Anís del mono

© El mejor anís, el del mono. El Aguaje. Tuxtla Gutiérrez (2012)

© El mejor anís, el del mono. El Aguaje. Tuxtla Gutiérrez (2012)

 Fue coime de niño, y decía que a mucho honor. Ayudó a su padre cuando aún no terminaba la Primaria, cuando aquél se encargó de la cantina provista de billares de su tío Santiagón, don Santiago Ruiz Coutiño, quien dos o tres años antes la había inaugurado. Por las tardes y noches de sábados y domingos, aunque también algunas tardes de entresemana, él atendía los billares: dos preciosas mesas de caoba, pulidas, forradas de paño verde, provistas de bushacas de piel, tejidas, y marcadores tensados entre pared y pared. Atendía su servicio, llevaba las cuentas de los partidos, cobraba las cuotas y hasta servía las cervezas y refrescos de los jugadores.

 

Pero se entretenía también. Observaba la magia del artilugio de la rockola: la inserción de las monedas (dos canciones por un tostón), la selección de las teclas (a razón de una letra y un número por cada pieza), el movimiento de ida y vuelta del carrusel maravilloso, y la precisión del brazo mecánico que tomaba los discos y los ponía sobre el torna-mesa. Imagen que se le quedó grabada como ejemplo de lo que sería un robot.

 

En la cantina reconoció las garrafas de los diferentes licores que circulaban, y digo que las reconoció, pues ya las tenía por conocidas, en los billares de su tío Héctor Coutiño De la Rosa. Se trataba de: Brandy Madero XXXXX, Brandy Cheverny, Brandy Presidente, Ron Bacardí, Ron Castillo, Ron Potosí (el del pomo verde y loro cabeza amarilla), Ron Rico, Tequila Cuervo, Tequila Sauza, Tequila Viuda de Romero y, entre ellas, una muy especial: la botella del Anís del Mono, pues… juzgaba que era un recipiente hermoso, tanto por su cuerpo esbelto y estriado, como por la figura del mono —impresa en la etiqueta— que le parecía mitad hombre y mitad demonio. Siempre las veía enteras, sobre los estantes. O comenzadas, junto al mostrador de servicio, hasta que un día, ahí estaba cuando un cliente pidió la última porción de la botella.

 

— ¿Vas a querer el pomo, hijo? —dijo su padre, dirigiéndose a él, aunque al instante el cliente lo detuvo:

— ¿Al chamaco le gusta el anís, amigo?

No. El trago no. Ni Dios lo quiera. Lo que pasa es que desde hace días está que quiere el envase. Le gusta el mono arrecho al cabrón…

 

Pidió entonces a su padre quitara la canica del pescuezo, que antes traían todas las garrafas, para dificultar el relleno, y fue así como por fin tuvo su botella de Anís del Mono; en donde guardó durante varios meses sus canicas de cristal y mármol, hasta que un día, al forcejear por ella con los de su cuadría, se rompió no en mil pero sí en varios pedazos. Después, ya de viejo fue que pudo darse el lujo de pedir, de vez en cuando, en uno u otro bar, un anís con cubos de hielo y nada más. Y andando el tiempo, tomó la costumbre de conservar siempre, una para su servicio.

 

Ahora, hará cosa de dos años, que en un viaje a Barcelona, dejó a los compas con quienes viajaba, y no descansó durante la mañana sino hasta dar con el paradero de la antigua fábrica del Anís, en Badalona, a diez kilómetros del centro de la capital catalana. Finalmente, hoy por fin se ha detenido acá, por el simple placer de recordar su niñez, frente a este frasco de Anís del Mono.

 

Linda, fantástica botella de sus diez u once años, decorada toda, al igual que sus ilusiones. Transparente, espigada, liviana y airosa. Lleva una tapa metálica roja, un marbete superior labrado sobre el cristal y una vitola que anuncia ANÍS DEL MONO en letras blancas y fondo rojo; toda grabada con una cuadrícula de rombos esbeltos, sobre la cual destaca su etiqueta principal impresa en rojo, negro y blanco.

 

En la etiqueta lucen el reborde y las zonas laterales adornadas con las medallas de premiación, las que obtiene Anís del Mono, a finales del siglo XIX, aunque lo que siempre llamó su atención —ahora por fin lo descubría—, era el medallón de la etiqueta en el centro… presidida por la viñeta del Mono Sabio, al modo del imaginario colectivo europeo decimonónico: faz templada (cercana al del demonio arquetípico), provisto de orejas pronunciadas, ceño fruncido y barba circular; todo cubierto de pelos. Fastuoso el mono, sostiene con la mano derecha un pliego en donde se lee: “Es el mejor. La ciencia lo dijo y yo no miento”, mientras que con la izquierda, muestra una botella de Anís del Mono.

 

Sobre la banca en donde se encuentra sentado —con una pierna recogida, debajo—, exhibe al lado derecho una cesta con seis botellas; se infiere que de Anís del Mono. Al lado izquierdo muestra una más, e incluso una copa, y sobre el muro de la banca se lee: “Marca de fábrica depositada”. No le cabía la menor duda. Desde sus diez u once años le gustaba el olor y el sabor del anís, pero sobretodo, el rojo sobre superficies cristalinas: la faz siniestra del demonio.

 

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