Crónica de viaje: un asalto como metáfora

 

Entre Xalapa, Veracruz, y Tuxtla Gutiérrez hay una distancia de aproximadamente 700 kilómetros por carretera. Cabe aclarar que estoy trazando la ruta básicamente por los caminos de cuota, por lo que hay que pasar cerca de 8 casetas de peaje; lo que implica un costo cercano a los mil pesos por usar las carreteras.

A juzgar por las condiciones de las autopistas, es preciso reiterar como muchos lo han dicho, que no hay correspondencia entre lo que se cobra y el estado deplorable de las carreteras. Particularmente los tramos entre Cosamaloapan y Coatzacoalcos, así como el de Las Choapas / Ocozocoautla, presentan condiciones que francamente ponen en riesgo a los usuarios.

Este es uno de los ejemplos paradigmáticos de que las privatizaciones no necesariamente pueden ser para mejorar los servicios a la ciudadanía. De hecho, en varios casos el gobierno ha tenido que rescatar a las empresas concesionarias haciendo que el Estado se haga cargo de las pérdidas. Esto pareciera intranscendente, si no es porque todo aquello que significa la intervención del Estado para algún tipo de rescate financiero es algo que terminaremos pagando los ciudadanos. ¿De qué forma ocurre esto? Incrementando las cuotas por el derecho de peaje, convirtiendo las deudas privadas en deudas públicas, encareciendo los servicios del Estado o incrementando los impuestos.

Caseta Las Choapas.

Sin embargo, hay que reconocer que en algo han mejorado los servicios en las casetas de peaje. Hasta antes de los 90 del siglo pasado, uno podía pasar por los baños de las plazas de cobro y encontrarlos no sólo deteriorados, sino en un estado de insalubridad tal que verdaderamente eran un foco de infección para los ciudadanos. Es cierto que esto ha mejorado, pero parece existir una tendencia hacia su deterioro constante. Tampoco es correcto que a los usuarios se les termine cobrando el sanitario o se solicite alguna “cooperación” porque lo que se paga por el uso de las carreteras incluye ese servicio y, también, el seguro correspondiente.

Es cierto que las condiciones ambientales, sobre todo en la zona de Cosamaloapan, a menudo dañan los caminos por el exceso de agua. Pero también se dañan por la falta de regulación del transporte de carga que (como dicen los abogados) presuntamente pueden estar excediendo el peso reglamentario para circular por esas carreteras. Y es común responsabilizar a los choferes por esto, pero los directamente responsables son las compañías que se dedican al transporte de bienes y las instituciones del Estado que son incapaces de aplicar la reglamentación existente.

En México tenemos una herencia barroca que se manifiesta en nuestro lenguaje y hasta en la manera en que nos relacionamos. Para todo ideamos una legislación y una comisión por las que tendremos la sensación que hemos resuelto un problema. Sospecho que nuestras contrariedades o conflictos no son por falta de leyes, sino porque con las existentes no existe aún la autoridad capaz de aplicarlas. Y no hay autoridad que valga en un país donde el acceso al poder ocurre no por la vía de los votos, sino por el poder que acumulan agentes privados que tienen una influencia poderosa sobre nuestras instituciones públicas. No es que nuestras elecciones y las instituciones encargadas de ello no sirvan, sino que los poderes fácticos de distinto signo acumulan demasiado poder que desafían al Estado con frecuencia. Hay que votar y nunca perder ese derecho, desde luego, pero necesitamos todavía más que eso para tener gobiernos honestos y eficaces.

Y esta falta de autoridad o los desafíos a ella, muestra la vulnerabilidad de los ciudadanos mientras circulamos por estas vías. En efecto, no sólo hay que luchar contra la percepción de un incremento en la inseguridad en las carreteras, aunque los registros oficiales no parecen ser alarmantes, sino contra la realidad adversa de la falta de Estado que nos convierte en presa fácil de cualquier grupo o personas que desean aprovecharse de las circunstancias. Como todos sabemos, esto puede ocurrir porque deliberadamente existe un subregistro de los casos por inoperancia de las instituciones, porque los delitos no se denuncian o una combinación de ambas cosas.

Pero no es necesario invocar esta situación o la permanente vulnerabilidad que significa la presencia de redes criminales a lo largo y ancho del país que convierten en víctimas potenciales a la ciudadanía que transita por estos lugares, siendo presas de robo, agresiones o secuestro. Nuestros desarreglos son tan ordinarios que no hace falta apelar al narcotráfico o los grandes capos de la droga.

