. A la semana junta poco más de 200 pesos, con los que sobrevive.

“Eso sí. Soy honrado. No robo, solo pido”, me dice, ahora sí serio.

“¿Crees que podrías robar? Te atraparían rápido”, lo provoco.

“Robar sí puedo, ahí está pues la Candelaria, a quien me la robé en tiempo de frío, cuando yo necesitaba una cobija y ella a alguien que le diera calor”, y vuelve a ser el Feliciano alegre, de respuesta rápida y ocurrente.

Su bastón de palo de escoba lo ha llevado por las calles de Tuxtla, pero también lo ha encaminado por lugares equivocados. Hace unos meses cayó en un agujero que dejaron abierto los trabajadores de SMAPA. Se golpeó las rodillas y una mano. Aún con el dolor, al día siguiente salió a ofrecer sus servicios de acarreador de basura.

Hace quince días tropezó con una camioneta cargada de leña. La punta de un palo se le ensartó en el pecho y otra cerca del ojo izquierdo. “Por poco me lo arranca. Así la vida ya no serviría de nada. Sería un tuerto ciego”, y ríe, porque su vista solo le permite percibir luminiscencias turquesas; no como Borges que solo encontraba amarillo intensos, o como otros ciegos que deben soportar fuegos artificiales producidos por una mente atrofiada de los órganos visuales.

Los amaneceres más alegres para Feliciano son cuando se encuentra en las cobijas con su mujer la noche anterior. Entonces baja cantando. Y grita: “se compra fierro viejo”, pero es solo una frase para llamar la atención, porque no compra fierro viejo, no compra nada. Solo recoge. Solo explora el mundo de la basura.

Cuando se acerca un coche, saluda agitando su mano. Algunos responden al saludo. Él no se entera de la respuesta. Es solo parte de su ración diaria de broma.

Para alimentar a su familia compra 20 pesos de pollo frío y una lata de frijoles. Ahora está enfermo. Le duele el estómago y no quiere saber nada de caldos de pollo, ni de lata de frijoles. Prefiere estar en ayunas.

“¿De qué cree que podría trabajar?”, me pregunta, y no sé qué responderle, porque el Estado no ofrece facilidades a los ciegos. En España, desde la guerra civil, los ciegos se hicieron vendedores de lotería y crearon la ONCE, una organización que les gestiona mejores condiciones de vida. Del millón 561 mil ciegos y débiles visuales en México, más de la mitad padece padece suplicios diarios, por falta de apoyos oficiales.

El sueño de Félix es convertirse en vendedor ambulante de frutas y verduras a bordo de una camioneta blanca, conducida por su hija.  Esa camioneta, explica, sería una bendición: le permitiría adquirir una casa, una televisión, algunos muebles y un radio, por su afición única de escuchar las noticias.

Feliciano o Félix no tiene acta de nacimiento y no recibe ningún apoyo gubernamental, que tanto le ayudaría a asegurar su comida.

“¿Usted cree que algún día me llegue algún apoyo de Sedesol, algo de Progresa? ¿Qué debo hacer?”, me pregunta, y no tengo la respuesta; ojalá algún posible lector, lectora, la tenga.

Un comentario en “La tragedia de llamarse Feliciano, ser ciego y vivir en Tuxtla”

  1. Laura Alvarado Vargas
    31 mayo, 2017 at 20:27 #

    Gracias por estos escritos… debemos ayudar a este hombre!

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