La vida puede ser bella

Casa de citas/168

Con mi queridísimo compadre Ricardo Mena, amigo imprescindible de toda mi vida (a quien desafortunadamente veo muy, muy poco) platicábamos hace tiempo sobre Chelis Solís, su suegro vivo en aquel entonces. Recién nos habíamos emborrachado juntos, los tres, y revivíamos felices, Ricardo y yo, ese reciente pasado. Chelis era magistral cuando se lo proponía, con un talento innato para la comedia, un tempo preciso, una asombrosa capacidad para asombrar. “Es maravilloso ese hombre”, le dije.
—¿Te parece maravilloso? –me dijo sonriendo–, vive con él y verás.
Algo así me pasó con Al Pacino. Me pareció una maravilla mientras leía y después de que terminé las casi 300 páginas de Conversaciones con Al Pacino (Belacqva, 2007), trabajo que reúne los treinta años de entrevistas con Lawrence Grobel, a quien el actor acepta recibir luego de que leyó el libro de este periodista sobre Marlon Brando (que, por cierto, comenté en una Casa de citas de tal vez hace mucho) y de quien con los años se convierte en amigo.
El documento es espléndido para conocer vida y obra de Pacino, un actor enamorado del teatro, de Shakespeare (a quien cita constantemente de memoria), de la lectura y, al final, del cine. Nació en el Bronx neoyorquino y, si le creemos, nunca ha hecho una sola película por dinero (p. 223): “Una de las maravillas de actuar es poder decirle a alguien que te amenaza con una motosierra que se le meta por el culo”.
También cita diálogos de cine. El título de esta columna, citada por Pacino, es una línea de Rebelde sin causa, la película que entronizó la imagen mítica de James Dean.
De sus experiencias teatrales cuenta de una vez en Boston que, actuando, vio una mirada en el público que lo impresionó (p. 89): “Es increíble; estos ojos me penetran”. Se dedicó a actuar para aquellos ojos. Cuando la función terminó (p. 90): “Miré en dirección a los ojos y descubrí que eran los de un perro lazarillo. [Ríe.] Pertenecía a una chica ciega. No podía salir de mi asombro: la compasión, y la intensidad y la comprensión de esos ojos… y era un perro”.

Pacino, cuando joven, trabajó de muchas cosas que daban poco dinero y vivió al borde de la miseria; eso lo fortaleció, por eso no lo derrumban las malas críticas sobre su trabajo (p. 93): “El asunto es hacer las cosas, de eso se trata. No de los resultados”. Pone como ejemplo a un trapecista que tuvo un accidente en el que casi pierde la vida. Vuelve a subir y le dicen: “¿Cómo puedes volver a subir después de esa tragedia? Y él dijo: ‘La vida está en la cuerda floja. El resto no es más que espera’ ”.
Sobre la actuación opina como Brando, como los grandes actores (p. 119): “Lo que uno realmente se esfuerza por aprender al actuar es cómo no actuar. De eso se trata. Actuar es no actuar”.
Habla mucho de Shakespeare (Pp. 167-168): “Los seres humanos sentimos cosas enormes, y Shakespeare, gracias a su genio y a su increíble comprensión de los fenómenos humanos, fue capaz de llegar a nosotros y tocar esos sentimientos. […] No es para todos los gustos, pero hay mucha gente a la que tampoco le gusta Beethoven”.
Cuando Grobel le pregunta quién le gustaría que escribiera su biografía, Pacino contesta “Dostoievski” y abunda (p. 182): “Crecí alimentándome con muchos escritores distintos, de Balzac a Shakespeare. Sé que vengo de la calle y no tengo ninguna educación formal, pero he leído esas cosas, y son los rusos los que realmente me han conmovido. La lectura me ha salvado la vida”.
El hombre usa de veras la cabeza (p. 191): “Nunca me aburro. Como Einstein. Un día un tipo llegó tarde a su cita con él y se disculpó por haberlo hecho esperar. ‘Debe de haberse aburrido’. Y Einstein respondió: ‘No me he aburrido, he estado pensando’ ”.

Obra del pintor chiapaneco Manuel Velázquez.

Obra del pintor chiapaneco Manuel Velázquez.


