De artistas invidentes

Imagen de Jhon Fredy Giraldo Franco.

Imagen de Jhon Fredy Giraldo Franco.

No hablo de Evgen Bavcar o de Gerardo Nigenda, dos de los más célebres fotógrafos cuya capacidad visual no está en los ojos, creadores de imagen que “miran” el resultado final de su trabajo con los oídos y las yemas de los dedos, artistas de la lente que rompen los límites de la imagen. No hablo de ellos cuando hablo de artistas invidentes, ese título es más una referencia a las cartas del vidente, escritas por Arthur Rimbaud en 1871. Una referencia de interpretación libre, adaptado a los tiempos que corren acerca del deber ser del artista.

“Nos debemos a la sociedad”, le dice su profesor de retórica. El poeta responde “…hago, con todo cinismo, que me mantengan”. Afirma más adelante que quiere ser un trabajador, y que esa idea lo mantenía lejos de las batallas de París, donde afirma que “tantos trabajadores siguen muriendo mientras yo le escribo a usted”. Sin embargo, el poeta se declara en huelga, se rehusa a trabajar.

Probablemente el buen Arthur se ofendería de esta interpretación tan literal. Me salva que tampoco es la poesía el tema de este texto (aunque sí algunos poetas).

En estos tiempos, tan lejanos a aquel 1871, resulta impertinente preguntarse si el artista se debe a la sociedad. La herencia maldita es fuerte y dedicarse a sí mismo es el mayor deber del artista. Nos rodean ejemplos de personas que se dedican a la poesía, a la música, a la actuación y a la pintura que no tienen reparo —así como no lo tuvo Rimbaud— en relacionarse con traficantes de personas o de armas o de drogas.

 

Pero hay otros, muchos, que han decidido enfrentar su “deber” frente al espejo.

Ya lo han dicho: las prebendas que otorga el Estado a los artista por medio del Fonca y las instituciones estatales de cultura tienen varios mecanismos de control, unos más perversos que otros. La figura del “intelectual orgánico” de Gramsci se queda corta frente a estos figurines que no alcanzan a ser bufones de la corte, pues los cortesanos ni siquiera los voltean a ver. Una obligación de Estado ante la sociedad se ha convertido en un desfile de anhelantes intentando ganarse el favor de jurados compuestos por amigos-pares y el apoyo a pocas personas se vuelve incuestionable pues toda la comunidad participa en el concurso. Estar ocupados en la aplicación y luego en los reportes de sus viajes internos les impiden mirar más allá, son ciegos del mundo al estar consumidos por su necesidad de pertenecer a la nobleza.

Esa necesidad de pertenencia les coloca muchas veces —casi todo el tiempo— en confrontación con sus colegas, en busca del favor del burócrata, del gobernante, del coleccionista, del cliente. El vidente fue reemplazado por un vendiente, publicistas de sí mismos, traficantes de su propio cuerpo.

“Nos están matando” es el grito que suena en calles y pantallas. Pero no acusan de recibo. Las y los artistas verdaderos no se preocupan por eso, están ocupados desentrañando los vericuetos de su infancia, sus problemas con una sociedad que no los entiende, sus tormentos con la luz, el fuego que carcomería sus entrañas si les fuera vetado escribir, hacer su música, tomar sus fotos. Su papel es traer armonía, divertir a los comensales, procurar belleza al mundo. Que otros desarreglen sus sentidos tratando de encontrar sentido al momento, que otros sean otro. Quienes hacen arte no pueden ocuparse de cruzar el lago de aguas enrojecidas. “La belleza es con nosotros”, dicen, lejos de la rabia y de la furia. La muerte sólo persigue a aquellos que salen del camino, que en lugar de hacer arte hacen grilla.

 

Imaginamos que esa grilla no es una protesta por muertes cercanas, por crueles asesinatos de colegas, de amigos, de iguales. Son otros. Las batallas de París siguen lejanas a nuestros bocetos, a nuestras cuerdas, a nuestro escenario. Imaginan que la corrupción que arrasa con todo no es nuestra, que “venderse” a algún festival, a un proyecto que “bajó recursos”, a un empresario de dudosa moralidad es parte de la chamba. Es un nivel de corrupción que no afecta. Que se lave dinero con la obra del artista es bueno para el dinero, lo limpia a niveles espirituales. No es participar de la corrupción —dicen— si el dinero es para una buena causa, como por ejemplo, el arte y el artista, que busca un mundo mejor.

