Tres de mis caídas

Casa de citas/ 181

 

Hace mucho publiqué una columna que llamé ¿Onde rayo yo quién raya? (un verso de una canción recopilada por Rulfo y que forma parte del repertorio de la Caponera en El gallo de oro [Editorial Era, 1980: 52-53]).

En esa Casa de citas contaba de una suerte charra que hice frente a personas de una ranchería que habían conocido y admirado las habilidades de jinete que tenía mi papá: fue domador de potros, amansador y presidente de una asociación de charros durante muchos años.

Aunque la anécdota de mi hazaña es cierta, me burlaba de mí, claro, porque pensé que el espíritu de mi papá, y no yo, me mantuvo montado en aquel monstruo brioso (luego me fui montado en ese cuaco a un cerrito cercano y en la cúspide me bajé a cortar un lirio silvestre, lo que me hizo escribir el texto con el que inicia mi novela Mar en movimiento).

En un encuentro de escritores invité a mi hija a escuchar el texto y se lo dediqué a mi amado nieto Jacobo, que en ese tiempo aún estaba dentro de la panza de mi Nadia Carolina del alma. Cuando ella me comentó el texto, que divirtió a la audiencia, me dijo:

—Y eso que no saben (y las enunció) de esta y esta y esta otra historia.

Decidí escribirlas y un conocido mío, por un proyecto que no cuajó, las leyó y me dijo que le había encantado que yo me pusiera en ridículo.

—¿Y por qué no escribes más cosas como ésta? A la gente que le caes bien le va a parecer simpático, y a los que les caes mal los vas a hacer disfrutar con tus humillaciones.

Hace no mucho conté, en otra Casa…, de un robo que cometieron en mi casa y algunos amigos me escribieron para solidarizarse conmigo, para decirme que qué bueno que nada mayor hubiera pasado. Pero me llamó la atención la nota de alguien que se rio mucho, parece, de lo que ocurrido.

—Es chistoso que le des tantas vueltas para justificar que te fuiste a empeñar tu tele.

Fuera de la evidente mala leche de este lector, me pareció que de vez en cuando hay que darle alegrías a los malquerientes, de modo que rescato tres de las cuatro anécdotas reales (la otra ya está publicada), que muestran lo mal jinete de caballos (lento, amargo animal) que soy, que he sido.

 

Uno: Que yo recuerde, nadie me enseñó a montar. Tal vez por eso nunca lo hice bien, aunque desde niño haya sido para mí normal ir al potrero por mi cuaco, ensillarlo e irme a la escuela.

También era cotidiano oír y sentir sus resoplidos (acercaba mi cara a las narices de mis caballos, me encantaba), soltar la rienda cuando llegábamos al arroyo para que bebieran agua o acariciar sus crines, sus lomos. Recuerdo cómo los bañábamos en el río y la forma en que había que trozar las calabazas para que comieran. No es necesario ningún esfuerzo para recordar el olor a sudor equino, para tener presentes sus miradas de bondad. Como Nietzsche, cuando niño enloquecido de amor por una ingrata que me hizo la primera muesca en el corazón, lloré abrazado al amado rostro de un caballo.

Caballo negro, de Mónica Alejandra Robles Corzo.

Caballo negro, de Mónica Alejandra Robles Corzo.

A lo que iba. Nunca fui un buen jinete y hay experiencias palpables que lo demuestran. En una tengo ocho años y vengo corriendo a todo galope por un camino de potrero, cerca del corral de ganado, cerca de casa; he soltado la rienda y mi caballo va a todo lo que da, respirando a resoplido grueso. De pronto veo echada en el camino a una vaca, la Noble, la más parsimoniosa, la más penca del hato. Me estiro lo más que puedo para tratar de hallar y jalar la rienda que mi caballo lleva detenida en las orejas. No la alcanzo. Entonces, empiezo a gritarle a la vaca para que se incorpore y se salga de en medio de mi pista de carreras. Mi caballo corre con la cabeza agachada y no tiene perspectiva de lo que hay delante. Grito más y más, porque la distancia entre la flecha en que voy y la vaca echada se reduce peligrosamente.

La rumiante, a las tantas, vuelve el rostro hacia el escándalo de galope y gritos, y con mucha lentitud comienza a pararse. Ya estamos cerca, muy cerca. La Noble tiene un equilibrio precario en casi todas las patas en el momento en que, cuando está al fin a punto de ponerse en pie, nos estrellamos contra ella y la hacemos caer.

Vuelo por los aires, soy un grito en el viento, y paso por encima de caballo y vaca. El trancazo me hace dar un último grito sordo. Cuando intento incorporarme noto que el caballo lo ha hecho antes que yo y, como si fuera robot programado, ha decido seguir corriendo por el camino ya sin vaca que le estorbe. Pero estoy yo tirado en el camino. No me ve. Cierro los ojos y oigo sus cascos al lado de una de mis orejas, abro los ojos y veo su vientre encima de mí, que como un suspiro está y luego no está.

Quedo idiotizado por varios minutos, tratando de entender que estuve a punto de morir y me he salvado. Me incorporo y veo hacia el rumbo que tomó el caballo y supongo que a estas alturas ya llegó a la finca y se deben estar preguntando, si alguien lo vio entrar, dónde estoy yo. Miro hacia el rumbo contrario y veo a la Noble, que ha decidido, mejor, luego del accidente, seguir echada.

