jálouin no, todosanto sí

 

 © Celeste y amarilla, flor de muertos. Tuxtla Gutiérre. 2006


© Celeste y amarilla, flor de muertos. Tuxtla Gutiérre. 2006

Ayer o antier visité las oficinas administrativas del Seguro Social en Tuxtla y… tal como hemos visto desde hace tiempo en diversas locaciones de México, me encontré con una serie de ventanillas de atención al publico, transparentes. Dentro, había escritorios, archiveros, anaqueles, cristales y trebejos. Detrás de ellos, parapetados permanecían veinte o quizá treinta empleados grises, obesos, obsenamente inactivos; todo todo, adornado de anaranjado y negro, iconos y referentes del jálouin anglosajón, “víspera del día de todos los santos”, de acuerdo con el significado de la frase inglesa muy antigua que le dio origen: all hallow’s eve (halloween).

Vi calabazos calados con formas humanas, arañas, telarañas y hojas secas. Vampiros humanos mayores y vampiros-niños, recortados; máscaras y antifaces de vampiros, murciélagos negros, luna blanca cruzada por un chinaco; siluetas de brujas adolescentes y brujas viejas, franjas negras y anaranjadas de papel lustre y papel-de-China; un gato con los pelos de punta, una dentadura con colmillos tremendos y hasta una capa roji-negra, la que han adosado al conde Drácula, heredero del original Nosferatu. Vi también el supuesto ajuar de las brujas del imaginario europeo-norteamericano: escobas, calderas, sombreros puntiagudos, bebedizos y narices enormes, carcomidas.

Me pregunté insistentemente durante esa larga espera (dos horas con quince minutos, tan sólo para recoger una “constancia de semanas cotizadas”): ¿No será que esta gente no es de Chiapas?, ¿Será que no son mexicanos, para preferir la celebración del Jálouin en vez del Todosanto hermoso, nuestro Día-de-muertos?, ¿Nunca, nadie, habrá experimentado nuestro apego por la muerte? ¿Nunca, nadie, habrá adornado un altar doméstico, para festejar a sus muertos? ¿Será que nadie acá, nunca, supo lo que es visitar a sus difuntos en el panteón, en el cementerio, en el camposanto?

Cerré los ojos, y pronto vinieron a mi memoria o ensueño, dos eventos conocidos por todos: 1. La escena en que niñeras y profesoras (entre ellas también varones), indicaban a nuestros hijos que muy pronto celebrarían el Jálouin, entre el 31 de octubre y el dos de noviembre; que adornarían el salón con papel crepé anaranjado y negro, que dibujarían caritas sobre calabazas de cartulina, que elaborarían antifaces con ojos de tenebra y colmillos sangrantes y… todo lo demás. 2. La otra visión fue la del desfile de varios infantes, todos disfrazados; pintados y revestidos, como “brujas”, calabazas anaranjadas enormes y vampiros negros. Todos provistos de cubetas con forma de calabazos.

Desperté y seguí en la tónica: me puse a repasar los íconos y figuras asociadas al Todosanto. Objetos, altares, flores, dulces, panes, comidas, bebidas, colores, aromas, etcétera, y ahí aparecerieron como desfilando: ángeles, demonios, muertes, calacas, calaveras y esqueletos. Algunos en papel, otros en madera o plástico, algunos de azúcar blanca. Cruces también, cementerios, tumbas, lápidas, los portones herrumbrados de los camposantos, e incluso guadañas, hábitos obscuros, capuchas, capirotes. Vi o recordé las papalotas negras, almas de los difuntos, ánimas en pena o en el purgatorio; los zopilotes negros, las lechuzas y tecolotes, aves asociadas a la muerte, al igual que las mariposas pulcras, de mil colores.

Pensé en la caña de azúcar y en su rubia y delicada flor, en los trozos o canutos de caña dulce y en los diversos cítricos: naranjas, limas, toronjas, mandarinas. Vi cacahuates, bombones y galletas de animalitos, “conservas” de camote, calabaza, yuca, y el dulce puré riquísimo, el que prepara mi madre, el de camote con piña. Percibí el olor de los tamales de hoja, untados o de mole, los de chipilín y yerba santa, los toropintos, y pasaron por mi rememoración las diversas flores con que honramos a los muertos. El tusús, nulibé o musá, llamada en el centro de México, flor de muerto y cempasúchitl, la flor de seda o cresta de gallo, las nubes y margaritas blancas, la flor de lechita o punú punú.

Desfilaban los colores nuestros, los asociados a nuestros muertos y al Todosanto: rojo quemado o sombrío, amarillo, blanco, ocre y celeste. Las calacas de dulce y los panes de muerto (los del Altiplano Central, pero también los tuxtlecos zoques), y me figuré el panteón, a donde llevamos flores naturales, de papel y de plástico, cohetes y petardos, manteados y toldos, comida, aguardiente y cervezas, recuerdos y mucha música. Diversas músicas… de marimbas, guitarreros, tambor y pito, tríos y mariachis. Todo para recordar, evocar e incluso conversar con nuestros muertos.

Y en la imaginación llegué hasta mi casa, al hogar de mis padres, el que ya no existe, en donde el altar renovado olía a inciensos y estoraques. Adornado con cañas, hojas y ramas verdes, todo precidido por fotografías y pinturas, las de mis abuelos y mi padre; licores y cervezas para ellos, chocolate, café y tamales, un buen mole de gallina, cigarros e incluso puros. Para las almas pequeñas, las de los angelitos, había también una bandeja, aunque en un escalón abajo, plétora de dulces, galletas, frutas, cacahuates y juguetes.

Conclusión. ¡No había pretexto! Todos podíamos recordar, aplaudir y enfiestarnos con nuestros muertos… cielos, infiernos y purgatorios; con nuestras almas, ángeles y demonios. Desde nuestros hogares, oficinas y escuelas; nuestros templos, centros culturales, museos y auditorios; nuestras cantinas, restaurantes, mercados, centros comerciales y negocios… Todos podíamos memorar, rememorar, celebrar, e incluso vender y difundir, hacer publicidad y mercadotecnia, a partir de nuestra cultura y el ser cultural que somos. A partir de nuestro patrimonio y nuestra identidad cultural. Celebrar con todos y para todos: el día de los angelitos, el día de las ánimas adultas, el día de los muertos e incluso el día de los panteones, con tan sólo poner en juego aquellos elementos, recursos de nuestra cultura.

Nunca, nunca jamás, usaríamos las figuras e imágenes icónicas de la celebración anglosajona, su trauma del miedo hacia la muerte; la fiesta del recelo y el horror de los gringos norteamericanos.

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