Es más grande cuando buscan, con todo cinismo, que les mantengan. Ser parte de la burocracia como objetivo final. Ahí si se construyen acuerdos expeditos. Incapaces de pronunciarse en conjunto por desapariciones, por los grandes escándalos de corrupción, por asesinatos, ni siquiera por los recortes a cultura y educación, juntan su voz para que uno de ellos ocupe un puesto que les permita a los demás gozar de las mieles que serán derramadas con generosidad.

Hay casos donde el elegido reúne características que lo harían un gran funcionario público, con sensibilidad hacia su comunidad pero también conocimiento del entramado público y privado. Suelen tener el apoyo del sector al principio, pero se va esfumando al mismo ritmo que el presupuesto. Hasta ahí todo es transparente (aunque cada vez que sucede sea una sorpresa).

 

Una parte del sector cultural de Tuxtla Gutiérrez ha hecho pública una propuesta para la dirección del Instituto Tuxtleco de Arte y Cultura (ITAC), es aplaudible su unidad, su consenso, lo cual no deja dudas de la capacidad del candidato. Pero otra vez la tentación de poder es grande y les hace olvidar mirar desde lejos, asomarse a la foto completa: la persona a quien le han presentado el proyecto cultural para los próximos tres años no ganó su puesto limpiamente, hay elementos suficientes (más allá de lo que decidan las instancias electorales y los tribunales) que demuestran que su victoria fue fraudulenta y amañada. Que esa parte del sector cultural de Tuxtla lo reconozca como presidente municipal es legitimar esa colección de inmundicias con las que obtuvo su victoria, es compartirlas en la complicidad del silencio.

Es muy probable que no sea esa su intención, sino tan sólo garantizar un buen proyecto de gestión y promoción cultural. Eso los colocaría en la dimensión de la ingenuidad. Nada que reprochar, en esa dimensión estamos todos casi todo el tiempo. Si así fuera, lo mejor sería que quede quien quede al frente de la presidencia considere esta propuesta como ineludible. Terrible sería que no fuera por ingenuidad, sino con toda la intención. Que el afán de obtener favores de gobierno estatal o de mantener puestos les hubiera movido a este acto de legitimación, que por sus características descalifica en los hechos el movimiento ciudadano que busca la limpieza en la elecciones. Tal vez eso de “terrible” no sea correcto, igual y la palabra adecuada es “triste”. Sería triste que su propuesta trajera jiribilla legitimante, pues se comprobaría, una vez más, que la ceguera y sumisión de las y los artistas mexicanos es voluntaria.

2 Comentarios en “De artistas invidentes”

  1. Alberto
    24 octubre, 2015 at 19:55 #

    El comentario anterior lo escribí yo. Estaba en la computadora de Gaba y no me fijé que los datos ingresados automáticamente fueron los de ella y no los míos.

    En fin. Nomás pasaba a aclararlo. Perdón por la confusión.

    Me faltó decir también que si las atrocidades que vimos con el ABC y con los 43 normalistas –por citar dos casos donde tenemos razones para responsabilizar al Estado– no nos han movido (a todos, no sólo a los artistas) a dar la espalda a ese Estado, a neutralizarlo, a construir otro Estado o mejor algo bien distinto… bueno, si todas esas indignaciones juntas no nos han movido más allá de la protesta y al final hemos contribuido a preservar –¿a legitimar?– el estado de cosas (todo sea por el salario, las prestaciones, los estímulos académicos, la beca, el premio, el contrato, la chambita…), qué de menos unas tristes elecciones, del todo predecibles en medio de toda esta farsa, este juego de apariencias que es México.

  2. Soriano Gaba
    24 octubre, 2015 at 4:20 #

    Esa indolencia, ese ai muere –ingenuo, intencional–, ese ya chole con etcétera. No son nuevos. Por desgracia o para colmo de ellas, tampoco son exclusivos de quienes se dedican al arte o a la promoción de la cultura.

    Cada década, cada año, cada mes tiene en México –en Chiapas, desde luego– su correspondiente cuota de barbarie institucional, de tragedias evitables, de sumas que no cuadran pero que al final devienen en vidas que se pierden por causas más allá del límite de lo racional: Aguas Blancas, Acteal, ABC, los feminicidios, las miles de víctimas de la «guerra contra el narco», los 43 muchachos normalistas, los periodistas de Veracruz (de otros lados también, más y menos lejos) y otras múltiples tragedias repitiéndose, una y otra y otra vez, igualitas; sólo envueltas con nombres, géneros, tiempos y geografías que parecen otras, pero que al final son el disfraz de la misma tragedia padecida, lo mismo da, hace un siglo o el mes pasado. Quiero decir, pues, que por indignaciones no paramos en este país. Eso, sin duda.

