En este pueblo no hay víctimas

En este pueblo no hay víctimas

Segunda Parte

Por Maru Sánchez López 

Maruchi

En la Ciudad de Veracruz logro contactar a Maruchi Bravo Pagola, quien fuera encarcelada en 2013 por compartir rumores en Twitter y Facebook sobre una incursión de sicarios a las escuelas de la ciudad. Su caso llegó hasta los medios internacionales como un serio ataque a la libertad de expresión.

En agosto de 2013, Maruchi publicó que sicarios acudirían a las escuelas para secuestrar niños en esa ciudad de un millón de habitantes, lo que provocó que los padres, alarmados por los dichos, se volcaran en masa a las escuelas, causando tráfico y algunos accidentes menores, por lo que la policía la detuvo con el argumento de haber causado sicosis. Como resultado Maruchi y un profesor llamado Gilberto Martínez Vera, a quien Maruchi no conocía y que compartió la misma información, fueron detenidos, acusados, condenados y encarcelados en tiempo récord por terrorismo y sabotaje. Después de un mes de presión nacional einternacional, ambos son liberados.

En su casa, Bravo baja las escaleras mientras nos saluda con entusiasmo y nos dice que le da mucho gusto que hayamos venido a escuchar su historia. Maruchi pertenece a cierta élite Veracruzana con conexiones políticas, gracias a su padre quien fuera militar y miembro del PRI, lo que la acostumbró desde su niñez a estar rodeada de gente con poder económico y político, por lo que se vio sorprendida al ser arrestada sin razón alguna. Desde que dejó la prisión no duerme bien, me cuenta mientras me muestra un aparato que parece un control remoto de Tv y me explica que es un botón de pánico que el gobierno federal le proporcionó para su protección. Con él, si Maruchi se cree en peligro, puede enviar una señal a la estación de policía más cercana para que vengan en su auxilio. «¿Lo has usado?», le pregunto,»Gracias a Dios, no», me responde.

Antes de empezar la entrevista, Maruchi coloca algunos floreros con flores de plástico a su lado, para disimular la escasez de decoración, porque desde que la encarcelaron han robado su casa varias veces y cada vez la dejan más vacía. «¿Lo has reportado?», le pregunto, «no hace falta», me responde. «¡Hasta me llaman para pedirme que ponga la denuncia, porque son ellos mismos los que me roban. No me dejan en paz!». Maruchi se refiere a la policía local y estatal, y por absurdo que parezca, sé que puede ser cierto. Así las cosas en este país que alguna vez André Breton llamó el lugar más surrealista del mundo y que Salvador Dalí no visitó más que una vez es su vida porque no podía soportar algo más surrealista que él mismo, dice vox populi.

Antes de irnos, Maruchi nos pide que no cortemos nada de su entrevista porque todo lo que nos ha dicho es verdad y para ella es importante que se sepa quién nos gobierna. Afuera tomo una foto de la casa rodeada de alambre de púas.

Una víctima más

Hoy me entero de que una periodista en Orizaba ha sido secuestrada: Anabel Flores. Cuatro días después es encontrada, muerta. Su cuerpo fue arrojado al lado de la autopista cerca de los límites de Puebla y Veracruz. Mientras es llevada a la morgue, el fiscal estatal anuncia que la investigación empezará con las conexiones personales de Anabel. Es decir, antes de indagar si el crimen está relacionado con su labor periodística, es importante saber con quién socializaba.

Anabel Flores. Secuestrada y asesinada en marzo de 2016

Nuevamente el gobierno criminaliza a las víctimas y aplica diferentes estándares según le convenga. al igual que con los casos de Regina Martínez (corresponsal de la revista Proceso), Gregorio Jiménez (periodista independiente), Moisés Sánchez y todos los demás.

Según el reporte de 2018 de Human Rights Watch sobre México, el 90% de los casos permanece impune.

