Etnoreligiosidad y guadalupanismo

Guadalupanos

 

El culto a la virgen de Guadalupe es una práctica joven, reciente, “de moda” dentro de la religión católica ejercida por los mexicanos. Anda apenas en su fase de consolidación al interior de la provincia mexicana, al igual que ahora mismo se expande a otras regiones del mundo de los cristianos, especialmente el de los católicos. Avanza hacia Centroamérica y el suroeste norteamericano. Hacia los enclaves inmigratorios, típicos de nuestros connacionales en EEUU. También hacia Sudamérica y Europa, aunque ello en menor medida.

Y esto ocurre y ha ocurrido así, a lo largo de la historia del cristianismo “catolico, apostólico y romano” desde su fundación por parte del emperador romano Flavio Valerio Aurelio Constantino, el año 313 dNE y su establecimiento formal en el transcurso del siglo IV, situación que también ocurre en las otras religiones de carácter mundial (islamismo, budismo, sijismo, judaísmo y demás), igualmente constituídas por orientaciones, tendencias, ritos y estructuras jerárquicas diversificadas.

La devoción a la virgen morena, a la virgen del Tepeyac o a la virgen de Guadalupe, es heredera general del culto mesoamericano a las divinidades de la tierra y de la fertilidad, y en particular sucesora del ceremonial asociado a la diosa Coatlicue de los mexicas, propia de la antigua Tenochtitlan, deidad también conocida como Teteoinan (madre divina o madre de los dioses) y Tonantzin (nuestra sagrada madrecita). Su advocación cultual data de 1531, año de las “apariciones”, aunque su veneración formal se establece en el centro del país, a lo largo del siglo XVI.

Es pues muy joven el culto a la guadalupana. Lleva apenas 483 años, aunque durante este período ha rebasado las fronteras religiosas de su propia veneración. Hoy es parte constitutiva de la identidad cultural de pueblos y vastas regiones de México; icono, emblema e incluso una de las esencias ideológicas de la identidad nacional mexicana. En todo el país compite ahora mismo con antiguos y nuevos cultos; con los de la Santa Muerte, San Judas Tadeo, San Martín Caballero y San Malverde, por ejemplo, o con los de las vírgenes de Juquila, del Carmen e Inmaculada Concepción, o los santos Antonio Abad, Isidro, José, Francisco y Pedro.

En Chiapas, la “virgencita” de Guadalupe compite con el culto a la virgen de Candelaria, con el de las “virgencitas” de Copoya o Las Copoyitas (Candelaria, Rosario y María de Olaechea) y con el del Señor de Esquipulas y demás cristos negros (Señor del Pozo y Señor de Tila, de las Misericordias y del Trapichito, de las Tres Caídas y de Acapetagua, del Padre Eterno, etcétera), aunque más bien y en sentido estricto los desplaza. A principios de los años 50 del siglo pasado, dos templos muy pequeños, secundarios y con muy pocos feligreses funcionaban en todo Chiapas, bajo la advocación de la guadalupana: uno en Tuxtla Gutiérrez y otro en San Cristóbal. Pero su fama y solemnidad avanza, al grado que las carreteras y ciudades más importantes de la entidad se congestionan y es imposible el libre y sosegado tráfico vehicular durante los días 10, 11 y 12 de diciembre, fechas de la mayor intensidad ritual aparejada al culto guadalupano.

Las peregrinaciones, procesiones, romerías, “entradas de flores”, marchas, carreras “antorchistas”, caminatas, visitas, “gallos” y “mañanitas” se multiplican, y las industrias vinculadas sacan partido. Los negocios asociados a la festividad (florería natural y artificial, arreglos florales, velas, candelas y veladoras, inciensos, estoraques y copales, “ropa de inditos”, fotografías y transportes, mariachis, tríos, rondallas y un largo etcétera) se reactivan y con ello la economía doméstica y la cultura de barrios, localidades, pueblos y ciudades. De modo que todo esto es… señoras y señores, la religiosidad corriente u ordinaria, nuestra o “de la gente”; religiosidad urbana-popular, religiosidad campesina y rural, religiosidad étnica o religiosidad popular, aunque la nominación que más gusta es: etnoreligiosidad de nuestros pueblos, etnoreligiosidad de las comunidades socio-religiosas de Chiapas y Centroamérica, de México y el continente y en general del mundo; de las diversas religiosidades del orbe.

Etnoreligiosidad o religiosidad popular que, aunque se expresa a través de los signos e iconos cristianos, simbología iconográfica, conductas, dramatismos, rituales, tiempos, periodizaciones, sitios y espacios ceremoniales, incorpora (y desde luego que resignifica) fragmentaria y desordenadamente, elementos substanciales, creencias y mitos, actitudes y prácticas… propias de la religiosidad ancestral, mesoamericana, antigua. “Nada que ver”, dirían los más jóvenes, con las restrictivas y acotadas prácticas, creencias, dogmas, liturgias y procedimientos de la religiosidad oficial, estamental, reglamentada.

Esto y más forma parte de la etnoreligiosidad o religiosidad popular de Chiapas, México, Centroamérica, Latinoamérica y el mundo. Altares publicos y privados, altarcitos detrás de puertas; santos, santitos, vírgenes, virgencitas y mártires; cristos, cruces, medallas y escapularios; nichos, camarines y pequeños santuarios; herraduras viejas, ajos-machos, listones rojos y albahaca detrás de puertas o sobre dinteles, “agua bendita” de reserva y cruces de “palma bendita” detrás de puertas y ventanas; cruces sobre techos, ángeles, arcángeles, serafines, ánimas y demonios; oraciones, invocaciones, preces e imprecaciones; rezos, novenarios, remates de novenas y cabos de año; degüello y siembra de aves durante la inauguración de casas y edificios; rameadas, curas de espanto y mal de ojos; procesiones y sesiones rituales en cuevas, oquedades, manantiales y montañas, y en general, curanderismo, chamanismo y artes adivinatorias.

Así que, he ahí la religiosidad popular, la etnoreligiosidad de nuestros pueblos…patrimonio intelectual e intangible, patrimonio cultural, parte inmanente de nuestra identidad socioterritorial.

 

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