Venta nocturna

Las ventas nocturnas siempre me han tenido sin cuidado.  Me entero de su existencia por los periódicos, por los rayos láser que se mueven sin parar durante la noche o por algún amigo que me habla de las ofertas en camisas, zapatos, calcetines, prendedores y cuanta cosa venden en esos benditos lugares.

Escucho a los agraciados hablar de las gangas que se llevaron a su casa, al 20 por ciento de descuento, y con 13 mensualidades que deben de pagar puntualitos so pena de aplicarles intereses peores que los que la tía Julia, la usurera de mi pueblo, cobra a sus deudores.

Les decía que esas ventas nocturnas, a los que medio Tuxtla va gustoso, no me han interesado mucho, quizá porque mi desgastado bolsillo no me lo permite, o porque sufro de alergia congénita por la aglomeración de tantos bípedos reunidos en un solo lugar.

 

Aún con esa indeferencia por las ventas nocturnas, el sábado pasado no me pude salvar. Le había prometido a mi hija que la llevaría a comprar un peluche que deseaba regalar a una de sus amigas.

Ni modo, la palabra de padre es sagrada, y ahí nos fuimos rumbo a Plaza Galerías.

La primera señal de que estábamos por arribar a la tierra prometida fue una larga fila de coches que serpenteaba a paso de tortuga el Libramiento Sur, desde ese armatoste espantoso, que dicen que se llama Antorcha de la Solidaridad, hasta las puertas mismas del país de Jauja.

Rápidamente nos sumamos a la cola de los elegidos. Íbamos armados con tarjeta de crédito y tarjeta de descuento por las gangas que pudieran aparecernos en nuestro camino.

Pero nuestro avance era lento. Y nosotros estábamos desesperados por llegar al país de Neverland.

En doce minutos, mi coche sólo se había desplazado unos 50 metros. Sabíamos que no importaba el calor, el sol ese imposible de la una de la tarde, tampoco tanta gandallez de algunos conductores, con tal de estar en las puertas de la felicidad.

A los 22 minutos, cuando ya nos faltaba poco para terminar de subir la cuesta, mi coche empezó a calentarse precipitadamente. Tuvimos que apagar el clima. Lo peor era que aquella culebra de carros se había detenido por completo. Y ni pa’tras y ni pa’delante, mucho menos por los lados, porque todos guardábamos con celo celestial el lugar asignado.

Después de media hora, cuando pensábamos que nos deshidratábamos y que mi coche se quemaba, comenzamos a movernos, otra vez a paso de perezoso (me refiero al animal), pero más próximos a las ofertas que ahora empezaban a tomar forma de jarra de guanábana o de agua electropura.

Más adelante vimos que la culpable de nuestra atraso era una señora tostonera que había restregado su Honda blanco contra una camioneta Ford del año de don Porfirio.

Cuarenta y cinco minutos después de salir de la casa llegamos por fin al lugar de nuestros sueños. De que perdimos otros 20 minutos para encontrar estacionamiento es una peripecia que ya no quiero contarles, no vaya a ser que por equivocación haya estacionado mi destartalado tsurito en un camellón, en doble fila o en un cajón para minusválidos (Dios me libre).

Lo importante es que ya estábamos ahí, listos para comprar el peluche, y preparados con tarjetas de créditos y de débito, por si aparecían algunas zapatillas de oferta para mi mujer, una raqueta de tenis para mi hija o algún libro, casi regalado, para este escribidor.

 

De la entrada a la sección de peluches, arrebatamos una camisa color melón, una playera que no es de mi talla y una bolsa color café para mi mujer. Lo importante era adelantarse a los compradores que veíamos con deseos de llevarse la tienda completa.

Mi hija, quien andaba por su lado arrebatando vestidos y pijamas a gente de su edad, apareció a mi lado después de una hora, con un cargamento en lo que había de todo menos el peluche por el que habíamos hecho ese viaje torturante.

Mientras mi hija iba en busca del mentado peluche y con el ánimo muy sobrado para quitárselo a quien fuera, por si no había ya en los estantes, me empecé a fijar en el rostro de mis cómplices de la venta nocturna.

Ahí, entre las ofertas de 20 por ciento de descuento y 13 meses sin intereses, encontré a mi amigo de siempre, mi hermano, Hernán Ruiz Coello, a quien no veía desde hace dos meses cuando tomamos unas cervezas en el Buenos Aires. Él también andaba disputándose camisas, pantalones y calcetines.

Hablamos de la locura de la gente por comprar en este día, por acabar con anticipación su aguinaldo, y sobre todo, por no dejarnos escoger a gusto zapatos, cinturones ni billeteras.

“Así no se puede, hermano”, me dijo. Y yo le di la razón, al mirar aquella turbamulta que no dejaba espacio ni para los empleados, y empecé a preguntarme si aquel lugar estaba hecho para resistir a aquel montón de gente. No fuera a suceder lo que en España, que en un día de fiesta como éste, se había desfondado un edificio.

Desee salir corriendo pero no encontré ni a mi hija ni a mi mujer, pero sí a Charito, una amiga a quien le había perdido la pista desde hacía como diez años.

A diferencia de los obsesivos y compulsivos compradores como yo, ella no llevaba ni dulces, ni chocolates, mucho menos vestidos o zapatillas de oferta. “Vine sólo a pasear”, me dijo, y me comentó que le divertía ver a la gente saquear la tienda. “Comprar es volver a la infancia”, sentenció con su dulce cara traviesa.

Y entre risa y chisme del pueblo me comentó que padecía un cáncer avanzado: que había perdido la visión del ojo izquierdo, que sufría de taquicardias, que había pasado por cinco quimioterapias, pero que se sentía una persona inmensamente feliz y agradecida por ver a este mundo con sus derroches, sus excesos y sus injusticias.

En ese mi deambular con mi cargamento por toda la tienda vi a más de la mitad de mis compañeros de trabajo que esculcaban presurosos las mercancías y, si la suerte les ayudaba, se encontraban algún cajero desocupado a quien le entregaban su aguinaldo completito.

A quien no vi, y eso me tiene preocupado, fue a Paco Cordero, el encargado de negocios de este periódico, porque tiene fama de disparar tarjetas más rápido que cualquier pistolero del viejo Oeste con su Smith & Wesson.

Mi hija apareció con shores, bufandas, guantes y chamarras. “Es para el invierno”, papá me dijo, y yo le contesté que ni que estuviéramos en Nueva York. “¿Y qué tal si nos afecta el cambio climático?”, me reviró.

Decidimos, que después de tres horas de luchar cuerpo a cuerpo por una prenda, era tiempo de liquidar nuestras mercancías, pero por más que corrimos detrás de los cajeros nadie podía atendernos. Las colas eran peores que las que se forman en Hacienda para pagar el predial.

Con discreción, previa junta de los miembros de la familia, decidimos dejar “nuestras” cosas en algún lugar y marcharnos en busca de algún restaurant. Eso sí, nos prometimos que para la próxima venta nocturna seríamos los primeros en llegar a la tienda, arrebatar lo que buenamente pudiéramos, para ser de los elegidos en hipotecar nuestro futuro.

 

(Esta columna lo escribí hace algunos años para un periódico local, pero parece que el tema ni el relato ha perdido vigencia, por eso me permito reproducirlo).

 

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