Hugo Morales

Durante la mañana busco información sobre Morales Alejo y lo que encuentro en el internet es que Hugo es originario de Córdoba, ha trabajado en la radio y la prensa en la región centro del estado y fue Director de Comunicación Social de la administración municipal de Fortín de las Flores entre 2001 y 2004. Hoy en día es un periodista independiente y vive en Paso del Macho.

Por lo que leo, me queda claro que Hugo es una figura controversial. Por un lado, ha ganado el Premio Nacional de Periodismo otorgado por la Federación de Asociaciones de Periodistas de México, en dos ocasiones consecutivas. Por el otro, leo sobre acusaciones de corrupción de cuando Morales trabajó en la municipalidad. Además, encuentro algunos reportajes de cómo algunos colegas lo apoyaron cuando fue arrestado por protestar contra una granja porcina que, se dice, es una fuente grande de contaminación en la zona de Paso del Macho.

Por la tarde me dirijo a Córdoba, al café donde hemos acordado encontrarnos. Al llegar dejo el auto en un estacionamiento a unas cuadras de ahí. Cuando entro Hugo está asentado y tomando un capuchino, yo ordeno una limonada e iniciamos la conversación. Le cuento lo que he encontrado sobre él y me responde que no tiene nada que ocultar, sobre todo desde que fue secuestrado. «Me di cuentade que la vida puede terminar en cualquier momento y que lo mejor que puedo hacer es vivirla como mejor pueda, con mi familia y haciendo periodismo, porque es lo que me importa. Por eso sigo en ello».

En este café nos encontramos

Mientras platicamos Hugo saluda a dos hombres sentados en la mesa de al lado. Yo volteo a verlos y me doy cuenta de que ambos tienen corte de cabello estilo militar, ésto me pone nerviosa. La conversación con Hugo me ayuda a calmarme y cuando empieza a ponerse interesante le pido que no me cuente más, que prefiero que me lo diga frente a cámara. Él accede y quedamos en que lo llamaré al regresar de Xalapa para acordar el día y la hora.

Luego, él va al baño y mientras tanto yo pido la cuenta y pago. Cuando vuelve me dice «voy a irme, pero es mejor que no nos vean salir juntos, ve tu primero». ¿Por qué no quiere que nos vean juntos? ¿Me está protegiendo o advirtiendo? Creo que ésta es la primera vez realmente tengo miedo.

Salgo del café con las rodillas temblando y el corazón latiendo fuerte. Miro a mi alrededor para cerciorarme de que nadie me sigue, veo a la gente en el parque, me pregunto si es posible que algo me pase en medio de este lugar público y es horrible pensar, como lo he leído tantas veces en los periódicos, que si, que en México, en este mismo lugar y momento, cualquier cosa podría pasarme. A la mitad del parque me detengo, me siento en una banca al lado de un hombre que parece no esperar o hacer nada, él me saluda sonriente y yo le respondo. Me calmo un poco, aunque aún estoy temblando por dentro. «Tal vez debería comer algo para sentirme mejor» pienso, pero entonces me doy cuenta de lo tonta que es esa idea y me paro, me despido del hombre en la banca y sigo caminando hacia el estacionamiento.

Cuando llego, noto que en el auto estacionado al lado del mío hay varios hombres, el miedo regresa. La mujer que atiende el estacionamiento se acerca y sonriendo me pregunta si ya me voy. «Si», respondo, «¿cuánto es?», «quince pesos», me dice aún sonriente. Mientras le pago dos hombres salen del auto y veo que están comiendo tortas. Se ven riquísimas. Uno de ellos le pasa una botella de refresco al otro y, con la intención de calmarme un poco, pienso «¿quién sería capaz de secuestrar mientras se come una torta?». Antes de entrar al auto y sin poder evitarlo miro a los hombres, uno de ellos me saluda con su torta en la mano. Yo le respondo y pienso «sí se ve rica».