A principios de este año, tuve que hacer ese largo recorrido mencionado al principio. Todo iba bien hasta que llegamos a la plaza de cobro 182 del municipio de Ocozocoautla. Extrañamente no estaban los empleados de la caseta, pero a lo lejos se encontraban policías estatales viendo todo lo que ocurría. En cambio, fuimos recibimos por un grupo de encapuchados con machetes y palos que nos ordenaron pagar 70 pesos para pasar. En realidad, no eran muchas personas las que “de manera pacífica”, aunque amenazante, nos estaban realmente asaltando. Todavía peor, a poca distancia de ahí existe un destacamento militar y es frecuente la vigilancia de la Policía Federal Preventiva. Pero para todos fines prácticos lo único que hicieron fue dejar que el latrocinio se cometiera de manera tumultuaria.

Después me enteré que quienes habían perpetrado la estafa no eran espontáneos, sino un grupo perfectamente organizado y hasta posiblemente tolerado o alentado por las autoridades estatales, municipales o algún político “que necesita sus servicios”. Entre familiares y amigos fui comprendiendo que se trataba de una organización denominada MOCRI EZ (Movimiento Campesino Regional Independiente Emiliano Zapata), la cual se dedica a la invasión de predios, a infiltrarse en movilizaciones de protesta y una sistemática propensión a golpear a los sectores sociales que demandan solución de sus problemas al gobierno. Su eje de operaciones está en Berriozábal y Ocozocoautla, pero en los últimos años ha expandido su acción hacia otros municipios. Como se ha relatado en Chiapas Paralelo, se trata en sentido estricto de un grupo de choque que vende su alma al mejor postor. Por lo mismo, no es descabellado pensar que cumple al pie de la letra los designios de quienes los protegen. Por esas razones es que se constituyen en una asociación con patente de corzo que se materializa en la impunidad de sus acciones ilegales y se arrogan el derecho a violentar e incluso despojar a la ciudadanía, en la medida en que cuentan con la protección de alguien con el suficiente poder para que sus acciones nunca sean sancionadas.

Se puede decir, también, que se trata de una agrupación que se escuda en el número de sus agremiados y en las ostensibles situaciones de pobreza en que muchos de ellos se encuentran. Sin embargo, no será mediante estos métodos por los cuales habrán de salir del atraso, como tampoco es admisible que este sea el elemento que justifique sus acciones abiertamente ilegales.

Para algunos esta es la muestra inequívoca de la captura del Estado en tanto se usurpan funciones que atañen únicamente a éste. Debo confesar que no me siento cómodo son ese término porque pareciera encerrar el dilema entre policías y ladrones; entre agentes criminales que se confabulan y quienes los persiguen; entre quienes perpetran delitos y quienes los investigan. El afán detectivesco que subyace en el término puede ayudar a la comprensión del fenómeno, pero considero limitado para explicar las prácticas que legitiman sus procedimientos. Me parece más adecuada la idea de tribu porque nos ayuda a describir el carácter orgánico de las prácticas que acechan lo público y lo social. Es decir, nos permite reconocer que se trata de una organización social con la suficiente cohesión interna basado en un liderazgo reconocido y aceptado, en redes de parentesco consanguíneo o ritual, con vínculos de paisanaje o de oficio. Además, la idea de tribu está asociada al control de un determinado “territorio” y eso es lo que ocurre en las instituciones públicas, pero también en lo social, en amplios espacios de nuestro país, como el hecho que he tratado de ejemplificar líneas arriba. Hay un territorio (físico o burocrático) en disputa y jugadores dispuestos a apropiárselo. Entonces, no se trata de alguien que desde fuera de lo estatal conspira para suplantarlo, sino que esas prácticas están enquistadas en las propias estructuras estatales. De ahí que existan tribus burocráticas y sociales, entre otras, que hacen de lo público un espacio en disputa para obtener beneficios particulares. Esas son las instituciones estatales que realmente conocemos. Una suerte de híbrido a medio camino entre reglas formales e informales; burócratas de oficio y de beneficio; lo público y el patrimonialismo.

Hacer conciencia de esto es uno de los grandes retos que tenemos como sociedad y resulta indicativo de los desafíos culturales que debemos superar con el propósito de encontrar mejores formas de relacionarnos.

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