1998

Casa de cita/ 200

 

La verdad es que uno sabe más o menos por qué escribe, pero no sabe casi nunca para quién. Digo esto porque en estos días (un modo eufemístico de abarcar mucho tiempo) he conversado con personas que me han hecho comentarios lindos sobre algunos de mis libros, de mis escritos, porque hice como actor una obra de teatro (Zaratustra, de Jodorowsky), presenté en varios lados una novela (Aún corre sangre por las avenidas), una revisión histórica (Mapaches: campos de maíz, campos de guerra) y un volumen que coordiné (Anecdotario mapache); estrené mi blog (hectorcortesm.com); di varias charlas y lecturas, es decir, gocé de muchos aplausos y muchas felicitaciones.

René Morales, editor, poeta y amigo, me dijo que compró ejemplares de mi novela Aún corre sangre por las avenidas para regalarlos, porque quería que todo mundo la leyera, y que la editó para tener por lo menos 20 libros de Aún corre… en su casa; René Muñoz, con quien comimos (Doris y mi mujer de gratas compañías), me dijo que leyó hace poco mi obra de teatro Monja y amante suya y se imaginó detalle a detalle una puesta en escena, que supone sería grandiosa si alguien la hiciera siguiendo sus instrucciones; Diego Gámez me contó que gracias a la lectura de Beber del espejo pudo tener una buena relación con su papá, a quien regaló el libro que luego comentaron; un amigo al que hace mucho no veo me dijo que tuvo varios años bajo el cristal de su escritorio un relato mío, “Magdalena se quitó uno de los rostros del miedo”, porque pensó que algún día me conocería y me preguntaría las varias cosas que me preguntó; Luis Daniel Pulido, quien publica mi columna en su blog, escribió como posdata a una Casa: “PD: Mejor que cualquier semestre de la mejor Universidad que ustedes me digan…”; y Sarelly Martínez, querido amigo, quien es el primer lector de mi columna (a él se lo envío para su inclusión en Chiapas Paralelo), casi todas las semanas me dice algo agradable, amable, generoso, sobre lo que escribo… Por mencionar algo de lo mucho grato que me han dicho, me dicen.

He escrito, con esta, 200 columnas de Casa de citas. Cuando escribí la número cien dije: “Vamos a suponer lector, lectora, que hayas leído desde el número uno hasta éste: son algo así como trescientas cuartillas que hablan de, tal vez, casi mil libros, quién sabe cuántas películas, varias cuestiones de mi vida que ventilo sin pudor, un sinnúmero de naderías…” Ahora todo eso hay que multiplicarlo por dos. Pensé en el rito celebratorio y se me ocurrió compartir algo muy cercano a mí.

Dice bien M. Tavares, en “Perro defecando en acera” (Agua, perro, caballo, cabeza, editorial Almadía, 2005, p. 75): “Homogéneo en masa, volumen y movimiento es el tiempo; puedes cortarlo en rebanadas: tu aniversario, los diez años de matrimonio; pero son tus propias rebanadas, es una ilusión”.

Hace varias semanas, un rato por domingo, mi hija y yo limpiábamos y ordenábamos mi biblioteca, algo que me hacía feliz porque oíamos música, platicábamos sin dejar de trabajar y por allí deambulaban también mi mujer y mi nieto. Lo más cercano a la felicidad total. En una de ésas hallé varias de mis agendas de otros años (son de cuando trabajaba en oficinas y tenía que apuntar las mil cosas que hay que atender por obligación) en donde de siempre he puesto anotaciones para escribir cuentos o novelas u obras de teatro, he hecho dibujos y pegado fotos y…

En fin, hallé la de 1998 y entre otras encontré estas auto-citas para compartir contigo lector, lectora, a quien abrazo por compartir conmigo este mundo de palabras.

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Hasta leer de nuevo mis propios apuntes creí que había empezado a llevar una agenda de lecturas en el 2007, cuando en un viaje a Alemania compré una libreta en un museo budista especialmente para anotar los libros que leía. La libreta no tenía ni tiene más que el objetivo personal de llevar ese control, al que agregué en mi siguiente libreta los datos básicos de las películas que iba viendo. Ahora, por supuesto, desde hace dos años, llevo mis archivos, mes con mes, en mi computadora.

1998, pues. El 23 de enero trascribí un fragmento de un poema de José Martí (“Odio el mar”), que siempre me ha gustado:

 

…Algunos son cobardes

y lo que ven y lo que sienten callan.

Yo no. Si hay un infame al paso mío

dígolo en lengua clara: hay va un infame.

Y no, como hace el mar, escondo el pecho

ni mi sagrado verso nimio guardo

para tejer rosarios a las damas

y máscaras de honor a los ladrones.

 

En ese tiempo aún existía el semanario Este Sur donde, entre otras cosas, yo escribía “Los de Este Sur”, una especie de breve editorial que aparecía en la segunda página de la revista. El jueves 26 de marzo está, con rayones y correcciones, lo que sin duda apareció en la edición del lunes 30 de marzo de aquel año:

 

Democracia tardía

 

En Tuxtla

–aunque usted no lo crea–

El PRI fue el único partido

que democratizó

la elección interna

de su candidato a la silla municipal.