La Unión

La Unión de Medellín es el periódico que humildemente publicaba Moisés Sánchez y por el cual se cree que fue asesinado. Muchos sospechan del alcade, Omar Cruz, quien había pedido a Moisés que no publicara más sobre las deficiencias en el municipio a cambio de 30 mil pesos al mes. Moisés era un hombre honesto y no aceptó. Ni siquiera cuando el gobernador Javier Duarte reprendió a Cruz por no silenciarlo, según una fuente de Moisés que estuvo presente en esa reunión. Dos días después, Moisés es raptado de su casa y un mes después su cuerpo es recuperado, casi irreconocible por la tortura sufrida. Todo esto es parte de lo que Jorge nos cuenta mientras nos muestra en la pantalla fotografías de su padre, de La Unión en sus primeros días y de las calles deterioradas del municipio.

Mientras todo esto ocurre, noto a doña Mari, madre de Jorge, y a doña Gina, su vecina. Las dos trabajan sin parar preprando la comida pra la ceremonia religiosa que se celebrará mas tarde. Con el pretexto de la comida, me acerco a ellas y tomo algunas fotos, lo que ayuda a romper el hielo y entonces aprovecho para pedir una entrevista a Mari. Ella accede pero me dice «hoy no porque estoy muy ocupada». Yo le prometo regresar otro día.

Miedo en Xalapa

Me dirijo al centro de la ciudad. Después de tantos años me parece increíble que Xalapa, lugar pequeño y tranquilo cuando llegué hace muchos años por primera vez, es el mismo de ahora lleno de autos. Recuerdo muy bien cuando era una ciudad quieta y cómo, de no ser por los estudiantes y burócratas, podría pasar por un pueblo típico de la provincia mexicana.

Mientras camino hacia el Centro de Estudios de la Comunicación (CEC) para presentarme con la Dra. Celia del Palacio, pienso en mis amigos de aquellos tiempos y recuerdo que uno de ellos me habló de lo que muchos en el estado sienten: cuando le pregunté por qué había cerrado su tienda, que por varios años le había dado lo suficiente para vivir bien, me tomó del brazo, me llevó aun rincón lejos de la gente y me dijo en voz baja, casi en un susurro «primero viene una extorsión y de ahí a un secuestro hay solo un paso». Recuerdo que me tomó un momento entender de lo que hablaba y también que pensé que mi amigo exageraba. Después, al escuchar muchas historias de extorsión y secuestros, me di cuenta de que su temor era el de muchos. Ahora más que nunca me doy cuenta de que la discreción es importante.

La Dra. del Palacio es de Jalisco, historiadora y estudiosa de la prensa en México, por lo que su opinión es importante para mi proyecto. Desde luego es una mujer ocupada, pero de cualquier forma me concede su tiempo y puedo explicarle a qué vengo y por qué. Acordamos la entrevista para mañana. Antes de irme me regala una copia de sulibro «Violencia y periodismo regional en México».

El resto de la tarde la paso leyendo el libro y aprendo que la violencia hacia los periodistas en México no es nueva, que es algo que ha sucedido y con lo que han tenido que lidiar desde que la profesión existe en el país. De hecho, desde la Colonia el periodismo ha sido practicado al servicio de los poderosos.

También leo que los códigos de ética periodísticos son casi inexistentes en México, y que, a pesar de los esfuerzos individuales de algunos editores, no existe un código de ética común a nivel nacional. Entonces recuerdo una anéctoda de mi niñez: un día el diario local publicó una noticia sobre un hombre que murió de un paro cardiaco en un motel donde estaba acompañado de una mujer más joven que él, disfrutando de «un rato de buen sexo». El encabezado de la nota decía «¡MUERE EN EL ACTO!» y el texto incluía los nombres y direcciones de ambos. La mujer era nuestra vecina y desde entonces la familia fue estigmatizada y su hijo, entonces un adolescente, fue quien más sufrió las consecuencias

 

Que Dios los proteja

Después de la conferencia de prensa y de que los reporteros se han ido, soy la única que se queda a la ceremonia y por un momento dejo mi cámara para ayudar a Mari con la comida. Al preguntarle si puedo hacer algo ella no duda y me pide que vaya a la tienda por pan y un refresco.

