Políticas y deportes

En esta actualidad, el de los superhéroes del mundo deportivo, el de los reflectores a todo lo que da en cada acción y cada evento de este universo mediático, el menos atractivo es el atletismo, por mucho, el menos seductor desde el punto de vista mercantil en la era de los mercados y los millones que giran en favor de las figuras en turno. Pero si tenemos algún conocimiento de lo que pasa en las pistas y campos, se lo debemos a Usain Bolt, hoy retirado y convertido en leyenda, figura en el que no pocos dicen que puede ser considerado el mejor atleta de todos los tiempos.

A Jamaica le costó 20 años doblegar a la poderosísima maquinaria de las pruebas de velocidad de los Estados Unidos. Hay que recordar a la bellísima Merlene Ottey, jamaiquina como Bolt, que nunca ganó un oro en las competencias importantes de velocidad, siempre atrás de las estadounidenses. Así pasó el tiempo, y mientras en los pueblos de Jamaica, con suelos de tierra y lodo, sin la estructura y tecnología de punta yanqui, en medio de un entorno de pobreza, decidieron aprovechar las fortalezas físicas de sus jóvenes, el espigado Usain Bolt comenzaba a hacer huella en la pista. Poco a poco y no sin gran esfuerzo y disciplina, Bolt se volvió imparable, un rayo en los 100 y 200 metros planos, una ráfaga que trituró las marcas, a tal grado que los especialistas dicen que no volverán a ser superadas.

Pero más que eso, es la propia figura del Usain Bolt que ha marcado la leyenda. Fanfarrón, displicente, sencillo hasta la médula, cautivó al mundo también por eso. Todo un caebien, hiciese lo que hiciese, precisamente lo contrario a toda la farándula que rodea ahora a los deportistas de alto rendimiento. Toda la prensa mundial habla del hueco emocional que dejará en un mundo donde es fácil la banalización de la fama, y en donde la pobreza es un incentivo de ese lenguaje de caridad burguesa que tanto afecta las historias que no concuerdan con lo que se requiere en la formación de los “superestrellas”. Eso también se llama dignidad.

Juan Carlos Osorio, entrenador de la selección nacional de futbol, me cae bien. No es agudo estratega como Lavolpe, pero hace cosas raras en el campo de juego; no es un genio, como el Loco Bielsa, pero estudia los juegos y lee de futbol; tiene carácter, pero no es un patán como el Piojo Herrera; no es tan simple, parco y austero como el Ojitos Meza, pero se mueve de bajo perfil. En fin, es un medio-medio. Mucho gris y no tan blanco y negro. Es el entrenador ideal de la selección.

Mucho hemos dicho en este espacio que el gran error de la cosmogonía del futbol mexicano es creérsela mucho, pensar que somos más que nuestros propios límites y actuar así, como si en verdad fuéramos lo que no somos. Es decir, somos malos en el futbol; no fuimos ni seremos una potencia y el día que lleguemos a esa (lógica) conclusión, podremos quitarnos muchas lozas de encima y tener menos presión cada vez que llegue un torneo de importancia o enfrentarnos al temible y mítico “quinto juego” en los mundiales.

No es que realmente seamos malos, sino que nuestro nivel es mediocre, dicho esto sin la carga peyorativa con que utilizamos esta palabra. Pero es la verdad. Ni tan-tan, ni muy-muy. Nuestro nivel es medio sin que seamos de los últimos lugares del mundo (aunque en el Mundial del 78, la selección nacional, al no ganar un solo juego quedó en último lugar), pero tampoco estamos al nivel de Alemania o Argentina. Eso es todo.

Esto se debe, lo hemos planteado siempre, a que en México la liga tiene como meta ganar mucho dinero en menoscabo del futbol, o de su calidad e internacionalización, para que algún día no lejano podamos ser competitivos. Siendo unas de las ligas más caras del mundo, los jugadores extranjeros vienen a ganar dinero, no aportar nada; por ello, los “grandes” jugadores que aterrizan en México viene en plan decadente, dispuestos a pasársela bien en un país que da para el reventón pero no para tener el roce intenso y estilístico que da la calidad. Verbigracia, Ronaldiño, y así muchos, casi todo el mundo que viene de fuera.

Por otro lado, los jugadores mexicanos, al ganar bien en esta liga que no les exige mucho, no quieren salir al necesario fogueo internacional, y miren que solo con esa experiencia puede genera mucho, pero mucho talento. Verbigracia 2, España, en el momento que los jugadores alinearon en equipos europeos cambió por completo su sistema. Resultado: campeones mundiales y de Europa en selecciones nacionales. Entonces, en México la pinza está cerrada. Si no salen no hay buen futbol, y si no hay buen futbol no hay competitividad y no juego afuera nunca.

Por supuesto, quienes pueden desatorar este galimatías son los mismos que no quieren desatorarlo, los directivos y dueños de los equipos de la liga, encarnados en La Federación Mexicana de Futbol. Pero no lo pretenden, nunca lo han hecho y jamás aspiraremos que pierdan un solo centavo del gran pastel (monetario) que ya está repartido. Entonces no lloremos como plañideras cuando perdemos 7-0 contra Chile o perdemos al Copa de Oro, un torneo a modo para que México gane algún trofeo y puede participar alguna vez, en otro torneo, con los verdaderos grandes. Pero ni así.

Los responsables de nuestra mediocridad son los directivos. Y no es cambiando el entrenador como modificarán las cosas, sino el sistema entero del manejo del futbol nacional.  Por eso, Osorio es el idóneo para el tricolor, así como es, sin tanto aspaviento, lento, sin buenos jugadores, llevará a la selección al lugar que merece estar, y dejémonos de cosas y soñar con que algún día cambiará nuestra historia futbolera. Más fácil quitar a los ambiciosos y obscuros empresarios, pero para eso se necesita más que una rotación táctica, muy a la Osorio, sino una verdadera tormenta que arrastre todo lo malo, de saco y corbata, que hay en nuestro futbol.

 

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