El único partido.

(Aunque, carajo, qué candidato.)

Raros vientos en el PRI.

Raros y a destiempo.

Tal vez su aire nada mueva,

ni siquiera las alas de su candidato.
En 1998 trabajaba en varios lados, en varias cosas. Entre otras, en un proyecto que, en lo más básico, consistía en enviar cartas y regalar libros a niños, a través de un seudónimo. Parte de la obligación que me di era leer los muchos libros que enviaba (de colecciones infantiles y juveniles), además de los otros que siempre me han interesado.

Domingo 17 de mayo: “Terminé de leer Tres rosas amarillas, de Raymond Carver”; viernes 22 de mayo: “Terminé de leer Cartas a un joven novelista, de Vargas Llosa, e Isaac Campion, de Janni Howker”; sábado 23 de mayo: “Terminé de leer Poesía erótica de Constantino Cavafis”; domingo 24: “Terminé de leer Washinton Square, de Henry James”; el 26 anoté que terminé El caballo de medianoche, de Sid Fleischman; el 27, Amadís de anís, Amadís de codorniz, de Francisco Hinojosa; el 28, Mal de amores, de Ángeles Mastreta. Es decir, iba a buena velocidad.

 

Dos notas en estas mismas páginas: “Paso de leer a Cavafis a escuchar a Jorge Negrete (recuperar esta idea para novela)”, estaba escribiendo muy entusiasmado mi novela Beber del espejo; “No son las perlas las que hacen el collar, es el hilo…” G. Flaubert.

 

Grandes letras en la página del 8, 9 y 10 de junio, que tiene ocho puntos: “Pa’ la novela. 1. La mujer que quitó balas al revólver de su marido; 2. Fernando F. (un amigo de Artemio); […] 4. No quiero que me hagas el amor, quiero que me cojas; […] 8. Ja Ja Ja NO es reírse.

El tapacamino vuela bajo cuando va a llover./ Los borregos enferman a las vacas”.

 

En la página siguiente hay una nota que prefigura mi novela Aún corre sangre por las avenidas: “Mota y rock: volví por calles oscuras y ¡un taxi!”

 

En ese año también daba clases en la Unach. Con mi puño y letra escribí el examen de la primera unidad e hice la lista de mis alumnos (varios ahora son bastante conocidos), 7º “C”, de Ciencias de la Comunicación, con sus calificaciones.

Una frase de Neruda escrita el 11 de agosto: “¿Hay algo más tonto en la vida que llamarse Pablo Neruda?”; una anotación el 22 de ese mismo mes: “Murió Elena Garro”.

 

En ese mismo año murió mi querido Alfredo Zitarrosa. Recorté el breve texto que, en la serie “Ventanas”, Eduardo Galeano (uruguayo, igual que Alfredo) escribía en La Jornada. Está pegado el 5 de octubre y se llama “El cantor”: “Cuando Alfredo Zitarrosa murió en Montevideo, su amigo Juceca subió con él hasta los portones del Paraíso, por no dejarlo solo en esos trámites. Y cuando volvió, nos contó lo que había escuchado.

“San Pedro preguntó nombre, edad, oficio.

“—Cantor –dijo Alfredo.

“El portero quiso saber: cantor de qué.

“—Milongas –dijo Alfredo.

“San Pedro no conocía. Lo picó la curiosidad, y mandó:

“—Cante.

“Y Alfredo cantó. Una milonga, dos, cien. San Pedro quería que aquello no acabara nunca. La voz de Alfredo, que tanto había hecho vibrar los suelos, estaba haciendo vibrar los cielos.

“Entonces Dios, que andaba por ahí pastoreando nubes, paró la oreja. Y ésa fue la única vez que Dios no supo quién era Dios.”

 

En toda la página que abarca del 26 al 28 de octubre escribí: “Soñé con mi papá. Él acostado –tal vez porque es la imagen última, la más fuerte, la más demoledora– y yo, abrazado a su pecho, lloraba. No estaba en el hospital ni usaba bata de enfermo; recuerdo con vaguedad una camisa ‘vaquera’ y cierto olor a perfume. Desperté del sueño y recordé, palabra por palabra, mi recuerdo llorón. Mi voz no temblaba, pero mi rostro estaba compungido, mis ojos eran lágrimas (mis ojos, mi cámara de cine, me veían con claridad). Ahora, apenas más tarde, he olvidado lo dicho. Sólo sé que lloraba, sólo sé que mi padre…”

Abajo una pregunta entre paréntesis: “(¿Para la novela?)”

No usé este fragmento en Beber del espejo, pero sí el que cierra la página: “Muchos simplemente dicen, en una novela, murió mi papá y pasan a otra cosa. Y yo…”

Mil gracias por leerme.

***

 

Esta es mi última columna de 2014, regreso el 6 de enero de 2015. Sean felices.

 

Visita mi blog: hectorcortesm.com

            Contactos: hectorcortesm@hotmail.com

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