El misterio de escribir

Casa de citas/177

Mi querida amiga Ceci Vázquez Rubio me regaló hace tiempo la novela Me llamo Rojo, del Nobel de Literatura Orhan Pamuk. No la he leído, pero la pongo en la fila de mis lecturas inminentes luego de leer un ensayo que la enaltece y una nota de Ricardo Sada (“Los perros de Estambul”, La Jornada Semanal, 21 de enero de 2007, p. 10) donde cita a Verónica Murguía: “Dice un perro en la novela de Orhan Pamuk, Me llamo Rojo, que los gatos son amados por los habitantes de Estambul pues ‘nuestro reverendo profeta Mahoma, sobre él las oraciones y la paz, prefirió cortar un pedazo de su túnica a despertar el gato que dormía sobre él’ ”.

 

Ya he contado, creo, en alguna Casa de citas anterior, que hubo un tiempo que hacía libros con recortes de periódicos, dibujos, fotografías, mails y demás. Era un modo de no perder algo que quería conservar. Pegaba en hojas blancas todo aquello que no tenía tiempo de leer con tranquilidad y me llamaba la atención; cuando el volumen ya tenía dimensiones no tan breves, no tan monstruosas, lo empastaba. Tengo varios. Los he titulado Libros de casa y los he numerado. Lo de Sada lo tomé del número dos, de donde cito también casi todo lo que sigue.

En el suplemento “El Ángel”, del diario Reforma, del 18 de febrero de 2007, Beatriz de León entrevistó a varios escritores sobre “¿Cómo descubrir el talento literario?”, y Álvaro Enrigue, notable novelista, respondió que en la escritura no todo es una cuestión de recursos intelectuales: “Hay admirables inteligencias con prosas infames y prosas magníficas de verdaderos idiotas. Hay unos pocos momentos radiantes en que la prosa y la agudeza se cruzan: Paz, Ortega y Gasset, Reyes, para hablar sólo de muertos familiares”.

(Hace mucho frío ahora que escribo, en Berriozábal; es de mañanita y lleno de nostalgia oigo canciones de Nacha Guevara. Y ésta, “Para cuando me vaya”, de Amaury Pérez, que me encanta, salta a la página: “Niño, niño del invierno, que el gris ha bordado sobre mi niñez, ponme un beso donde va la herida y ponme otro beso para no querer”.)

 

Obra de Manuel Velázquez

Obra de Manuel Velázquez

En su columna Las rayas de la cebra, Verónica Murguía habla de los “Besos medievales” (Jornada Semanal, 11 de marzo de 2007), y de ellos destaca el que da Catalina de Siena a la llaga purulenta de un enfermo. “Catalina, además, afirma que lleva un anillo hecho de carne que Jesús le dio. Ese anillo era el jirón de piel que le cortaron del prepucio el día de su circuncisión”.

En el suplemento “Babelia” del diario El País (31 de marzo de 2007), António Lobo Antunes publica una de sus crónicas (“Para quien va a escribir”) donde intenta explicarse cómo hace un libro, cómo escribe una novela, pero “el misterio del acto de crear permanece intacto. Recorrí la prosa de personas que buscaban también comprender, y el misterio del acto de crear permanece intacto. No creo que ningún individuo lo aclare. […] En ciertos aspectos, los escritores son monótonamente iguales. […] Y alivia compartir ese hado”. [Sobre este tema dice sin vueltas Norman Mailer, en Un arte espectral. Reflexiones sobre la escritura (Emecé, 2008: 247), “el acto de escribir es un misterio”.]

Imre Kertész, Nobel de Literatura, en el “Babelia” citado habla de su oficio: “No quiero y no puedo valorar de forma objetiva si vale lo que escribo. Simplemente escribo porque me apetece”.

En “La ciudad del libro” (Reforma, 20 de abril de 2007), Juan Villoro habla de la popularidad del libro en el pasado: “De 1981 a 1984 viví en Berlín oriental. En aquel mundo de enclaustramiento y elevada educación los libros eran el único sitio para viajar. Si reeditaban el Quijote o publicaban a Calvino, la cola daba vuelta a la manzana”.

En el “Babelia” del 21 de abril de 2007 publican pedazos sueltos del diario de Eugène Ionesco. Tenía cuatro años cuando vio que sus padres discutían y su mamá se servía veneno: “Se lleva el vasito a la boca. Él se ha levantado ya, a grandes zancadas, y detiene la mano de mi madre. El vasito, que todavía conservo, está lleno de manchas indelebles. Es probable que mi madre no tuviese la intención de envenenarse; sabía que él iba a impedírselo. […] Todavía veo a mi madre, despeinada, la cara contraída; oigo todavía sus sollozos. […] Mi padre ya no podrá leer estas páginas. Yo escribí sobre él, y publiqué, otras muy crueles. Quizás no tuviera razón. Nunca se sabe, entre un hombre y una mujer, quién es el juguete del otro”.

Francisco Rico, editor y ordenador del texto célebre de Cervantes habla del escritor y su obra en una entrevista que le hace Juan Cruz (El País, 22 de abril de 2007): “Cervantes no ponía ni puntos ni comas, ni por casualidad. Lo ponían los editores antiguos, por su cuenta, unas veces interpretándolo bien y otras veces haciéndolo mal. Y Cervantes les dejaba absoluta libertad. ¡Él escribió toda su vida Cervantes con be! […] El ingenioso hidalgo Don Quijote de la Mancha no es el título de Cervantes. Él había titulado El ingenioso hidalgo de la Mancha”. El título, dice Rico, “lo cambia la imprenta”.