Mientras camino las dos cuadras que separan la casa de la tienda, me doy cuenta de que estas son las calles que Moisés caminó por última vez aquel día, justo antes de ser forzado a subirse a una camioneta que lo llevó a la muerte. Miedo otra vez. Compro el pan y el refresco y regreso tan rápido como puedo. Cuando llego a la casa Mari me dice que habrá unas 30 personas, pero no está segura porque «a algunos todavía les da miedo a cercarse a la casa y al vecindario».

La gente empieza a llegar alrededor de las 7 de la noche. Jorge ha puesto sillas y un altar en la mesa donde antes estuvo el monitor. La luz es escasa y pienso en salir a tomar fotos de la gente que llega, pero Mari llama mi atención mientras sale con dos vasos de unicel llenos de comida para los policías asignados para cuidar la casa y a sus habitantes pero que, me cuenta Jorge, también traen incertidumbre porque son parte de la misma fuerza policial que, se dice, protege a los secuestradores y criminales de la región.

Mientras ellos comen yo trato de hacer conversación preguntándoles si han estado en esta misión por mucho tiempo, ellos responden que ésta es la primera y muy probable la última vez que están en ella. Mañana se les asignará otra tarea y otros policías tomarán su lugar. ¿»Donde han estado antes?», les pregunto. «Por todo el estado», responde uno de ellos y continúa «ayer estuve en Soledad Atzompa y no se a donde me mandarán mañana». Les pregunto si tienen miedo, «a veces», responde el mismo de antes. El otro oficial se va y sube a la camioneta estacionada unos metros adentro del terreno y me doy cuenta de que no quieren hablar más, entonces pregunto si es posible tomar una foto del frente de la casa pero con la presencia de la policía. Ambos asienten pero, para no aparecer en ella, se meten a la cabina que usan como base.

La ceremonia religiosa empieza y varios predicadores dirigen la palabra a los asistentes, entre ellos los hermanos de Moisés, ministros de su iglesia. Después, una mujer de voz firme y fuerte agradece la presencia de reporteros y pide a Dios que nos proteja, yo, en silencio, a gradezco sus intenciones y sigo tomando fotos. Durante una pausa entre sermones doña Gina me trae comida, yo la acepto y la como. Después de algunos minutos me doy cuenta de lo tarde que es y me despido de Mari y Jorge, quien me acompaña a hablar con uno de los policías para que me pida un taxi. «¿Es un taxi seguro?» pregunto a Jorge. «Si, es de la misma compañía para la que trabajaba mi padre».

Una mirada escrutadora

Sigo buscando a los periodistas del colectivo de Xalapa, del que tanto he escuchado, pero no logro hablar con ninguno de sus miembros. Alguien me ha dado el nombre de una reportera que es corresponsal de un diario de circulación nacional y a quien he econtrado en las redes sociales, a través de ahí es que le mando mensajes pero no obtengo respuesta. Finalmente, después de varios intentos, me responde y acordamos vernos en un café en el centro de la ciudad al día siguiente.

Cuando llego ella ya está ahí, usando su teléfono. Veo que toma un capuchino y yo pido uno también.

Me presento y le explico la razón de mi insistencia. Mientras hablo, ella me ve con la cabeza ligeramente agachada y sin quitarme la vista de encima. Yo trato de sostener su fuerte mirada mientras le cuento a quienes he logrado entrevistar y le pido su participación. Ella, sin dejar de mirarme, responde «lo voy a pensar, pero lo dudo». Le pregunto el por qué de su negativa y me responde sin dudar «por la gente a la que ya has entrevistado, no quiero estar en el mismo lugar que algunos de ellos». Su respuesta me sorprende tanto que por un momento me quedo muda, aún así no le pregunto a quién se refiere y en vez de eso, le digo que uno de mis objetivos es escuchar todos los puntos de vista. Entonces noto que su mirada se relaja un poco, pero sigue mirándome fíjamente.

