Definición de metro

Pintura: Ernest Descals

Mi idea de metro cambió conforme crecí. Recuerdo que un día, mi papá, muy orgulloso, soltó la cinta métrica y le dijo a mi mamá que ya medía un metro. Mi papá, en la puerta del cuarto, que era de madera, acostumbró ir anotando medidas conforme crecía. El día que dijo que yo medía un metro él se puso orgulloso y yo me sentí importante. Pensé que otro momento decisivo en mi vida sería cuando llegara a los dos metros. Pobre de mí, no sabía en ese instante que tenía genes culturales que, con trabajo, superaría el uno con sesenta.

Luego, un día, me asombré ante el metro de madera que usaba el maestro en clase para dibujar los cuadrados o triángulos en el pizarrón y que era el mismo metro que empleaba don César para trazar las líneas en la tela que serviría para hacer pantalones y sacos. El maestro de primaria tuvo el mal tino de confundir la vocación del metro, porque en lugar de usarlo como un instrumento de medición lo empleó como instrumento de tortura, porque daba reglazos a los alumnos que no sabían la lección.

Pero cuando la palabra metro tomó otra connotación fue cuando fui estudiante universitario en la Ciudad de México y subí por primera vez al tren subterráneo que así se llama. Es comprensible entender que, viviendo toda mi vida en Comitán, una modesta ciudad chiapaneca, me cayó en gracia y en desgracia la idea de subirme al Metro; es decir, yo había visto, en el cine, escenas de personas subiendo a los trenes subterráneos, pero nunca imaginé que tal medio de transporte se denominara como Metro (Luego aprendí que era un apócope de Metropolitano).

Por una asociación mental extraña pensé en el metro del maestro a la hora que, por primera vez, subí al vagón, en la estación Insurgentes. Mi asociación mental me llevó a recordar lo que Romeo decía: “¡Ya me las pagará cuando sea grande, ya me las pagará!” Romeo juraba que el maestro pagaría todas. Romeo lo decía porque era el alumno más travieso, por lo tanto, el más “medido”. Cuando subí al vagón, entre atropellamientos de la multitud que entraba y todos los que salían, pensé en el cambio de vocaciones de los instrumentos y chunches del mundo. Mi tía Maruca me hizo la recomendación de que tuviese mucho cuidado con mi cartera, porque en el Metro había muchos delincuentes: “Están en todas partes y la policía nada hace para evitar los robos”; es decir, el metro seguía siendo algo que no era agradable, no era agradable, porque el mundo insistía en cambiar su perfil. El metro de la escuela estaba diseñado para hacer mediciones y para trazar líneas en el pizarrón; el Metro había sido pensado como un medio de transporte, como un maravilloso medio de transporte, porque su condición de topo le permite viajar sin interrupciones. Y sin embargo, yo debía tener cuidado al subir al vagón del Metro, porque podía ser sujeto de asalto. Pensé que era bueno que mi tía hubiera dado la advertencia; en mi casa de infancia, mis papás no me habían advertido que al “subirme” al vagón de la escuela, un facineroso podía robar mi tranquilidad a base de reglazos, hechos con un sencillo metro. ¿Qué podíamos pensar cuando el maestro nos daba la regla y nos exigía que trazáramos una línea en el pizarrón? Romeo nos decía, a la hora del recreo, sentados en la rotonda que rodeaba al enorme árbol, que en ese momento sentía ganas de darle de reglazos al maestro, decía que nada le gustaría más que verlo abatirse frente a él, caer hincado y suplicar perdón.

Y nada de esto se encuentra en la definición de diccionario que privilegia que es “una unidad de longitud” y que también es un instrumento para medir que tiene cien centímetros y que, también, es el nombre con el que se conoce el tren subterráneo (Subway). Ningún diccionario dice que el metro puede ser una “unidad” de tortura estúpida o un lugar donde un pasajero puede ser asaltado.

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