La muerte de un hombre eterno

A don Asariel Medina lo enterraron ayer. Según su fe de edad, si es que no miente, tenía 107 años. A mí me pareció siempre eterno; un hombre sin edad, menudo, ubicuo, sabio, extraño.

Lo recuerdo con su sombrero, su morral y su machete colgado al hombro, cuando caminaba diariamente hacia su bajío, ajeno al pasar de los carros, que cada vez se hicieron más frecuentes en su trayectoria cotidiana de la carretera Suchiapa-Tuxtla.

febrero            En mi niñez, que se perdió hace muchos años, el hombre mágico para mis malestares todos era don Asariel.

Cuando me espantó una culebra amarilla con negros relucientes, y que después soñaba que se me anudaba fuerte al cuello como corbata, don Asariel fue capaz de ahuyentarla con hojas de matarratón y alcohol de cañita brava que me rociaba por el cuerpo. El sobrante, lo que no había absorbido mi ropa ni se lo había llevado el viento, lo tomaba con tragos cortos como resignado de meter fuego a su garganta.

Las torceduras de mano y de pie, o cualquier golpe, tan frecuentes en aquellos años, corrían por su cuenta. Enderezaba mis huesos al tiempo que rezaba yo no sé qué rezo tan efectivo para remediar esos males.

Con doña Lucefina, su mujer, creó y crió una docena de hijos a quienes ahora reencontré en el sepelio.

Era bueno en los secretos de hallar remedio a los males. Sobre todo los que brotaban del alma.

Ése era un pasatiempo. A sus pacientes ocasionales no les cobraba nada o casi nada. Si acaso el litro de cañita que requería para regar por el viento y ahuyentar a los espíritus talludos, desconsiderados y maloras que gustaban meterse entre los huesos de la gente.

Don Asariel, decía, era eterno. Hasta hace no mucho disputó con los niños su espacio en los caballitos de feria. Ahí lo vi varias veces dando vueltas y vueltas subido en un ágil corcel blanco pero de relincho estático.

Mostraba, sin temores, sus gustos infantiles, sin requiebros.

Ese gusto por disfrutar la vida y los seis kilómetros que caminaba diariamente lo han de haber convertido en ese hombre sin tiempo, tranquilo y sencillo. Aconsejaba que para vivir saludable, y por muchos años, había que bañarse solo cuatro veces al año. Los días que Dios había marcado como los más santos: Jueves santo, Corpus,Todo Santo y en la Natividad. Tirar el agua por el cuerpo otros días era desperdicio, casi un sacrilegio. En los últimos dos años de su vida, sus hijos dieron por bañarlo dos veces por semana. Dijo que eso lo mataría. Y lo mató.

En varias ocasiones recibí de sus manos una corona de tulipanes, trenzada por su mujer, para festejar mi cumpleaños. Llegaba serio y al tiempo que colocaba la corona recitaba unos versos que mi mala cabeza no puede recordar pero tenían el rescoldo de su niñez.

Después se sentaba ceremonioso a tomar de un jalón una cerveza o a sorbitos un refresco.

Hablaba entonces de su infancia remota, de aquel camino polvoriento de Suchiapa-Tuxtla que le tocó caminar en los treinta y de su trabajo diario en el bajío lleno de árboles de mangos.

Hace dos años murió su mujer. La vida le cambió y se le empezó a ir de a poquitos. Constante. Perdió fuerza en las piernas, pero su lucidez solo se le escapó al final.

La despedida de su cuerpo en el panteón fue una fiesta. Lo acompañaron mariachis y el llorar quedo y también las anécdotas de su vida recordada por tataranietas, nietos, hijos, compadres y amigos más jóvenes que tuvo porque los de su edad hace mucho que se marcharon y que allá lo han de esperar con cañita y cohetes escandalosos y alegres.

 

2 Comentarios en “La muerte de un hombre eterno”

  1. Juan Carlos
    20 febrero, 2014 at 11:28 #

    Excelente historia de Tio Asariel, felicidades Doctor. Saludos

  2. armando
    27 diciembre, 2013 at 15:24 #

    Vientos, Sarely. Feliz año y que sigan los éxitos.

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