«Incluir gente como Hugo Morales en tu proyecto no habla muy bien, tiene mala reputación y no me quiero ver cerca de él en ninguna circunstancia», termina diciéndome.

«Tal vez tienes razón, yo me informé de todo eso antes de entrevistarlo. Pero lo importante para mi es que él me contó su historia de frente», le respondo. Antes de que ella diga algo, su teléfono suena y mientras habla no puedo evitar escuchar su conversación: «te voy a mandar el número de la protección federal porque la estatal no te va a ayudar mucho, pero de todas formas llámales. Te lo mando ahora mismo». Cuelga y mientras escribe algo en su teléfono me explica que es una colega de Orizaba a quien los policías municipales acaban de atacar.

Vuelve a verme con su mirada inquisitiva y yo espero que diga algo pero sigue callada, así que tomo la iniciativa y menciono a Anabel Flores, que también era de Orizaba. «El problema con Anabel es que era pareja de un policía corrupto y nadie puede confiar en una periodista así», me dice. «¿Cómo sabes eso, crees que por eso la mataron?», le pregunto. «Todos en el medio lo sabemos», contesta y no dice nada más. Yo me quedo callada por un momento y entonces recuerdo lo que el fiscal y el gobernador dijeron sobre el asesinato de Anabel «buscaremos en sus conexiones personales». ¿Está ella prejuzgándola también? Esto me da la impresión de que la empatía no es una de las fuerzas del gremio ¿o es que yo estoy siendo contagiada por el sentimiento de desconfianza?

También le comento que me parece extraño que no exista en código de ética nacional y que, aunque algunos medios cuentan con uno, en la realidad pocos lo aplican. Ella sigue sin hablar, solo asiente, pero su mirada cambia un poco, ahora me mira con un poco de simpatía y finalemente responde «si, eso es algo que no hemos logrado a nivel nacional, pero lo estamos intentando. En el colectivo tenemos nuestro propio código de ética y de conducta porque ya no podemos seguir trabajando como antes, sobre todo después de que han matado a algunos de nosotros y han atacado a varios». Entonces veo una oportunidad: «tal vez puedas hablarme de eso en la entrevista». Ella sonríe levemente y dice «es que no es solo lo que te dije, también no queremos ponernos en más peligro. Existe el riesgo de que si damos entrevistas por todos lados podríamos ser atacados. Ha sucedido y podría pasar otra vez», responde. De cualquier forma vuelvo a insitir: «podrías hablar de manera anónima», le sugiero creyendo en que va a ceder, pero no lo hace. «Yo te contacto si es que cambio de opinión», me dice mientras vuelve a mirarme como antes.

Han pasado casi dos horas y veo que no hay nada más que pueda decir. Entonces le menciono que esperaré su respuesta; también le digo que recuerde que este proyecto es para audiencia internacional, o que podría ser alguien más del colectivo que me de la entrevista y no necesariamente ella, que cuento con ellos. En fin, insisto hasta el último momento pero ella solo sonríe sin prometer nada. Nos despedimos deseándonos suerte.

En el camino hacia el auto me doy cuenta de que ésta fue la entrevista.

 

La casa-cárcel

El hogar de los Sánchez en El Tejar parece una prisón. Al frente tiene una reja y todo alrededor hay alambre de púas como el que uno ve en las instalaciones militares. Hay cámaras de seguridad en todos los rincones y luces de vigilancia apuntando a todas las esquinas de la casa. «Lo peor es la cuenta de la electricidad. Desde que instalaron todo esto para ‘protegernos’ ha aumentado mucho», me explica Jorge. En la sala hay un juego de monitores conectados a las cámaras que Jorge ha tenido que aprender a usar para buscar, guardar y borrar las imágenes que llegan constantemente.

