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Las cinco novelas de Emilio Rabasa/ I de III

Héctor Cortés Mandujano

 

Aunque Emilio Rabasa Estebanell (1856-1930) fue un hombre muy importante en su época (gobernador de Chiapas, periodista, jurisconsulto, escritor), desde hace mucho es ya sólo nombre que evoca un teatro en Tuxtla, algunas calles, iniciativas culturales en Ocozocoautla, su azaroso pueblo natal. En general se le recuerda poco, aún menos en su faceta más creativa: novelista. Escribió cinco breves y ajustadas, divertidas, mordaces, críticas novelas.

 

  1. La bola, la revolución, el pueblo

 

La bola se publicó como libro en 1887, bajo el seudónimo de Sancho Polo, que Rabasa usó para encubrir su nombre. Mi ejemplar (Coneculta, 1999) tiene un prólogo de Andrés Henestrosa donde escribe lo que es muy evidente en su final: no es una novela, sino el inicio de cuatro. Dice Rabasa en sus últimas líneas (p. 120): “Y si esto le parece al lector insuficiente para punto final, ponga punto y coma, espere otro librito, y no reñiremos”.

Aunque trata de no dar un veredicto complaciente, y cita a este autor, al otro y al de más allá, Henestrosa escribe que La bola  es (p. 9) “ciertamente una de las mejores novelas de la literatura mexicana”.

La acción arranca en el pueblo San Martín de la Piedra, en un día de fiesta cívica y nacional: el 16 de septiembre. Aunque da referencias de ubicación, para que quede constancia de su ficcionalidad Rabasa dice (p. 15): “Ignoro por qué esta cabecera de distrito no figura en las cartas geográficas del señor García Cubas, ni en los numerosos tratados de geografía mexicana que se han publicado hasta hoy”.

No pasa de las primeras dos páginas para que nos enteremos que nuestro narrador está ubicado en el futuro y es un viejo que recuerda sus 20 años (“mis años juveniles”) y a dos personajes que serán constante en toda su vida, y en las siguientes tres novelas: Mateo Cabezudo y la bella Remedios (coincidencia con la célebre personaja de García Márquez, quien tiene el adjetivo al revés: Remedios la Bella), su sobrina, y novia del narrador. También aquí aparece Felicia, amiga de Juanillo, quien será personaje importante en El cuarto poder y especialmente en Moneda Falsa, el cierre de esta tetralogía.

También desde el principio nos hallamos con el tono general de la obra: la ironía (p. 11): “Me calcé unos zapatos, también nuevos, que apretaban como borceguíes del Santo Oficio”, y las citas clásicas. Habla de Remedios y de (p. 12) “el celoso Argos que la guardaba, bajo el nombre y robusto físico de su tío, el señor comandante don Mateo Cabezudo”. Argos, lo sabrá quien conozca la Odisea de Homero, es el perro de Ulises. También se habla de la célebre novela de Dumas (p. 49): “se trataba de demostrar la superioridad de Athos sobre los demás mosqueteros”, aunque tal vez lo más citado sea el Quijote, sin hacerlo evidente más que para los que lo conocen (p. 47): “Las Galateas eran desconocidas”; p. 48: “no rehusaría calarse el yelmo de Mambrino ni aun tomar el bálsamo de Fierabrás”, entre varias menciones.

Ese día, 16 de septiembre, se hacía el “paseo cívico de costumbre” en donde participaban el jefe político Jacinto Coderas, Justo y Agustín Llamas, el síndico don Abundio Cañas (un intrigante que aparece también en La gran ciencia) y, por supuesto, don Mateo Cabezudo, en el que se detiene el narrador (p. 16): “Nacido de una mujer del pueblo, que solía desempeñar en mi casa los oficios de lavandera (y esto no es rebajarle), tomóle mi padre alguna afición, y le enseñó a leer y escribir cuando ya pasaba los veinticinco años”. En una leva, Mateo salió no supo si en contra o en favor de su Alteza Serenísima y volvió como cabo. Después salió con un grupo de pedreños (p. 17): “Tomó de propia autoridad el grado de teniente, salió de San Martín y se incorporó a la fuerza organizada que encontró a su paso, sin averiguar si era de tirios o troyanos”; volvió unos años después “con el despacho de comandante de escuadrón, de autenticidad no comprobada”.

Cabezudo se volvió un cacique y Coderas, el jefe político, parecía ser mandado para ponerle un alto. Los tiempos estaban revueltos y parecía que la bola estaba a punto de estallar. Mateo era odiado por los de las Lomas y adorado por los del Arroyo, los dos barrios notables de San Martín, y parecía apoyar al licenciado Pérez Gavilán, personaje clave para la segunda novela, La gran ciencia, un hombre poderoso (p. 21) “que la iba a armar contra los abusos y desmanes del poder”.

Ese 16 de septiembre Cabezudo quiso tomar la bandera para el paseo cívico y Coderas se la arrebató (p. 22): “Yo soy la primera autoridad política del distrito”.

¿Y yo?, dice Cabezudo. La respuesta de Coderas desata la tormenta: “¡Usted aquí no es nada!”

El otro problema con don Mateo es la disputa de Remedios. Hija de su hermana muerta, la rescata a puñetazos de su padre, Camilo Soria, y de las garras de su madrastra. Pero Soria es también su contrincante político.

Para estos momentos ya sabemos que el protagonista, el que nos cuenta la historia, se llama Juan, Juanito Quiñones, y que vive únicamente con su mamá, con un pobre sueldo y con las esperanzas de mejorar para poner el mundo a los pies de Remedios, y que los pleitos de Coderas y Cabezudo lo hacen decidirse por estar del lado del tío de la amada, es decir, entrar a la bola, y en ella pasar peligros para salvarla.

