Porque Tuxtla vale miles de acciones ciudadanas

De Suchiapa a Tuxtla hay una distancia de 18 kilómetros, que se recorre en 20 minutos, pero en 1979, cuando empecé a estudiar en la Escuela Secundaria del Estado, mis viajes entre ambos pueblos se prolongaban por más de una hora.

Un camión, el Chocolate, recorría con paso de tortuga esa distancia por una carretera culebreante y sin pavimentar, llena de baches. En tiempo de lluvias los coches patinaban a cada trecho, y en seca, un polvo amarillento y a veces gris cubría a vehículos, a conductores y a pasajeros.

En mis estancias fui conociendo y descubriendo Tuxtla, una ciudad que parecía sorprendida por el ritmo veloz de su crecimiento.

Antiguo palacio de gobierno, en Tuxtla.

Antiguo palacio de gobierno, en Tuxtla.

De pueblo tranquilo y hasta pintoresco con un Palacio de Gobierno del siglo XIX y una Escuela Industrial Militar afrancesada, de pronto Tuxtla se vio cambiada de ropajes. Le crecieron edificios hoscos y sin carácter. Se salvó la antigua presidencia municipal, convertida ahora en Museo de la Ciudad, porque el presupuesto no alcanzó para hacerla un estropicio.

Me tocó vivir el afán destructivo de Juan Sabines Gutiérrez, uno de los peores gobernadores de Chiapas, quien repartía el dinero público como si fuera suyo, y quien tenía el regusto de poner concreto en todos lados.

Tuxtla se convirtió en una ciudad monstruosa de hormigón que perdió a la par la tranquilidad y la convivencia pueblerina.

Creció de forma brusca y precipitada, como pocas capitales de la república. En los cuarenta, varios periodistas chiapanecos pronosticaron y debatieron sobre el futuro de la población en la capital.

Los más conservadores dijeron que para el 2000 la población no rebasaría los 60 mil habitantes. Los más osados se atrevieron a hablar de cien mil.

Ninguno de ellos tuvo razón. A Tuxtla le parieron hijos en abundancia. Sus alumbramientos diarios eran de gemelos, quintillos, entre ellos algunos como yo, que vinieron a estudiar, y aquí se quedaron; otras que llegaron por oportunidades de trabajo, en especial, con la oferta que abrió la construcción de la presa hidroeléctrica de Chicoasén.

No había forma de proporcionar bienestar a tantos recién llegados, ni gobierno preparado para enfrentar esa ola de nuevos habitantes.

De 15 mil 883 habitantes en 1940, pasó a 28 mil 260 en 1950,  a 41 mil 224 en 1960, a 66 mil 851 en 1970 y a 131 mil 96 en 1980, con una tasa de crecimiento de casi el diez por ciento en esa década, la mayor del país. Actualmente, INEGI indica que la capital es habitada por 613 mil 231 habitantes, pero con su población flotante, llega al millón de personas.

El ritmo de crecimiento, aunque ha disminuido, sigue siendo importante, y ha sido un trastorno insuperable para ofrecer mejores servicios públicos.

Las sucesivas administraciones municipales, rebasadas casi todas, no han tenido la imaginación necesaria para proyectar soluciones a tantos problemas acumulados. La corrupción se alza como el muro principal, pero también la falta de coordinación y las miras de convertir a los presidentes municipales en candidatos a diputados, senadores o gobernadores.

Tuxtla tiene contados nichos de acogida para sus habitantes y visitantes. El grueso se apropia de las plazas comerciales, cada vez más abundantes. Falta, por eso, rescatar y construir espacios públicos, que subviertan el flujo en las plazas comerciales, que ahora son prácticamente la única alternativa de convivencia.

Falta transformar a Tuxtla en una ciudad más hospitalaria, más amable, y en ese proyecto cabemos todos, todas. Mis parabienes por eso a quienes participan en Cien en un día. ¡Enhorabuena!

 

 

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