En este “libro” reuní muchos textos a propósito de los 80 años de García Márquez (hasta una foto amplia con el ojo morado por el derechazo que le dio Vargas Llosa) y varias crónicas de Lobo Antunes. Federico Reyes Heroles en “La compleja sencillez” (Reforma, 6 de marzo de 2007) dice que GGM “ha defendido y construido ese derecho –ser escritor– y para ello tuvo que sortear, como todos, los avatares económicos que lo afligían, de allí sus afortunadas incursiones en la publicidad ‘Yo sin Kleenex no puedo vivir’ ”.

García Márquez murió. Y Lobo Antunes, en la crónica de la que hablé antes, escribe en 2007, antes de ese deceso, sobre la muerte de los escritores: “Después cada uno muere en su rincón y ha dejado de tener importancia la muerte, porque algo vivo ha quedado, una especie de lucecita que no se apaga jamás”.

 

***

 

Vale la pena hacer unas notas sobre Paul Lafargue, antes de hablar de su libro El derecho a la pereza (Editorial Grijalvo, 1970). Nació en 1842 en Santiago de Cuba, de padres franceses. En 1868 se casó con Laura, la hija menor de Carlos Marx. Federico Engels quería tanto al matrimonio que nombró a Paul y Laura como sus herederos. El 26 de noviembre de 1911 se suicidaron ambos. Lafargue explicó esta decisión (p. 159): “Estando sano de cuerpo y espíritu, me quito la vida antes de que la implacable vejez me arrebate uno después de otro los placeres y las alegrías de la existencia, y de que me despoje también de mis fuerzas físicas e intelectuales. […] Hace ya años que me prometí a mí mismo no rebasar los setenta. […] Muero con la alegría suprema de tener la certidumbre de que, en un futuro próximo, triunfará la causa por la que he luchado durante 45 años. ¡Viva el comunismo! ¡Viva el socialismo internacional!”

Mi ejemplar es una compilación de ensayos. En el que da título al volumen, Lafargue dice que (Pp. 12-13): “La agricultura fue, en efecto, la primera manifestación del trabajo servil que conoció la humanidad; según la tradición bíblica, el primer criminal –Caín– era un agricultor”. La suya es una apasionada defensa de la pereza, un apasionado ataque al trabajo, con datos económicos, históricos, ideológicos (p. 27): “Es necesario que se imponga no trabajar más de tres horas diarias y que se contente con no hacer nada y parrandear el resto del día”.

Llama la atención que designe profesionales ideológicos a una variedad de personas que regularmente no se ponen en el mismo saco (p. 33): “Gobernantes, policías, clérigos, magistrados, militares, prostitutas, artistas, científicos, etc.”

Lafargue da otra idea sobre la virginidad en “El mito de Prometeo” (p. 62): “Permanecer virgen no significa, en los tiempos prehistóricos, hacer voto de virginidad y castidad, sino rechazar el obligado sometimiento al yugo del matrimonio patriarcal que Zeus había entronizado en el Olimpo”.

Dice que Zeus, quien conocía sus limitaciones intelectuales, por consejo de Gea se casó con Metis y (p. 77) “al igual que los salvajes que devoran el corazón sangrante de un enemigo para adquirir su coraje, se tragó a su esposa Metis para asimilar su astucia y su sabiduría, pues este era el significado de su nombre. Estas dos cualidades intelectuales eran, entonces, patrimonio de la mujer”.

Y escribe esto sobre la muerte (p. 87): “La vida en el Hades era tan aburrida que Aquiles, muerto cuando aún vivía su padre, y por consiguiente antes de poder convertirse en padre de familia, dijo a Ulises que cambiaría su reinado entre los espíritus por la existencia de un obrero”. Y en esta idea, Lafargue parece morderse la cola: la vida de ocio en el Hades es tan aburrida que podría ser mejor vivir trabajando. En fin.

 

***

 

Hace años, cuando las computadoras no eran tan populares, me contó un amigo del DF que vino a instalar una a una comunidad chiapaneca muy pobre. Explicó al muchacho más listo cómo iba a usarla. Quedó de regresar y cuando lo hizo se halló con que la compu no servía.

—¿Por qué?

—Se chingó el cable.

—¿Cómo?

—Lo comió una cocha.

Esta convivencia de la modernidad con la naturaleza de nuestro pueblo, la observo ahora en una Sex shop de la Novena Sur, en Tuxtla. Estas tiendas, se supone, apelan a la amplitud de criterio de la gente cosmopolita que ve en el sexo una posibilidad de juego y de placer. Me da mucha risa pasar allí y ver que en la pared de la entrada (paso en coche pero se supone que habrán muñecas inflables, dildos, películas pornográficas, lencería muy atrevida, etcétera) hay un cartel que anuncia, como parte de la oferta de la tienda: “Se vende mistela y hojuelas”. Para hacer una orgía más chiapaneca deberían incluir tamales de bola y pozol. Pero tal vez es pedir mucho.

Contactos: hectorcortesm@hotmail.com

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