Las refriegas iniciales traen sólo cuenta a sus líderes (p. 83): “A Coderas, porque triunfó en la acción, le mandó el gobierno el grado de teniente coronel; y a Mateo, porque perdió, le manda Baraja el de coronel”.

Juan Quiñones no puede evitar que, en venganza por su alzamiento, Coderas meta a la cárcel a su mamá, y ello desencadene la batalla en donde Juanito, si todos lo hubieran sabido, se habría vuelto algo más que un muchacho enamorado: vence a Cabezudo y a Coderas, pero en las aguas revueltas todos ganan, menos él. Coderas huye y se acomoda (“se dedicó al trabajo agrícola en una haciendita”), Cabezudo es nombrado jefe de distrito, la madre de Juan muere y Remedios, encumbrada por la posición de su tío, está más lejana de su amor.

Y aquí la tesis de la novela (pp. 117-118): “¡Y a todo aquello se llamaba en San Martín una revolución! ¡No! […] La revolución se desenvuelve sobre la idea, conmueve a las naciones, modifica una institución y necesita ciudadanos; la bola no exige principios ni los tiene jamás, nace y muere en corto espacio material y moral, y necesita ignorantes. En una palabra: la revolución es hija del progreso del mundo, y ley ineludible de la humanidad; la bola es hija de la ignorancia y castigo inevitable de los pueblos atrasados”.

 

  1. La gran ciencia, la política, el estado

 

La gran ciencia se publicó en 1887. Mi ejemplar (Coneculta, 2000, que contiene además El cuarto poder) tiene un prólogo del historiador Agustín Sánchez González, quien afirma que Rabasa (p. 7) “rompía con todos los moldes de todo lo escrito hasta entonces” y (p. 9) “representa la transición entre la literatura del siglo XIX y la llamada Narrativa de la Revolución”; cita al crítico Emmanuel Carballo (p. 10): “Para mi gusto, Rabasa es el mejor novelista mexicano del siglo XIX”.

En esta novela, a la manera de la segunda parte del Quijote, el protagonista sabe que hay una novela que ya se ha leído de él y dice (pp. 15-16): “Yo, Juan de Quiñones, nací en San Martín de la Piedra, lugar que queda descrito y por menudo pintado en un librejo que rueda por esos mundos con el título de La Bola, y que aún no está prohibido leer”.

Deja su pueblo natal y marcha hasta la capital del estado (p. 16) “en donde vivía ya cierta niña cuyo recuerdo no me dejaba dormir”. La buena letra (algo que ahora podría equiparase con la buena redacción y la correcta ortografía) que le enseñaron duramente le hace conseguir el cargo de secretario de Miguel Labarca, secretario particular del gobernador del estado.

Quiñones comparte cuarto, para ahorrar, con otros personajes, de los cuales Pepe Rojo pasará a las siguientes dos novelas. Habla de 1887, pero la historia, ya sabemos, se repite (p. 27): “No siempre las espadas han sido triunfos en mi Estado natal: algunas ocasiones ha tocado su vez a los oros, y aún ¡guárdenos Dios! a las mismas copas. En la época que a mi narración se refiere, para no dejar fuera de juego ninguno de los palos de la baraja, parece que dominaban los bastos”, es decir, los ignorantes.

El gobernador era (p. 27) “el señor don Sixto Liborio Vaqueril, que sin saber cómo ni cómo no, se dio el día menos pensado un tropezón con el sillón del gobierno, se sentó en él sin darse cabal cuenta de lo que acontecía, y acostado la noche anterior en su cama, como simple Vaqueril, amaneció con el águila de la República posada sobre la coronilla” y doña Eulalia Sequedal de Vaqueril, su esposa, comenzó a ser llamada a partir de entonces como la gobernadora.

El Pérez Gavilán que desde la primera novela aparece como contrario al gobierno, aquí logra con ataques periodísticos, con su carácter de “oposición”, empleos en el Congreso para sus amigos y una posición privilegiada para él. Es decir, la misma historia de ahora mismo.

El cumpleaños del gobernador, cuenta Quiñones, se celebra como si fuera el 16 de septiembre y ese día hace su aparición la comisión del  Congreso donde, entre los otros dos diputados (Miguel Labarca, jefe de Juan, y Simplicio Sequedal, hermano de la gobernadora), aparece el coronel Mateo Cabezudo, quien se sorprende y enoja al ver al pretendiente de su sobrina entre los invitados a la fiesta. Uno de los aduladores, dice al gobernador, señalando a Labarca (p. 42): “Vos sois el maestro que les enseña la gran ciencia y sabéis sacar discípulos aventajados. Ahí está ese joven, como ejemplo”.

Miguel Labarca es quien pone asombro y alerta en el corazón de Juan (p. 43):

“—¿Dígame, Juanillo, conoce usted a la Cabezudita?

“—¿La Cabezudita? –repetí yo asombrado.

“—Sí, hombre, la hija del coronel; una pedreña.

Y se suelta en halagos: “¿¡Qué ojos, Juan!, ¡qué boca!, ¡qué hermoso color!, ¡qué cuerpo y qué garbo sobre todo!”

Y este amor abierto de Miguel, y ese amor oculto de Juan serán los ingredientes que pondrán la sal y la pimienta al enredo amoroso, al que se sumará otro insospechado: el del gobernador Vaqueril, quien intenta, lo mismo que Miguel, usarlo para acercarse a la bella Remedios, la Cabezudita.

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Ilustración de Manuel Velázquez

Ilustración de Manuel Velázquez

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