Hacemos la entrevista en el patio, a la sombra de un pequeño almendro, con el portón y los guardias como escenario. El viento sopla fuerte y a ratos nos trae el sonido de un megáfono por el que se anuncia la venta de fruta. La conversación se alarga y en ocasiones puedo ver que Jorge se contiene para no dejar salir sus emociones. La terrible historia que nos está contando sucedió apenas hace un año pero aún así la cuenta con detalle y entereza.

«A veces me da la impresión de que repito mucho lo que digo», comenta Jorge al terminar. «Por mi eso está bien porque así puedo escoger las mejores partes. Además es probable que te lo parezca porque has contado la historia ya muchas veces ¿no crees?», le respondo. Él sonríe y asiente.

Mari llega para cocinar para sus nietos y acordamos que haremos la entrevista después de eso.

Mientras ella trabaja, le pido a Gerardo que coloque la cámara viendo hacia la cocina de leña atrás del almendro. Jorge nos ayuda a prender el fuego y mientras colocamos algunas luces mira el monitor y me dice: «esta entrevista sí quiero verla».

Mari está resfriada y tiene que regresar a su trabajo, por lo que decido que la entrevista será corta. Mientras se sienta en la silla de plástico que le hemos colocado, noto que aprieta nerviosa una servilleta de papel entre sus manos. Detrás de ella el fuego arde

Mari llora mucho después de contarnos cómo se llevaron a Miosés, una pregunta más sería demasiado para ella, por lo que decido no forzarla. De cualquier forma ya tengo el testimonio que necesitaba: el del único testigo del secuestro.

Mientras ella se recupera y Jorge la abraza, nosotros guardamos el equipo en silencio. De camino al hotel compartimos nuestras impresiones y Gerardo me dice «es increíble que todo eso pasó solo hace un año y en el mismo lugar donde acabamos de estar».

Desaparecido

Vamos a Acayucan y en el camino hacia el sur vemos lo mismo que en todos lados: mucha policía y militares.

Llegamos hacia el final de la tarde. Entrando al pueblo recuerdo que aquí estuve hace algunos años, también filmando. «No recordaba que fuera tan verde y lleno de vida», le comento a Gerardo. Poco a poco empiezo a reconocer los lugares.

El hotel está frente al parque. En cuanto llegamos y nos dan nuestras llaves llamo a mi contacto, «Jonás», que por seguridad me ha pedido el anonimato. «No quiero ponerme en peligro, a la policía aquí no le importa nada ni nadie», me explica. Quedamos en vernos dentro de una hora.

Cuando es el momento bajo al lobby. Jonás llega y sugiere que vayamos a un restaurante al otro lado del parque. Mientras tomamos una cerveza me habla de Gabriel Fonseca, o «Cuco», un periodista autodidacta que desapareció en septiembre de 2011 a los 19 años y menciona las posibles razones de su desaparición. «Desafortunadamente nadie ha indagado en ésto, ni la policía ni los dueños del periódico donde trabajaba» y continúa «lo peor de todo es la situación de sus padres. La salud de su madre se ha deteriorado mucho y tuvo que ser tratada con medicinas muy fuertes, que todavía toma».

Acordamos vernos al día siguiente para entrevistarlo, lo que hacemos temprano antes de ir a ver a los padres de Cuco.

En el camino se nos une Susana, una colega y amiga de Jonás. Ella nos cuenta que está estudiando periodismo de investigación y nos pide estar presente mientras hacemos la entrevista. «¿No te da miedo hacer investigación en estas circunstancias?», le pregunto. «La verdad si, pero trato de no pensar en eso porque alguien tiene que hacerlo y es lo que yo quiero», me responde con una gran sonrisa que puedo ver a través del espejo retrovisor.