 

Dos: Voy con mi papá al potrero. Creo que tuve otra caída de caballo, en esas soy experto, y me ha dolido por días la pierna izquierda. Estoy aprendiendo a correr de nuevo. Nota él mi cojera y me dice que me monte al burrito que, sin monturas, lleva jalando con una cuerda larga. Lo hago, aunque montar a pelo tenga varios inconvenientes que no enumeraré.

Mi padre abre la tranca y entramos al caminito que empieza con una bajada no muy pronunciada. Los burros son mañosos y cuando en el plan no quieren avanzar rápido, sí lo hacen cuando hallan facilidad para hacerlo. Es el caso.

El burrito camina presuroso y, de pronto, sin que lo suponga, sin que lo adivine, se detiene intempestivamente. Por la inclinación del terreno es obvio lo que va a ocurrir. Estos equinos no tienen el hueso que en los caballos pueden detener a alguien que, como yo, resbala con rapidez rumbo a la cabeza que el asno ha agachado. Resbalo por sus cortas crines, por su largo pescuezo y aterrizo al lado de mi papá. Él, regularmente de buen humor, se enfada con su crío.

—Hijo, ¿cómo es posible que te tire un burro? ¡Qué vergüenza!

Me levanto y le sonrío, pero él no está para encantarse con mi felicidad de charrito chafa.

—Súbete, me ordena.

Lo hago y él, entonces, subrayando mi incapacidad como jinete, amarra con el lazo mis piernas al animal. Cree humillarme. A mí me parece una gran idea. Ya puede el burro intentar cualquier cosa para tirarme. No lo logrará.

 

Tres: Papá me dice que lleve a uno de sus caballos charros, un enorme retinto, a darle agua al arroyo. Me pide que no lo monte, porque lo más seguro es que me tire. Sabe lo que dice.

Tengo algo así como nueve años y estoy convencido que los padres dan órdenes sin ton ni son. Lo voy jalando y tengo que apretar el paso porque estos grandotes no están acostumbrados a la lentitud. No aguanto su acoso. Tengo miedo de que me tire de una trompada, me pase encima, me mate con sus patotas. Empiezo a trotar y él sube de velocidad. Por suerte llegamos al arroyo y toma agua como si nunca lo hubiera hecho. Es precioso, pienso yo; él me ve y no creo que corresponda a mi amable pensamiento: soy muy flaco, estoy descalzo, llevo una camisa rota y el pelo revuelto.

Sé que no podré contenerlo en el regreso y, desobedeciendo instrucciones, decido montarlo. Lo acerco a un bordo para alcanzar su alto lomo. Con esfuerzo me trepo. Apenas siente mi peso y noto bajo mis piernas su brío, la necesidad que tiene de salir corriendo. Jalo la falsilla (no trae montura ni rienda formal) con que viene. Parece que le hubiera invitado a pelear conmigo. Avienta mucho la cabeza hacia atrás, casi me da un golpe, y se pone más nervioso. No entiende qué trato de decirle con ese jalón: que no corra, por favor.

Lo vuelvo a jalar y él me jala también. Comienza a caminar bailando, de lado. Aplica fuerza a su cabeza para que yo quite la presión. Lo hago y en ese momento suelta la carrera. Es enorme para mi tamaño y mi flacura. Decido que aguantaré encima, ni modo, hasta llegar a casa, pero no contaba con que los peones han estado limpiando de árboles de espina el potrero y que este cuaco no necesita vías hechas para correr.

Va como si nadie lo montara y se sale del camino. Enfrente suyo, sin embargo, hay un montón de ramas de espinas amontonadas que no le saben a nada: las brinca con facilidad; está hecho para eso y más. A mitad del salto abandono mi fallido intento de ser un jinete de esa mole llena de nervios. Caigo.

Me duelen las espinas antes de sentir como se me entierran en las piernas, las nalgas, la espalda, los brazos. Me duelen mucho más cuando tengo que levantarme y, con la fuerza que aplico, se me hunden inmisericordes.

No me duele el orgullo por haber caído. Nunca pensé durar tanto arriba. Siempre supe que ese ejemplar era mucho para mí, siempre supe que para ese caballo entendido e inteligente yo era demasiado bestia.

 

***

 

Tres queridos amigos me han regalado libros últimamente: Nedda G. de Anhalt me envió Octavio Paz. El poeta y la Revolución, de Enrique Krauze; Luis Daniel Pulido me visitó para entregarme Bruce Wayne y la Generación X (un concierto de rock para Chulpan Khamatova), y René Morales me dio en propia mano tres nuevos de su editorial Public Pervert: Zyklon, de Genkidama Ñu; Cuentos para matar corderos, de Marcelino Champo, y Alicia, de Pablo Bromo. Mil gracias, amigos. (Por cierto este próximo sábado 16 de agosto, en el Museo de la Ciudad, presentaremos la segunda edición de mi novela Aún corre sangre por las avenidas, publicada por Public Pervert. Están invitados.)

 

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Mi querido amigo Rudy Laddaga me ha convertido en un autor cibernético. Acaba de publicar en amazon.com mi relato Carámbura (dentro de poco lo hará con otros libros míos). Si alguien está interesado en comprarla puede entrar en esta tienda virtual y buscarla o simplemente seguir este link: http://amzn.to/XqHdRF

Contactos: hectorcortesm@hotmail.com

 

 

 

 

 

 

 

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