Arigato

Nadie más popular en el atletismo como Abebe Bikila, el corredor de fondo etíope que, más que medallas y records, ganó la simpatía del mundo por ser unos de los primeros atletas del “tercer mundo” que salía a las primeras planas de los periódicos y la televisión, originario de un país del cual en ese tiempo casi nadie sabia exactamente donde quedaba y, por supuesto, por el impactante hecho de que en México 68 corrió descalzo (tenia tenis nuevos y le salieron ampollas, por eso decidió correr sin ellos). 

En un país como México, amante de las emociones plañideras más profundas, esto caló hondo en la población.

En el tiempo de Bikila no había ni los grandes consorcios deportivos y ni los medios de comunicación eran dueños exclusivos de las audiencias, donde las sensibilidades aún tenían derecho de picaporte para dar rienda suelta a eso que se nombra, pero no se explica, o por lo menos no tan fácilmente. El “espíritu” de las Olimpiadas, pues. 

La frase mas simplista para precisarlo sería que en los campeonatos mundiales y de otro tipo, todo el mundo va por los records, pero en los olímpicos se suda por la medalla. Por la gloria de saberse consagrado en lo más alto del honor deportivo. Y de paso se lleva a toda una nación consigo; de ahí que escuchar cualquier himno nacional en el podio representa la parte más sublime de los juegos.  

Una vez finalizados las Olimpiadas en Tokio 2020, difícilmente podemos hablar de un solo “rey” o “reina” del olimpismo. Y es que fueron unos juegos emblemáticos por muchos motivos, entre los que se encuentran el contexto de la pandemia, la inclusión de la comunidad LGTIB (revisen la entrevista a la levantadora de pesas transgénero Laurel Hubbard, quien no ganó absolutamente nada y ella, con una precisión discursiva más clara, dijo: “somos como cualquier otra persona y así deben vernos”. No por ser “especial” debía ganar o llorar o solicitar misericordia deportiva); la inclusión de género en las pruebas mixtas en pista, tan explosivas como interesantes por el sentido otorgado; o la presencia étnica “distinta” a lo antes visto en deportes donde, por ejemplo, no cabían los latinos ni la población afro, como en la gimnasia y los clavados; la multiculturalidad del mundo: Sifan Hassan, la atleta fuera de serie, hoy holandesa pero de nacimiento etíope; lo mismo con los medallistas de plata y bronce en el Maratón varonil, Nageeye y Abdi, de países africanos pero que corrieron ahora por sus nuevas “patrias”, Holanda y Bélgica.

Bikila

Curiosamente, si podríamos nombrar a los representantes emocionales de los Juegos Olímpicos de Tokio, no sería por motivos estrictamente deportivos. Simone Biles, la gimnasta multimedallista de Estados Unidos, se retiró hastiada de tanta presión hacia su persona, hacia sus obligatorias medallas, logró atención mundial de la explotación de los deportistas, o la propia Hassan, quien llegó de refugiada con su familia y eso también elevó su popularidad en Tokio; o el italiano negro, Marcell Jacobs, ganador de los 100 metros planos, quien después del legendario Pietro Menea, devuelve un primer lugar en las pruebas de velocidad a Europa, aunque no la caucásica. O la polémica con Ana Peleteiro, saltadora de longitud española, bronce olímpico, quien tiene orígenes afros y por supuesto no encaja en los estereotipos convencionales de lo que debe ser una oriunda de un país cualquiera. Todos ellos y ellas deportistas que, con su sola presencia, cambiaron de alguna manera el panorama deportivo internacional.

Arigato Tokio. El mundo de la pandemia contempló su apuesta a que estos juegos olímpicos fuesen un evento marcado por el suspiro que da saberse superviviente de un mundo agónico en muchos sentidos. De diversas maneras, cambió las formas de hacer los Juegos Olímpicos y, al mismo tiempo, nos cambió a todos. 

Por ser uno de los últimos espectáculos donde las naciones todavía compiten entre sí, solo cabría pensarnos positivamente en ese grandioso marco. El gran John Lennon lo había predicho, con una parsimoniosa poesía, tan lacónica como contundente. Imaginemos un mundo sin fronteras, donde no haya países, ni religiones, nada por lo cual matar o morir. Al final, la apuesta por la misma humanidad.

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