La entrada a la casa es un portal sin puerta, solo cubierto por una lámina metálica que se jala para dejar pasar. Saludamos a Juan, padre de Cuco, un hombre delgado y pequeño, entrado en años y que usa un sombrero negro. Después vienen Candelaria, su esposa, y Ricardo, su hijo menor. El clima de la tarde es agradable y la luz es buena, por lo que nos quedamos en patio para la entrevista. Antes de empezar Candelaria nos muestra a una perra con ocho cachorros a la sombra de una mata de plátano. Noto que en el patio hay varios árboles frutales y plantas decorativas alrededor de la casa, también hay un pozo, un corral para pollos y al fondo dos cuartos en construcción. «Cuco nos estaba ayudando a construirlos, por eso se quedó a medias», explica Candelaria.

Esta es una entrevista muy triste. Jonás ya nos ha contado sobre los problemas por los que la familia ha pasado desde la desaparición de Cuco: «Él era quien los mantenía. Gracias a Cuco la familia tenía comida en la mesa y ahora no tienen nada. Los dueños del diario no les pagan una pensión excusando que Cuco no ha sido declarado muerto, solo desaparecido». También nos dice que la Comisión Estatal de Atención a Periodistas les ha ayudado con los problemas de depresión de Candelaria y Ricardo después de que «algunos colegas nos unimos y solicitamos el apoyo, pero cada vez es más difícil porque las reglas dicen que solo pueden ayudar por seis meses. A veces nosotros juntamos un poco de dinero y les damos, pero no siempre podemos», nos dice con tristeza y frustración.

De alguna manera es agradable escuchar que la gente es solidaria, a pesar de todo.

Cuando terminamos la entrevista yo no se qué mas decir. Me siento impotente y eso es más fuerte que cualquier buen deseo que pueda tener hacia la familia, por eso solo alcanzo a despedirme y a desearles que las cosas mejoren para ellos. Juan me da la mano mientras mira sus piés y me dice: «tal vez usted pueda llevar el caso de mi hijo a algún lugar donde algo se pueda hacer. Lo único que queremos es encontrarlo para tenerlo cerca y para que nos den la pensión». Sus palabras suenan a resignación y lo único que alcanzo a decir es que haré lo que pueda.

De regreso en el auto pregunto a Jonás si cree que es posible volver a ver a Juan. «Si, mañana en su lugar de trabajo, bolea zapatos y empieza mas o menos a las diez. Ahí lo puedes encontrar», me responde.

Al día siguiente después del desayuno lo vamos a buscar. Cuando llegamos a su esquina lo vemos boleando con ahínco los zapatos de un hombre más o menos de su misma edad.

Para ocultar el desgaste, Juan aplica varias capas de tinta y grasa. El hombre le dice una y otra vez que no es necesario, pero Juan insiste en que los zapatos pueden verse mejor. Después de un rato llega Candelaria con su bolsa de compras, se sienta en una banca frente a Juan y lo observa trabajar. Yo me acerco a platicar con ella y noto que está de mejor ánimo. «Por eso salí hoy de la casa, Maru, quiero ir al mercado porque tenemos que comer. Espero que hoy le vaya bien a mi esposo porque quiero comer pollo», me dice mientras se cuelga de mi brazo, como si fuéramos buenas amigas.

Juan termina de trabajar, su cliente le paga y se va. Candelaria le da su café y mientras él lo toma se acerca y me pregunta «¿podría usted ayudarnos un poco?» luego me explica «tengo que comprar las medicinas para mi esposa y no creo que el dinero de Xalapa llegue más». Muchos pensamientos vienen a mi cabeza con su pregunta: «¿sería ético o debería decir que no? Darles dinero, ¿ayudaría realmente?». En ese momento no puedo encontrar respuestas pero, sintiendo compasión, meto la mano a mi bolsa y saco unos billetes que le doy a Juan. Él, mirando sus zapatos, toma el dinero y me dice: «que Dios se lo pague y se lo multiplique», y me abraza.

Saliendo de Acayucan noto que el pueblo ya no es tan bonito como cuando llegamos hace dos días.

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  1. En este pueblo no hay victimas | Chiapasparalelo - 18 marzo, 2019

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