    Cuando ocurrió el crimen de las niñas y niños de la guardería ABC, recuerdo que tuve un pensamiento que supongo recurrente en el peculiar raciocinio nacional. Pensé que «ahora sí» este país iba a arder y que, con toda probabilidad, uno mismo iba a contribuir aunque fuese con un cerillo.

    Idiota comprobado o sin probar, ese razonamiento mío vino de ponerme en los zapatos de las madres y padres de esas víctimas –inocentes del todo– del gigantesco y duradero derrumbe que seguimos, quién sabe por qué, llamando país. Sé que ni intentándolo, ni por ser padre yo también, imagino el dolor inconmensurable, fuera de toda proporción, de esas familias. Sé que no tengo derecho de juzgar nada, y menos aún a esas personas. Juro que no lo hago –no lo siento así, al menos– al decir que no siento como una probabilidad haber conservado la cordura. Tarde o temprano, creo, habría tratado de prenderle fuego a Alguien, quien sea, con y sin fuero constitucional: quien sea. O al menos eso pensé en aquel momento.

    Lo cierto es que mi ponerme en los zapatos del otro no me alcanzó hasta ese punto. Me extrañé –me siento extrañado todavía, cada que lo pienso– del muy distinto rumbo que tomaron las cosas. Quiero decir: las reuniones con representantes de la administración gubernamental, las manifestaciones silenciosas o nomás pacíficas, las entrevistas, los reclamos jurídicos… No sé. Todo ello me parece más –mucho más– incomprensible que Sócrates y la cicuta.

    Por mi parte, intenté alejarme todo lo posible de un Estado que supuse –y supongo todavía– capaz de ésa y de todas las atrocidades. Mi modesta, imbécil revuelta apenas me dio para dejar de expedir facturas y pagar impuestos. «No alimentar a la Bestia» era mi consigna. «No le vas a prender fuego a nada» fue la otra, más secreta y más triste para mí.

    Al final –no demasiado lejano de su principio–, la necesidad me obligó a otra cosa. La mayoría de quienes eventualmente me emplean me piden facturas. Y es eso o no contratarme. Diría que me pasa por culpa de no tener medios de producción, pero la verdad es más simple: sin casa, sin ahorros, sin crédito, sin becas, sin trabajo, lo único que le queda a gente como yo es expedir recibos de honorarios o facturas. Eso y no hacer demasiados ascos (tal vez inventarse cuentos más elaborados) cada vez que viene alguien, cualquier burócrata amigo por ejemplo, a ofrecernos un trabajo.

    Sé que si alguien, quien sea, llegó a este punto de la lectura, le pareceré más perdido que un perro en mi bote de basura. Pero tengo un punto con todo esto, a propósito de lo que aquí se dice: quienes se dedican al arte o a la promoción de la cultura no son, o no aquí, muy distintos de quienes nos dedicamos al diseño, a la albañilería o a cualquier armatoste y hasta testaferro de la burocracia estatal. No logran escapar del elaborado sistema de premios, de becas, de ascensos y categorías de nóminas y prestaciones que les mantienen a flote (a quienes más, a quienes menos).

    Me pregunto si tendremos claro cada vez que decimos «Fue el Estado» o hablamos de legitimidad, como aquí (bien señalado, por cierto), que nos encontramos con una paradoja: la de la pierna hundida hasta por lo menos la mitad de la rodilla en la misma mierda que denunciamos, que nos mata, nos aplasta y, seguido, aun así, nos da de comer.

    Me pregunto, en suma, si somos gente idiota, inocente o vendida –elija quien guste su propio caso o póngale el adjetivo que lo defina–. Y miro con recelo y con sospecha a los demás. Sé que los odio. Y sé que me odio a mí mismo. Sé que odio las cifras vergonzosas que conozco de los periódicos y de mi experiencia: 49 niñas y niños muertos. Un ciento más heridos. Ningún burócrata renunciado.

    De verdad: ojalá pronto nos vayamos, democráticamente, todas y todos a la mierda.

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