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En la muy entretenida comedia inglesa Cuestión de tiempo (About Time, 2013, escrita y dirigida por Richard Curtis), el hijo va a buscar al estupendo padre a quien han descubierto un cáncer que lo matará en cuestión de semanas. El hijo lo ve como preguntando por qué a ti y el padre le dice más o menos esto: “Así son las cosas. Piensa en Jesús: era hijo de Dios y mira cómo acabó”.

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En la cinta El sospechoso (Rendition, 2007, dirigida por el sudafricano Gavin Hood), de gran elenco, que explora las injusticias que comete el gobierno de los Estados Unidos en su lucha contra el terrorismo, un padre dice a su hija pequeña: “Los sueños son regalos de Dios”. A mí me da muchos regalos. Este es uno de ellos al que, salvo el sexo, la edad y el final que cambié (no me gustó el soñado), nomás trascribo de mi sueño.

El hombre que espera

Tengo 13 años y vivo con mi tía en un edificio que en nada se parece a las películas gringas: no hay escaleras para incendios, todos tenemos que salir por una pequeña puerta de entrada. Es viejo, feo, oscuro.
Mamá murió hace tiempo, papá no sé dónde esté. Tía trabaja en un súper cercano. Nunca se casó ni tuvo hijos y cuando me trajo a vivir con ella trató de volverse un poco más cariñosa que de costumbre. Estudio en la secu que está a dos cuadras.
Deben ser las cinco y media, tía me dejó un recado en la mesa; me pide que busque unos aretes que va a devolver y que no encontró antes de salir apurada para no llegar con retardo. No me cuesta mucho hallarlos.
Salgo, veo al muchacho que vive a dos puertas de nosotros. Tiene una mirada perdida. Camina como loco hacia mí:
—¿Tienes una cuerda larga?
—Buenas tardes. No.
—¿Estás segura?
—Sí.
—Bueno, ya no tiene remedio.
Siempre me ha caído bien, porque es sonriente, alegre; en especial cuando sale con un amigo que no sé si vive con él, pero que a cada rato vemos por aquí.
—Adiós, le digo.
No me contesta.
Bajo hasta el tercer piso y oigo un grito muy fuerte, como de loco. ¿Será del muchacho feliz, que hoy está tan raro?
Voy en el segundo con el oído atento. El grito de hace ratito me asustó. No escuché que abrieran puertas los vecinos, tal vez porque a estas horas la gente está en el trabajo o de paseo.
En la entrada, casi tapándola, está el amigo. Es un gordito, de lentes. Parece enojado.
—¿Adónde vas?
—Al súper, le digo, a ver a mi tía.
—No, no te puedo dejar ir.
—¿Por qué?
—¿Qué hace Gonzo allá arriba?
—Ah, nada, me pidió prestada una cuerda.
—¿Se la diste?
—No tenemos.
—Maldito, quiere escapar.
Se queda callado, se quita los lentes, está llorando.
—Hay traiciones que no se perdonan, voy a matarlo.
—¿A Gonzo? ¿No es tu amigo?
—No, era mi marido.
—¿Tu marido? Pero si los dos son hombres.
—Tú no entiendes, niña.
—¿Me puedo ir?
—No.
—¿Por qué?
—Quiero me veas como lo mato: como un perro, aquí en la calle.
—¿Y no puedes platicar para que se arreglen?
—No, hay traiciones que no se perdonan.
—Mi tía me está esperando.
—Que te espere… ¿Tienes mucha prisa? Entonces subamos, acompáñame.
—No quiero.
—No importa.
—¿Y cómo lo vas a matar?
—De un balazo, conseguí esta pistola con dos tiros: uno para él y otro para mí. Ven, vámonos.
Subimos. Llegamos hasta la puerta del depa de Gonzo. El gordito toca con una mano, en la otra tiene el arma. Toca de nuevo.
La puerta se abre. Gonzo no tiene camisa, está descalzo, tiene puesto un pants. Es bien musculoso. Ve al gordito. No hablan. El gordito comienza a llorar. Gonzo camina, lo abraza. El gordito al principio tiene los brazos caídos; luego, sin soltar la pistola, corresponde al abrazo. Gonzo lo separa y lentamente le acerca su rostro. Se besan en la boca. El beso dura mucho.
Cuando terminan, el gordito me ve y me extiende la pistola.
—Toma, te la regalo, ya no la necesito.
Entran, cierran la puerta. Pongo la oreja para oír.
Se oyen besos, jadeos, ruidos.

Contactos: hectorcortesm@hotmail.com

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