Crisis de las alianzas económicas entre países y sociedad civil 

El fin de la Segunda Guerra Mundial aceleró la creación de organismos que acogieran a distintos países del mundo en busca de la supuesta paz universal, como ocurre con la actual Organización de Naciones Unidas (ONU). Institución donde se viven las cortapisas establecidas por los gigantes del mundo debido a su derecho de veto, aunque las decisiones sean fundamentales para poner fin a conflictos bélicos. Junto a ella existen organizaciones militares y, también, las relacionadas con lo económico.

La geopolítica ha implicado que por cuestiones históricas o económicas existan relaciones sólidas entre países, reflejadas en mecenazgos y protecciones, de ciertos Estados sobre otros. La siempre presente relación entre Inglaterra y Portugal, Estados Unidos e Inglaterra, o Rusia y los Balcanes, son un nítido ejemplo. Situaciones como esas han beneficiado o contrapuesto la construcción de grandes alianzas económicas en el mundo, donde seguramente la Unión Europea (UE) sea el caso más nítido, y donde México también participa en la establecida con sus vecinos del norte, Canadá y los Estados Unidos, a través del conocido como Tratado de Libre Comercio de América del Norte (TLCAN). Un tratado que privilegia, principalmente, aspectos comerciales, sin tomar en cuenta otros intereses de su población.

La UE, desde su nacimiento, quiso trascender las relaciones económicas y comerciales para erigirse como una institución, conglomerado de Estados, destinada a sus ciudadanos. La libre circulación de los mismos en su territorio o la creación de un parlamento europeo así lo demuestran, al menos desde la formalidad. Sin embargo, en los últimos tiempos las quejas de la población por la frialdad de esa Unión ante sus problemas, en favor de la privilegiar la macroeconomía, se han hecho visibles y la situación más nítida ha sido la votación de Gran Bretaña para abandonar dicha organización, o el surgimiento de partidos políticos en distintos países para seguir el mismo camino.

En los últimos días, el caso catalán se ha puesto sobre la mesa de debate en parlamentos europeos, incluso en el que representa a la UE, y remite a esa emergencia de pueblos por encima de los Estados, como analistas de la realidad actual, desde politólogos a sociólogos, han verificado para afirmar el distanciamiento entre la población y muchas de las formas de representación o aplicación de las leyes bajo el marco de los Estados modernos. Por tal motivo, el ejemplo de Catalunya resulta paradigmático, y no por ser mi tierra de nacimiento, sino por la capacidad de movilización y organización de una sociedad civil sin necesidad de ser dirigida por políticos profesionales. Existe una historia de asociacionismo catalán, tan prolongado en el tiempo como el que representaron los gremios en la Barcelona medieval, aquellos que construyeron y tenían como símbolo más destacado a la Iglesia de Santa María del Mar, hoy muy conocida gracias a la literatura a través de la obra de Ildefonso Falcones, La Catedral del Mar. Ese impulso asociativo ha propiciado impensables movilizaciones en forma de manifestación, sin ningún tipo de incidentes durante siete años, o permitió burlar a la inteligencia policial española para que se abrieran los colegios electorales a pesar de la represión vivida el día 1 de octubre.

El nacionalismo catalán, como todos y con sus diferencias establecidas por la historia y las características de su población, tiene su concreción en el siglo XIX, pero hoy su manifestación nacionalista adquiere matices nuevos al que se le supone por esa clara presencia de la sociedad civil, que sobrepasa a los partidos políticos y sus representantes. Así, frente a Estados anquilosados en sus formas institucionales y objetivos para su población, emergen demandas desde otros posicionamientos. Algo que se observa con preocupación por parte de instituciones como la UE, puesto que conocen la capacidad de sus pobladores para irrumpir en cualquier momento como actores políticos.

El destino del movimiento catalán hoy es tan incierto como lo fue la primavera árabe en su momento. Nuestra capacidad de análisis no cuenta con herramientas para predecir la acción de los seres humanos, o los movimientos diplomáticos de los países. Si las tuviéramos las ciencias sociales serían ciencias exactas. Pero es evidente que las alianzas internacionales, ceñidas a su carácter económico con una formalidad intransigente, están olvidando a los ciudadanos, y ello empieza a ser un reclamo constante, por distintas vías, efectuado por sus pobladores.

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